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¿Sabía que cada vez menos chanchos tienen cola de rulito? ¿Por qué se suicidaron 200 mil agricultores en India? ¿Cuál es ese ingrediente fantasma incluido en el 75 por ciento de los alimentos procesados? Los alimentos y la alimentación es probablemente el tema en el que confluyen casi todos los problemas relevantes del mundo: la corrupción, la experimentación científica, la fuerza o debilidad de los Estados ante las corporaciones, la ecología y la salud de la población mundial. Por eso, son cada vez más los libros y documentales que echan luz sobre ese oscuro entramado que hace de cada plato de comida un expediente X. Radar vio y leyó buena parte de ellos y ofrece una guía y algunas respuestas.
Por Soledad Barruti Los galpones más grandes pueden tener 80 mil, 90 mil, 100 mil pollos que no conocerán en su vida más que un terreno tamaño baldosa rodeado de gritos en un aire irrespirable. Para que no se coman entre sí, se les cortan los picos. El 31 de octubre, Naciones Unidas ungió con el título Ser Humano 7 mil millones a Danica, una bebé filipina. El nombramiento fue por supuesto simbólico: la persona 7 mil millones podría haber nacido bastante antes en una clínica privada, en un hospital público o en una carpa improvisada en las arenas ardientes del desierto africano. En un Estado en guerra o en una democracia reciente. Puede también estar por nacer y saltar inmediatamente al olvido desde el grueso margen de error sobre el que se sostiene este mundo superpoblado. Como sea, el número al que llegó nuestra especie alarma y vuelve la atención sobre cuestiones que van del azar de un nacimiento acontecido en una determinada coyuntura política al bochorno colectivo de un sistema mundial en crisis donde el acceso a la comida y su calidad ocupan el centro de la escena. ¿Estará el ser humano 7 mil millones del lado de los 925 millones de hambrientos que hay según datos de la FAO (Organización mundial de alimentos)? ¿O crecerá hasta volverse uno de los 1500 millones de obesos que estima la ONU habrá para el 2015? ¿Tendrá la mejor de las suertes y será de los que eligen qué y cuándo comer y qué arrojar a la basura, participando del descarte anual de 1300 millones de toneladas que van al tacho, también según la FAO? Y la última: incluso si perteneciera a la franja acomodada, comiendo lo que se come en las grandes ciudades, ¿estaría a salvo? Teniendo en cuenta que en la actualidad se producen alimentos para que coman 12 mil millones de personas, la comida no tendría que ser un tema. Y sin embargo cada día lo es más. Al margen del fenómeno “gourmet”, la problemática sobre la comida se ha ido complejizando hasta volverse un género de denuncia en sí mismo, al que se vienen dedicando desde activistas hasta periodistas, estrellas de Hollywood, políticos, documentalistas y escritores. En este sistema de producción intensiva hay material para variados intereses: especulación financiera, experimentación biológica, expulsión de pueblos enteros del campo a la pobreza, acopio global de tierras y semillas por gigantes multinacionales, polución, envenenamiento, hacinamiento y tortura de millones de animales; enormes negociados para pocos y un “consumidor” que no tiene idea de qué es lo que se lleva diariamente a la boca. ESA MALDICION LLAMADA SUSHI Nada es lo que era. Ni una manzana, ni un vaso de leche. Pero tal vez (quitando el complejo universo de los granos) sea el pescado el alimento que mejor ejemplifique cómo ha cambiado todo. El salmón es un plato paradigmático: si bien sigue figurando entre los gustos más exquisitos, su consumo se extendió desaforadamente en los últimos años, impulsando la aparición de numerosos bolichones de sushi en casi todas las ciudades del mundo. Este boom ocurrió irónicamente al mismo tiempo que los pescadores locales denunciaban que volvían a la costa con sus redes vacías y los mares eran declarados ecosistemas en crisis. ¿Cómo puede ser que un recurso que escasea y se denuncia en extinción se popularice y disminuya su precio al mismo tiempo? En primer lugar, las megaempresas pescadoras aumentaron el pique doblando la apuesta. Sus barcos adquirieron el tamaño de un estadio, se equiparon con computadoras, rayos infrarrojos y comunicación satelital para detectar a sus presas. Sus bocas de red cuentan con la capacidad para meter adentro trece aviones intercontinentales. Como si con eso no bastara, también se usa cada vez más el sistema de pesca de arrastre: una especie de arado con el que barren el fondo del mar removiéndolo todo y llevándose peces de consumo, especies exóticas que no sirven de nada, delfines, tortugas, aves marinas, corales y millones de etcéteras que después, como no se pueden vender, son devueltos muertos al mar. Los pescadores locales, sin posibilidad de competencia, se tienen que mudar a las ciudades o emplearse en las empresas que más han crecido al amparo de esta desgracia (y completan el porqué de tanto pescado): las granjas marinas. Con un desarrollo tres veces superior al de la agricultura, del 35 al 40 por ciento del pescado (y casi todo el salmón que comemos) y los crustáceos que se venden en el mundo vienen actualmente de esas granjas líquidas. Enormes jaulas de agua en medio del mar que pueden contener millones de peces que crecen prácticamente inmóviles en aguas que se pudren producto del hacinamiento. Los ojos de estos peces estallan en sangre mientras sobreviven entre parásitos y bacterias. Entre otras porquerías se los alimenta con maíz, y se les suministran antibióticos, alguicidas y tranquilizantes. Las costas que albergan estos emprendimientos se vuelven lodazales, los peces salvajes de zonas aledañas o se mudan o se mueren. Así como están las cosas, “imaginen que les sirven un plato de sushi: si ese plato contuviera todos los animales que murieron para hacerlo, el plato debería medir 1500 metros”, escribe Jonathan Safran Foer en Comer animales (Seix Barral). En este libro de reciente edición en Argentina, Safran Foer recorre el terrible camino que siguen dentro de las granjas industriales no sólo los peces sino todos los animales que van a parar a nuestro plato y cómo eso ha modificado la vida del pescador y el granjero, de las aguas y de la tierra, a la vez que empobrece la comida mientras pone en riesgo la salud del mundo entero. Comer animales generó debates en todos los países en los que fue presentado y sirvió para volver la atención sobre la inmensa producción de libros, películas y documentales que en los últimos años se arrojaron a desentrañar cómo se producen en la actualidad los alimentos. “La industria no quiere que se sepa lo que estamos comiendo porque si lo supiéramos tal vez no querríamos seguir comiendo.” La frase aparece al comienzo del documental Food Inc. y resume el propósito detrás de cada una de estas investigaciones: correr el velo y descubrir qué hay detrás de esta industria que factura 140 mil millones de dólares al año y ocupa un tercio de la superficie del planeta. EL OTRO LADO DEL PLATO Para dimensionar el fenómeno de producción cultural alcanza con intentar recopilarla: en el área de los documentales hay novedades semanales (hablando por supuesto no sólo de películas sino de cortos, animaciones y documentales para Internet). Sólo acotando la elección a los que tienen extensión de película, hay decenas. De 2005 hasta hoy se pueden encontrar desde clásicas deconstrucciones de la realidad alimentaria (un recorrido bastante simple sobre cómo llegamos hasta acá y cuál será el desenlace de no producir un cambio) como la famosa Food inc. o la más reciente Fresh –sobre los sistemas alternativos de producción de alimentos–, hasta joyitas como The Future of Food que devela los peligros –de salud, de medio ambiente y hasta de independencia de los Estados nacionales– detrás de los alimentos genéticamente modificados. Otras como Dying in abundance, que muestran la desalmada especulación financiera que se hace alrededor de los granos en los mercados bursátiles. También intentos de concientización más artie como la alemana Our Daily Bread que, sin más recursos que una cámara quieta y un micrófono, reproduce las imágenes y los sonidos de este cruel sistema moderno: sólo la imagen y el sonido de pollos recién salidos del cascarón que de a cientos son arrojados como piedras al galpón en el que seguirán creciendo o a la basura porque no nacieron con las condiciones exigidas, es escalofriante. Sólidas investigaciones periodísticas como la francesa El mundo según Monsanto (que recorre la historia de la ominosa compañía que es dueña de la mayoría de las semillas del mundo y consigue acallar a quienes osan iniciarles demandas por problemas económicos, ambientales o de salud), y la inglesa The end of the line: documental sobre la pronta extinción de la fauna marina que advierte sobre aguas sin peces libres en las próximas décadas. También Got the Facts on Milk?: un viaje por las entrañas de la industria láctea y sus siniestros métodos –como vacas con ubres veinte veces más grandes a fuerza de inyecciones de hormonas– para aumentar la producción. Las crónicas y denuncias periodísticas, por su parte, también se suceden descubriendo para el lector interesado un sinnúmero de aberraciones cotidianas. Hay periodistas especializados en comida que dejaron de hablar de tendencias gastronómicas y se volvieron activistas presentando interesantes campañas, como Hugh Fearnley-Whittingstall de The Guardian, que promovió un petitorio para frenar el descarte de 70 millones de peces que son devueltos muertos por año al mar y que en estos días está trayendo curiosos debates en la Unión Europea (¿está bien regalarles a los pobres el pescado que “sobra”? Si se paga a los pescadores por esas especies cuya pesca innecesaria pone en peligro el ecosistema, ¿no se comenzará a alentar la pesca de animales exóticos o en extinción?). En esa línea de denuncia se mueve también Michael Pollan, escritor del New York Times (con libros como El dilema omnívoro y Food Rules: An Eater’s Manual), que ha utilizado las páginas de ese diario para escribirle directamente a Obama instándolo a modificar un sistema agrícola que sólo beneficia a las grandes corporaciones. “Hay que promover un consumo ético”, dice Pollan, quien no es vegetariano como Safran Foer, e impulsa fervorosamente la ingesta de carne siempre y cuando no provenga de granjas industriales. Con toda la información que circula, surgen y se nutren movimientos que no son nuevos pero sí cada vez más masivos: carnívoros selectivos y consumidores de carne ética como Pollan (personas que comen sólo sabiendo cómo fue criado y muerto el animal en cuestión), vegetarianos que no comen transgénicos, veganos (que no comen nada de origen animal) y freegans (“veganos libres” o anticonsumistas, que sacan su comida únicamente de las bolsas de basura de los ricos). Pareciera que una vez que se aborda cualquier asunto alrededor de la comida no hay espacio para la indiferencia. Pero lo más interesante del suceso no es la cantidad de voces que se levantan, sino cómo entre todas logran devolverle visibilidad a un tema tapado a medida que el mundo adoptaba este sistema agroindustrial. Productores en bancarrota por asumir los costos de la bioctecnología y pueblos enteros intoxicados con agroquímicos. Personas que consideran inmoral que el 50 por ciento de los granos que se cultivan sean utilizados para alimentar a animales (que a su vez sólo alimentan a una pequeña porción de la humanidad) y que 100 millones de toneladas anuales de granos sean usadas para crear biocombustibles (un hecho condenado por Jean Ziegler, de la ONU, como crimen de lesa humanidad). Científicos que alertan sobre el consumo de transgénicos, consumidores enfermos o parientes de víctimas directas de la comida y ambientalistas con una denuncia cada vez más atendible: el sufrimiento al que son expuestos miles de millones de animales criados bajo las condiciones más sádicas con el fin de optimizar el tiempo y maximizar las ganancias de las compañías. LA COMIDA QUE MATA Soja, maíz, sorgo. Los cereales han aumentado su producción en cantidades aún mayores que los animales. Son tantas las hectáreas que tienen sólo diez empresas semilleras y agroquímicas, que si sumaran sus tierras dispersas y decidieran constituirse como país, serían el más grande y poderoso. Si bien la propuesta con la que han ido avanzando a lo largo del mundo desde su aparición tuvo que ver con paliar el hambre generando cultivos invencibles ante las plagas, lo cierto es que desde la Revolución Verde en los años ’60 hasta hoy se duplicó la producción mundial y el hambre continuó su avance. Los transgénicos no sólo no tienen genes que los vuelvan más ricos en algún nutriente (como se dijo algún día que ocurriría) sino que cada día están más sospechados y relacionados con alergias, enfermedades del sistema inmunológico, nervioso y endocrino y otras patologías. Los alimentos procesados están llenos de rellenadores económicos sucedáneos de la soja como la lecitina o endulzantes como el jarabe de alta, fructosa proveniente del maíz; conocidos como “anti nutrientes”, son responsables entre otras cosas de los altos índices de obesidad y diabetes que hay en las ciudades desarrolladas. Estos cultivos que ocupan todo también afectan la biodiversidad. De las mil variedades de papas que había en el mundo, actualmente se cultivan intensamente cuatro. De los siete mil tipos de manzanas que nutrían la imaginación del siglo XIX, quedan las cuatro o cinco que se suelen ver. El 97 por ciento de la variedad de vegetales que había al comienzo del siglo XX se extinguió. Los campesinos o pequeños productores independientes desaparecieron o se volvieron empleados de esas grandes compañías. En India, más de 200 mil deudores desesperados (¡200 mil!) que ya no tenían cómo afrontar las deudas a las que se vieron expuestos desde que las multinacionales empezaron a cobrarles por sus semillas, se suicidaron. En la expansión verde, las vacas se trasladaron del campo a los feedlots, los cerdos de sus chiqueros a galpones de engorde intensivo y los pollos a cámaras oscuras de crecimiento acelerado. La vida de los criadores y la calidad de todos estos alimentos se han empobrecido cuantificablemente: la carne de hoy es más rica en grasas saturadas y remedios. El cambio en sus dietas y los espacios cerrados en donde se hace vivir a los animales cubiertos por sus propios excrementos volvió el terreno propicio para la aparición de virus y bacterias nuevas, o viejas pero mutadas. Es tal la cantidad de antibióticos que se les aplica para que aguanten y sobrevivan y que luego consumimos nosotros en forma de carne que las enfermedades en humanos se han vuelto cada vez más resistentes. Escherichia coli, salmonella, gripe aviar y gripe porcina son riesgos que se relacionan directamente con las granjas industriales. Y la obesidad avanza, y el cáncer avanza y los problemas cardíacos y la infertilidad y una larga lista de etcéteras. Si bien la mayor responsabilidad de este desbarajuste recae en países como Estados Unidos y China, no hay sociedad que esté exenta de sufrir las consecuencias. ¿Existe el modo de salir de esto o la fecha de vencimiento de la humanidad está escrita en letra invisible sobre cada tiquet de supermercado? Uno de los fenómenos más llamativos en la proliferación de estos documentales y libros es que, pese a todo, subyace la esperanza. Porque hay quienes ven en el colapso las semillas del cambio: un modo de leer el presente compartido también por los que en estos meses copan las plazas del mundo protestando contra este sistema tan injusto. Se trata de barajar y dar de nuevo para recuperar las pequeñas producciones locales, redistribuir el consumo globalmente, resignar un poco de confort o del gusto entre los que vivimos en sociedades desarrolladas (disminuir el consumo de carnes, por ejemplo, sería un primer paso) y alentar los nuevos movimientos que surgen en beneficio de las personas y los ecosistemas. Así como estamos hoy, en el tiempo que toma leer esta nota, siete mil personas más están entre nosotros. Si no nacieron en un país en guerra, si llegan a sortear el hambre y la pobreza, si pueden crecer hasta elegir y cuentan con una sola herramienta para seguir adelante, ésa debería ser la información para saber qué es lo que están comiendo, cuál es su origen y el proceso que atravesó antes de llegar a su plato, para no ser uno más de los tantos que sin saber juegan en cada comida a la ruleta rusa. La verdad desplumada Atrás quedó el sabroso y disputado paladeo de la colita de pollo crocante. El pollo es uno de los animales que más se afearon en esta loca carrera por producir carne barata en el menor tiempo. La diferencia entre estos pollos y los que cacareaban hace unos años se evidencia desde que son huevo: con una pequeña yema de un amarillo vílico y una clara acuosa, nada buena para hacer tortas, el huevo de granja industrial es famoso en las cocinas por su mala calidad. Pero hablábamos del pollo y de esos huesos que se parten con tanta facilidad que hacen del trozado un juego de niños, su insípida carne blanda al paladar tiene una textura espumosa y se combina a la perfección con ese dejo de sabor a lavandina que persiste al limón y la sal. Entre mitos y verdades, Food Inc, The Future of Food, Fresh y Our Daily Bread dedican un rato largo a explicar la transformación de esta industria hasta la realidad de los pollos de hoy. Pero es sin dudas después de leer Comer animales cuando se comprenden las causas y efectos de un animal cuyo consumo no para de crecer, aunque cada vez son más los médicos que recomiendan que es mejor ni probarlo. Los pollos de granja industrial son criados bajo un sistema tan cruel como peligroso para la salud humana (cada vez es más evidente que la tan temida gripe aviar surgió en estos lugares, así como recurrentes brotes de salmonella y Escherichia coli): encerrados en galpones cerrados y oscuros, los pollos permanecen quietos la mayor parte del tiempo, evitando el desgaste calórico. Los galpones más grandes pueden tener 80 mil, 90 mil, 100 mil animales que no conocerán en su vida más que un terreno tamaño baldosa rodeado de gritos en un aire irrespirable. Para que no se coman entre sí (el canibalismo está a la orden del día en estos campos de concentración modernos) se les cortan los picos. En su dieta hay maíz, soja, harina de pescado, cenizas de huesos y aceites. Con esta fórmula de crecimiento su tiempo de engorde pasó de ser de 70 días a 45 o 40. Contrario a lo que dice el mito, este superdesarrollo es producto no de hormonas sino del rediseño biológico al que se llegó cruzando razas y especies hasta dar con este animal deforme que comemos: un animal de enorme pechuga cuyos huesos y órganos no llegan a madurar tan rápido por lo cual no pueden dar ni dos pasos seguidos sin desplomarse sobre sí mismos. Aparte del crecimiento, otro misterio develado de los pollos en estas investigaciones es el tremendo olor a lavandina que largan: como viven contaminados por sus propias deposiciones, hay que desinfectarlos con altas dosis de cloro antes de salir a venderlos. Orbis et Ubre “Es triste, pero lo cierto es que todos tenemos que comer un poco de mierda cada tanto”, le dice un amigo a otro en la película Fast Food Nation. La conversación gira alrededor de las hamburguesas y su producción y sintetiza el principal problema de la cría de ganado en corrales de engorde. En los feedlots las vacas hacinadas comen entre la mierda, viven cubiertas de mierda y así llegan al matadero donde la mierda, imparable, se cuela entre su carne molida. Pero la mierda no viene sola: ese modo de vida y la dieta rica en granos suministrada a animales que deberían comer pasto y no pueden metabolizar completamente su nuevo alimento, generó el surgimiento y propagación de una cepa súper mortal de bacteria Escherichia coli mutada. Si bien se comprobó que cambiando este sistema el riesgo de que la carne llegue contaminada se reduciría en un 80 por ciento, eso implicaría también que las empresas se resignen a una producción más acotada y que el consumidor no tenga carne en las cantidades que reclama el gusto actual. Con la leche ocurre algo parecido. Para satisfacer la demanda maximizando los ingresos se está recurriendo a métodos al menos de dudosa salubridad. Aparte del ordeñe intensivo que generan infecciones en las ubres que demandan cada vez más antibióticos, en aquellos países donde está permitido se les suministra a las vacas hormona de crecimiento bovino: un descubrimiento by Monsanto que aumenta la producción de leche en un 20 por ciento. La aprobación de esta hormona es también una de detectives en Got the Facts on Milk y El mundo según Monsanto: coimas a funcionarios de distintos países, despidos masivos de veterinarios que se pronunciaban en contra y, finalmente, los papers secretos de la compañía que salen a la luz y hablan de crecimientos repentinos de los ovarios de las vacas, problemas reproductivos y un aumento del factor de crecimiento insulínico relacionado directamente con el cáncer de mama, próstata y colon. Además de una severa mastitis que las hace segregar pus en cantidades cuantificables en un vaso de leche. Por último, en el documental Meat the Truth se analiza claramente cómo la superproducción de ganado presenta otro conflicto: su aporte al cambio climático (un detalle sospechosamente pasado por alto por Al Gore en Una verdad incómoda). Resulta que la bosta de vaca suelta gas metano en tan grandes cantidades que ya es el responsable del 18 por ciento del efecto invernadero, al que hay que sumar un 20 por ciento más que se genera como efecto colateral por la gran cantidad de bosques y selvas vírgenes que se talan para plantar granos con los que se les dará de comer a las vacas. Un círculo vicioso que huele cada vez peor. El ingrediente fantasma “El primer problema de los cultivos transgénicos concierne al poder y al control”, afirma Raj Patel en su célebre libro Obesos y Famélicos (editorial El Lince), y luego explica por qué si todo este asunto fuera una novela, los villanos estarían alojados en las oficinas centrales de empresas químicas como Monsanto –dueña del 80 por ciento de la biotecnología que se aplica en el mundo–. La historia de esta compañía con los alimentos comenzó en los ’60, cuando terminada la carrera bélica que tantos ceros había sumado a sus cuentas, se lanzaron a la fabricación de potentes fertilizantes que terminaran con las plagas del mundo. Esas ventas fueron muy exitosas pero incomparables al negoción que el futuro próximo les ofrecería cuando sus científicos anunciaran la llegada de las primeras semillas modificadas genéticamente para resistir el fertilizante en cuestión. Aprobado por la FDA con una celeridad nunca antes vista, los cereales pasaron a tener un gen (de una bacteria, de un hongo, de otra planta) que desde entonces los hace soportar los químicos o actuar directamente como fertilizante. Esa tecnología aplicada a las semillas se patentó, volviendo los cultivos desde su primera instancia productos con copyright, y cambiando un sistema agrícola milenario: “Si hace unos años el 75 por ciento de los 1500 millones de granjeros del mundo dependían del acopio y replante de semillas para hacer funcionar su negocio, hoy el acopio está prohibido y esas personas tienen que comprarles sus semillas a las empresas año tras año”, explica en The Future of Food. Así se logró lo que se ve muy bien reflejado en el documental Dying in abundance: en manos de emporios los cereales se volvieron comodities para jugar en la Bolsa, alcanzando precios absurdos teniendo en cuenta su superproducción y volviéndolos imposibles para el bolsillo de quien realmente los necesita para subsistir. Viendo esas películas y la imperdible El Mundo según Monsanto, se derriba una de las primeras mentiras con las que este sistema avanzó: frenar el hambre. La otra (la biotecnología permitiría el uso de plaguicidas prácticamente inocuos) se choca de frente con quienes viven en contacto con el glifosato y muestran altísimos índices de enfermedades respiratorias crónicas, distintos tipos de cáncer, eruptivas, abortos y nacimientos con malformaciones. Por último, está el peligro que se esconde en el consumo de transgénicos (tanto si se comen los granos como por medio de la carne de los animales alimentados con ellos, los huevos, los lácteos y todos los alimentos procesados: aproximadamente el 75 por ciento de los que existen contienen entre sus ingredientes derivados de granos transgénicos). El francés Giles Eric Seralini es una eminencia en la materia y aparece citado en cuanto libro haya sobre el asunto o dando su testimonio en casi todas las películas, al igual que el microbiólogo mexicano de la Universidad de California en Berkeley Ignacio Chapela. Ambos repiten cada vez que pueden que los transgénicos no tuvieron el tiempo de estudio que se hubiera necesitado para aprobar su consumo, pero que las consecuencias se ven a diario en los hospitales del mundo. Graves alergias, intolerancias gástricas crónicas, enfermedades nerviosas, problemas hormonales, infertilidad, entre otras patologías (sumadas a los conflictos sociopolíticos que traen aparejados) hicieron que la Unión Europea prohibiera los transgénicos en sus países y mantenga hasta hoy una rigurosa ley de etiquetado para su consumo o importación. El resto de los países, en cambio, sigue a Estados Unidos en su política de no información y expansión de este tipo de cultivos. Para peor, la transgénesis no se practica únicamente sobre cereales. También se hacen pruebas en frutas, verduras y animales. El último adelanto de la ciencia en esta materia nos habla de un salmón al que se le incorporó el gen de un pez de aguas heladas que le provoca un apetito incesante y lo hace crecer un 25 por ciento más que el salmón salvaje. Pobre Porky Los chanchos que se muestran en documentales como Earthlings, Food o Fresh se parecen poco a los chanchos de las granjas que todavía resisten en la imaginación: no tienen la cola enrulada, a veces tampoco orejas y muchas otras ni siquiera dientes. Con ojos desorbitados, chillan como locos mientras muerden con las encías los barrotes o paredes de sus galpones. La cuestión, explican, es que el encierro y amuchamiento los lleva al estrés y el estrés a la agresividad y al canibalismo. Así, para evitar que se mastiquen unos a otros, aparte de agregar tranquilizantes en la dieta, sus criadores han decidido cortar el problema (colas, orejas, dientes) de raíz. Al igual que los pollos, estos animales fueron diseñados para que cumplieran con el estándar de mercado y crecieran más rápido y con más carne. Por eso, entre un 10 y un 40 por ciento de los cerdos terminan inválidos antes de llegar al matadero. Pero el principal problema que representan para la salud es la contaminación (sin tratamiento adecuado, la mugre que sale de esas granjas pudre agua, tierra y aire por kilómetros a la redonda propagando Pfeisteria: un microorganismo más tóxico que el cianuro cuyo grado epidémico se ubica entre el sida y el ébola). Por otro lado, la propensión a las enfermedades de los cerdos es tan peligrosa como contagiosa: son las mutaciones de sus bacterias y virus las que, luego de la aparición de la famosa gripe A(H1N1), mantienen un alerta roja planetario sobre estas granjas. Una guía Earthlings y Food Inc. están en Cuevana.tv The Future of Food, Our Daily Bread, Meat the Truth y El mundo según Monsanto se pueden ver (en inglés) en documentarywire.com Fast Food Nation y The End of the Line se consiguen en DVD. Dying in Abundance (Morir en la abundancia) se proyectó en el Festival Internacional de Cine Ambiental de Argentina el año pasado. Fresh y Got the Facts on Milk? circulan por Internet, pero todavía no llegaron a la Argentina. Comer animalesJonathan Safran Foer Seix Barral 384 páginas Obesos y famélicosRaj Patel Marea Editorial y El Lince 366 páginas El dilema omnívoro Michael Pollan Gourmandia 554 páginas |
sábado, 31 de marzo de 2012
IntraMed - Arte y Cultura - El almuerzo desnudo
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