BLOG YO, MONO | Las raíces del vínculo materno
Amor de madre primate
Una hembra de gorila protege a su cría, escoltada por dos machos. | Bioparc Valencia
Pablo Herreros | Madrid
Actualizado sábado 04/05/2013 11:41 horas
Mañana se celebra el Día de la madre en España y es el momento perfecto para repasar lo fundamental que este rol social ha supuesto en la historia evolutiva de nuestra especie.
Según la Teoría de la Eva mitocondrial, todos los humanos actuales descendemos de un pequeño grupo de mujeres que vivieron hace unos 190.000 años en la zona oriental del continente africano. La evidencia se encuentra en un pequeño fragmento de ADN que poseemos todas las etnias del planeta tierra, transmitido por vía materna. Pero la historia de este fantástico viaje que ha supuesto la relación madre-cría en la evolución de los humanos y otros primates comenzó varios millones de años antes.
En los mamíferos, la responsabilidad del cuidado recae principalmente en las madres (95% de las especies conocidas). Las teorías clásicas apuestan por la aparición del cuidado materno debido a que los hombres no somos fiables. La tendencia a cazar, luchar e irnos con otras mujeres nos convierte en unos progenitores que proporcionan escasa seguridad a la hora de aportar los 13 millones de calorías que, el antropólogo Hillard Kaplan, ha calculado que son necesarias para criar a un humano hasta el momento de su independencia.
La maternidad es un sistema de inversión parental clave para nuestra adaptación que no poseen todas las especies del Reino Animal. En peces, es frecuente que sea el padre el encargado del cuidado y crianza de la descendencia. En el caso de las aves, predomina el modelo en el que ambos sexos cooperan por igual. Pero estos animales no dependen tanto de los conocimientos de otros individuos para sobrevivir como nosotros.
Sin la existencia del cuidado maternal, los primates probablemente nos hubiéremos extinguido hace millones de años o simplemente no seríamos la especie tan exitosa que representamos hoy en día. A diferencia de otros animales, los grandes simios nacemos con pocas habilidades para
comportarnos en grupos tan complejos como en los que vivimos. Las primeras lecciones sociales las aprendemos de nuestras madres.
En una visita reciente al Bioparc de Valencia, el biólogo responsable de primates Rubén Pardo, me contó que Mirinda, una hembra chimpancé solía poner límites al comportamiento de su cría Kimbo. Kimbo tenía la mala costumbre de hacer demostraciones de fuerza que copiaba de los adultos, pero que eran peligrosas ya que no correspondían a su edad ni poder. Mirinda solía parar de raíz estas conductas agarrándole, dándole a entender que no era lo adecuado. Es peligroso despertar la agresividad de otros machos adultos si no puedes hacerles frente.
Además, es necesario aprender a defenderse y obtener recursos del entorno. Esta flexibilidad tan característica de la especie humana supone una ventaja en ambientes cambiantes y complejos, ya que podemos aprender de la experiencia de otros, pero también es una desventaja porque dependemos muchos años de individuos que deben invertir gran cantidad de tiempo y energía en nosotros.
Los resultados obligaron a modificar protocolos de trato en orfanatos y hospitales, con el objetivo de proporcionar mayor contacto físico a los bebés. Pero este papel afectivo no lo ha de cumplir necesariamente la madre biológica. En los casos de chimpancés huérfanos, suele ocurrir que una hermana de la madre u otra hembra no emparentadas asumen el cargo con gran entusiasmo.
Muchos primates mantenemos el vínculo con nuestras madres de por vida. Los bonobos continúan el contacto con sus madres pasados muchos años. En la mayoría de las sociedades humanas ocurre lo mismo. Las visitamos de manera periódica o mantenemos el contacto por teléfono e internet. En chimpancés, también hay registrados casos de relaciones de larga duración entre madres y sus hijos.
Sobre la base de la experiencia de la relación madre-cría, interpretamos y exploramos el mundo que nos rodea. Se ha demostrado que el estilo de apego que mantenemos con nuestras madres influye en la curiosidad, la creatividad, las ganas de vincularnos con otras personas y la tendencia a explorar el mundo. En una conversación que mantuve hace varias semanas con Jane Goodall, me contó el caso de madres chimpancés que aplican una fórmula muy exitosa: afectividad, ser juguetonas, tolerantes y dispuestas a poner límites.
En el fenómeno de la maternidad pueden rastrearse los orígenes del entendimiento mutuo y la empatía. La bióloga evolutiva Sarah Blaffer Hrdy cree que debido a la gran dependencia de las crías humanas, las madres del Paleolítico tuvieron que ser ayudadas por otros miembros de grupo: tías, abuelas, niños más maduros, etc. Gracias a esta organización en torno a los bebés, la sociabilidad de nuestra especie se vio favorecida.
La cooperación de todos era necesaria para sacar adelante a la descendencia, lo que generó mayor cohesión de los grupos y se favorecieron los mecanismos de entendimiento. De hecho, aún hoy en día, podemos comprobar como en sociedades menos industrializadas que la nuestra, la implicación de toda la familia en la crianza es frecuente. En España aún quedan algunas reminiscencias y puede que la crisis que haya hecho florecer de nuevo esta tendencia tan ancestral.
De lo que sí podemos estar seguros es que la maternidad ha cambiado la historia evolutiva del ser humano para siempre. A partir de ese vínculo tan especial se han desarrollado o potenciado otras capacidades cognitivas que hacen de nuestra especie un animal excepcional. Además, pocas cosas en común son tan fáciles de entender para cualquier ser humano del planeta, por diferente que sea, que la experiencia vital de haber tenido una madre.
Según la Teoría de la Eva mitocondrial, todos los humanos actuales descendemos de un pequeño grupo de mujeres que vivieron hace unos 190.000 años en la zona oriental del continente africano. La evidencia se encuentra en un pequeño fragmento de ADN que poseemos todas las etnias del planeta tierra, transmitido por vía materna. Pero la historia de este fantástico viaje que ha supuesto la relación madre-cría en la evolución de los humanos y otros primates comenzó varios millones de años antes.
En los mamíferos, la responsabilidad del cuidado recae principalmente en las madres (95% de las especies conocidas). Las teorías clásicas apuestan por la aparición del cuidado materno debido a que los hombres no somos fiables. La tendencia a cazar, luchar e irnos con otras mujeres nos convierte en unos progenitores que proporcionan escasa seguridad a la hora de aportar los 13 millones de calorías que, el antropólogo Hillard Kaplan, ha calculado que son necesarias para criar a un humano hasta el momento de su independencia.
La maternidad es un sistema de inversión parental clave para nuestra adaptación que no poseen todas las especies del Reino Animal. En peces, es frecuente que sea el padre el encargado del cuidado y crianza de la descendencia. En el caso de las aves, predomina el modelo en el que ambos sexos cooperan por igual. Pero estos animales no dependen tanto de los conocimientos de otros individuos para sobrevivir como nosotros.
Sin la existencia del cuidado maternal, los primates probablemente nos hubiéremos extinguido hace millones de años o simplemente no seríamos la especie tan exitosa que representamos hoy en día. A diferencia de otros animales, los grandes simios nacemos con pocas habilidades para
comportarnos en grupos tan complejos como en los que vivimos. Las primeras lecciones sociales las aprendemos de nuestras madres.
En una visita reciente al Bioparc de Valencia, el biólogo responsable de primates Rubén Pardo, me contó que Mirinda, una hembra chimpancé solía poner límites al comportamiento de su cría Kimbo. Kimbo tenía la mala costumbre de hacer demostraciones de fuerza que copiaba de los adultos, pero que eran peligrosas ya que no correspondían a su edad ni poder. Mirinda solía parar de raíz estas conductas agarrándole, dándole a entender que no era lo adecuado. Es peligroso despertar la agresividad de otros machos adultos si no puedes hacerles frente.
Además, es necesario aprender a defenderse y obtener recursos del entorno. Esta flexibilidad tan característica de la especie humana supone una ventaja en ambientes cambiantes y complejos, ya que podemos aprender de la experiencia de otros, pero también es una desventaja porque dependemos muchos años de individuos que deben invertir gran cantidad de tiempo y energía en nosotros.
En la relación madre-cría también se produce un desarrollo emocional que jugará un papel clave en el futuro, tanto en la vida social como personal. En varios experimentos realizados por Harry Harlow sobre la importancia del apego con las madres para los primates, se demostró que unos macacos recién nacidos preferían estar con una falsa madre de trapo a una de frío metal, aunque esta última portaban un biberón.
Los resultados obligaron a modificar protocolos de trato en orfanatos y hospitales, con el objetivo de proporcionar mayor contacto físico a los bebés. Pero este papel afectivo no lo ha de cumplir necesariamente la madre biológica. En los casos de chimpancés huérfanos, suele ocurrir que una hermana de la madre u otra hembra no emparentadas asumen el cargo con gran entusiasmo.
Muchos primates mantenemos el vínculo con nuestras madres de por vida. Los bonobos continúan el contacto con sus madres pasados muchos años. En la mayoría de las sociedades humanas ocurre lo mismo. Las visitamos de manera periódica o mantenemos el contacto por teléfono e internet. En chimpancés, también hay registrados casos de relaciones de larga duración entre madres y sus hijos.
Sobre la base de la experiencia de la relación madre-cría, interpretamos y exploramos el mundo que nos rodea. Se ha demostrado que el estilo de apego que mantenemos con nuestras madres influye en la curiosidad, la creatividad, las ganas de vincularnos con otras personas y la tendencia a explorar el mundo. En una conversación que mantuve hace varias semanas con Jane Goodall, me contó el caso de madres chimpancés que aplican una fórmula muy exitosa: afectividad, ser juguetonas, tolerantes y dispuestas a poner límites.
En el fenómeno de la maternidad pueden rastrearse los orígenes del entendimiento mutuo y la empatía. La bióloga evolutiva Sarah Blaffer Hrdy cree que debido a la gran dependencia de las crías humanas, las madres del Paleolítico tuvieron que ser ayudadas por otros miembros de grupo: tías, abuelas, niños más maduros, etc. Gracias a esta organización en torno a los bebés, la sociabilidad de nuestra especie se vio favorecida.
La cooperación de todos era necesaria para sacar adelante a la descendencia, lo que generó mayor cohesión de los grupos y se favorecieron los mecanismos de entendimiento. De hecho, aún hoy en día, podemos comprobar como en sociedades menos industrializadas que la nuestra, la implicación de toda la familia en la crianza es frecuente. En España aún quedan algunas reminiscencias y puede que la crisis que haya hecho florecer de nuevo esta tendencia tan ancestral.
De lo que sí podemos estar seguros es que la maternidad ha cambiado la historia evolutiva del ser humano para siempre. A partir de ese vínculo tan especial se han desarrollado o potenciado otras capacidades cognitivas que hacen de nuestra especie un animal excepcional. Además, pocas cosas en común son tan fáciles de entender para cualquier ser humano del planeta, por diferente que sea, que la experiencia vital de haber tenido una madre.
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