Tres mil niñas, cero coma
Resulta difícil creer que tres mil personas resulten demasiado pocas. Resulta aún más difícil imaginar con precisión un conjunto de tres mil niñas, cada una con su padre y con su madre, con su estatura y su color de pelo, con su ropa, con su cuerpo, con su historia. Inténtenlo, retengan esa imagen en su memoria, e intenten convencerse después de que forman un grupo sin importancia, una cifra desdeñable, un contratiempo y no un verdadero problema. Si lo consiguen, no sigan leyendo. De lo contrario, habrán empezado a acercarse al mundo del síndrome de Rett.
Todas las enfermedades son crueles, todas injustas, dolorosas, pero algunas son especialmente atroces. Hace muchos años conocí de cerca una de ellas. Luis había nacido sano como una manzana. Era un niño muy guapo, muy rubio, con los ojos azules, enormes, un bebé perfecto. Hasta que cumplió tres meses. A los tres meses, sus neuronas dejaron de conectarse. Por fuera, todo siguió igual. Por dentro, todo se detuvo para siempre. Luis siguió creciendo hasta convertirse en un adulto sin haber llegado a aprender a masticar. Su enfermedad, el síndrome de West, es una enfermedad rara, de esas que afectan a un bebé, predominantemente varón, entre miles, un contratiempo cuya investigación no resulta rentable para los laboratorios farmacéuticos. Luis era una persona, con un padre y una madre y un hermano que le adoraban, con su estatura y su color de pelo, con su ropa, con su cuerpo, con su historia, pero estadísticamente no llegaba al número uno. Era un cero coma, uno entre cada 5.000 nacidos vivos, una extravagancia estadística.
Él síndrome de Rett es el doble de raro. Afecta a una de cada 10.000 niñas nacidas vivas. No suele cebarse en los varones porque está relacionada con una disfunción del cromosoma X, pero es tan atroz, tan cruel, como el varonil síndrome de West. Sus víctimas nacen sanas, más grandes o más menudas, más o menos guapas, pero perfectas, con todos sus órganos y todos en orden. Después, en algún momento entre los cinco y los cuarenta y ocho meses, su sistema neurológico sufre una alteración, una deficiencia que impide que esos órganos cumplan con sus funciones. Su cerebro deja de emitir las órdenes correctas. El resultado es semejante al de una orquesta sinfónica de músicos excelentes que espera en vano a que un director paralizado empiece a mover las manos. Por muy bien que cada uno de ellos sepa tocar su instrumento, esa orquesta nunca llega a producir música.
Las niñas afectadas por el síndrome de Rett, tres mil en España, cada una de ellas un cero en las estadísticas, a menudo han aprendido a andar, a hablar, a dar palmas, antes de que se manifieste su enfermedad. Muchas han empezado a ir a la guardería, a jugar con otros niños, a reconocer formas y colores. Y de repente, un día dejan de hacer lo que hacían. Dejan de responder a los estímulos, olvidan las palabras, las canciones, parecen repentinamente incapaces de fijar la vista, de hacer una pinza con los dedos para coger las cosas, de llevarse una cuchara a la boca, se niegan a correr, por fin a andar. Su cráneo deja de crecer. El mundo deja de llamar su atención. Se quedan quietas, mudas, solas en un abismo individual, impenetrable, donde se ha apagado una luz que antes estaba encendida. Y no sólo no aprenden nada más, sino que olvidan muy deprisa lo que habían aprendido antes.
Esta es la condena que padecen tres mil familias españolas. Pero el síndrome de Rett se diferencia de otras enfermedades raras en una rareza suplementaria y esperanzadora, porque en los últimos tiempos se han producido avances que permiten confiar en un futuro mejor. La ciencia aún no ha desentrañado por completo su naturaleza, pero los investigadores han logrado establecer pautas que, sin aspirar todavía al éxito total, sí parecen capaces de retrasar los síntomas y mejorar las condiciones de vida de las enfermas.
Uno de los centros que investigan el síndrome de Rett está en España. Es la Fundació Sant Joan de Déu de Barcelona. Y aunque el objeto de un artículo como éste nunca debería ser la publicidad, en este caso voy a atreverme a añadir que Uno de 50 ha hecho una pulsera solidaria con estas tres mil niñas, este cero coma que ve peligrar la mínima, inconcreta esperanza de un futuro mejor, porque los recortes y las privatizaciones en sanidad, guiados pública, hasta ostentosamente, por el criterio de los beneficios y las estadísticas, las considera demasiado pocas, poco importantes como para invertir en ellas.
Ese es el nombre contemporáneo de la barbarie.
www.almudenagrandes.com
Todas las enfermedades son crueles, todas injustas, dolorosas, pero algunas son especialmente atroces. Hace muchos años conocí de cerca una de ellas. Luis había nacido sano como una manzana. Era un niño muy guapo, muy rubio, con los ojos azules, enormes, un bebé perfecto. Hasta que cumplió tres meses. A los tres meses, sus neuronas dejaron de conectarse. Por fuera, todo siguió igual. Por dentro, todo se detuvo para siempre. Luis siguió creciendo hasta convertirse en un adulto sin haber llegado a aprender a masticar. Su enfermedad, el síndrome de West, es una enfermedad rara, de esas que afectan a un bebé, predominantemente varón, entre miles, un contratiempo cuya investigación no resulta rentable para los laboratorios farmacéuticos. Luis era una persona, con un padre y una madre y un hermano que le adoraban, con su estatura y su color de pelo, con su ropa, con su cuerpo, con su historia, pero estadísticamente no llegaba al número uno. Era un cero coma, uno entre cada 5.000 nacidos vivos, una extravagancia estadística.
Él síndrome de Rett es el doble de raro. Afecta a una de cada 10.000 niñas nacidas vivas. No suele cebarse en los varones porque está relacionada con una disfunción del cromosoma X, pero es tan atroz, tan cruel, como el varonil síndrome de West. Sus víctimas nacen sanas, más grandes o más menudas, más o menos guapas, pero perfectas, con todos sus órganos y todos en orden. Después, en algún momento entre los cinco y los cuarenta y ocho meses, su sistema neurológico sufre una alteración, una deficiencia que impide que esos órganos cumplan con sus funciones. Su cerebro deja de emitir las órdenes correctas. El resultado es semejante al de una orquesta sinfónica de músicos excelentes que espera en vano a que un director paralizado empiece a mover las manos. Por muy bien que cada uno de ellos sepa tocar su instrumento, esa orquesta nunca llega a producir música.
Las niñas afectadas por el síndrome de Rett, tres mil en España, cada una de ellas un cero en las estadísticas, a menudo han aprendido a andar, a hablar, a dar palmas, antes de que se manifieste su enfermedad. Muchas han empezado a ir a la guardería, a jugar con otros niños, a reconocer formas y colores. Y de repente, un día dejan de hacer lo que hacían. Dejan de responder a los estímulos, olvidan las palabras, las canciones, parecen repentinamente incapaces de fijar la vista, de hacer una pinza con los dedos para coger las cosas, de llevarse una cuchara a la boca, se niegan a correr, por fin a andar. Su cráneo deja de crecer. El mundo deja de llamar su atención. Se quedan quietas, mudas, solas en un abismo individual, impenetrable, donde se ha apagado una luz que antes estaba encendida. Y no sólo no aprenden nada más, sino que olvidan muy deprisa lo que habían aprendido antes.
Esta es la condena que padecen tres mil familias españolas. Pero el síndrome de Rett se diferencia de otras enfermedades raras en una rareza suplementaria y esperanzadora, porque en los últimos tiempos se han producido avances que permiten confiar en un futuro mejor. La ciencia aún no ha desentrañado por completo su naturaleza, pero los investigadores han logrado establecer pautas que, sin aspirar todavía al éxito total, sí parecen capaces de retrasar los síntomas y mejorar las condiciones de vida de las enfermas.
Uno de los centros que investigan el síndrome de Rett está en España. Es la Fundació Sant Joan de Déu de Barcelona. Y aunque el objeto de un artículo como éste nunca debería ser la publicidad, en este caso voy a atreverme a añadir que Uno de 50 ha hecho una pulsera solidaria con estas tres mil niñas, este cero coma que ve peligrar la mínima, inconcreta esperanza de un futuro mejor, porque los recortes y las privatizaciones en sanidad, guiados pública, hasta ostentosamente, por el criterio de los beneficios y las estadísticas, las considera demasiado pocas, poco importantes como para invertir en ellas.
Ese es el nombre contemporáneo de la barbarie.
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