Historias de un médico forense | 04 JUL 20
Basura
Una desgarradora historia de injusticia social, muerte e indiferencia
Autor/a: Julio Cesar Guerini
Basura
Las venas se veían así nomás, a simple vista, sin piel que las cubriera. Parecían ríos vistos desde un avión. Eran las venas abiertas de Galeano. Esa piel, pasó a formar parte de la basura del lugar, junto a las bolsas de nylon derretidas o del aire que se respiraba.
Sólo tenía 4 años, nada más que 4 añitos de vida. No estaba jugando, no estaba festejando su cumpleaños, no estaba con sus amigos de la salita. No, no, nada de eso.
Estaba junto a sus padres, revolviendo basura, buscando “algo”. No sabía qué, ni para qué. Era la primera vez que la llevaban. Habían intentado al máximo evitarlo, pero ya no pudieron más. Tuvieron la misma sensación del que aguanta la respiración bajo el agua para no ahogarse, hasta que el cerebro pierde la razón del contexto y te obliga a dar una bocanada letal, irreversible. Eso sintieron sus padres aquel día. Ya no podían aguantar más, no daban más.
Víctimas de las decisiones de este Gobierno de mierda, como tantos otros. Víctimas del desempleo, de la exclusión, de la marginalidad, del hambre, de la mugre, de la miseria humana en su máxima expresión. Denigrados a punto tal de tener que llevar a su pequeña hija de 4 añitos a revolver la basura hedionda del resto de la sociedad para tratar de encontrar entre los desperdicios, lo que sería su cena.
Eran las cinco de la tarde y ayudados por unos palos de escoba con ganchos de alambre en un extremo, revolvían la basura, la desplazaban de un lado al otro, esperando encontrar esa “aguja en el pajar” por arte de magia. Ese pedacito de pan, con hongos, con olor a todo y duro como una piedra. Eso, como pudieran, los rescatarían y dividirían para comer entre los tres.
Los primeros minutos, tanto él como ella, la observaron y cuidaron. A la media hora, hipnotizados, alienados en la búsqueda, cayeron en la rutina de zombi. Con hambre no se puede pensar. Se distrajeron.
El fuego la rodeó, el fuego de la mugre ardiendo. El fuego que cada uno de nosotros alimenta de a poco, con el egoísmo de desviar la mirada hacia el costado y evitar ver la realidad. El fuego que vamos acrecentando cada vez que no nos comprometemos con cambiar esto. Le tiramos pequeños chorritos de nafta con nuestra mirada esquiva, con nuestro compromiso escaso y superficial que sólo intenta menguar la culpa cada vez que nos enteramos una noticia como ésta.
Sólo 4 añitos, y dejó su piel buscando “algo” que nunca supo, entre la mugre. El fuego dejó expuestas sus venas. Médicamente describí esas lesiones como quemaduras de segundo y tercer grado. Emocionalmente, fueron calcinaciones. Esas venas descubiertas se veían anatómicamente intactas, pero nosotros somos los que a diario las hacemos sangrar.
Con hambre, no se puede pensar. Pero con hambre, se siente, muy adentro se siente todo. Ella murió, quemada de hambre por dentro, y de fuego por fuera. Fuego de basura. Ella murió, ya no siente. Pero sus dos padres, sienten las llamas en su piel cada mañana, cuando se levantan y repiten el ritual de revolver la inmundicia para buscar sus manjares. Tienen la carne viva. Y así la van a tener el resto de su vida.
Las venas se veían así nomás, a simple vista, sin piel que las cubriera. Parecían ríos vistos desde un avión. Eran las venas abiertas de Galeano. Esa piel, pasó a formar parte de la basura del lugar, junto a las bolsas de nylon derretidas o del aire que se respiraba.
Sólo tenía 4 años, nada más que 4 añitos de vida. No estaba jugando, no estaba festejando su cumpleaños, no estaba con sus amigos de la salita. No, no, nada de eso.
Estaba junto a sus padres, revolviendo basura, buscando “algo”. No sabía qué, ni para qué. Era la primera vez que la llevaban. Habían intentado al máximo evitarlo, pero ya no pudieron más. Tuvieron la misma sensación del que aguanta la respiración bajo el agua para no ahogarse, hasta que el cerebro pierde la razón del contexto y te obliga a dar una bocanada letal, irreversible. Eso sintieron sus padres aquel día. Ya no podían aguantar más, no daban más.
Víctimas de las decisiones de este Gobierno de mierda, como tantos otros. Víctimas del desempleo, de la exclusión, de la marginalidad, del hambre, de la mugre, de la miseria humana en su máxima expresión. Denigrados a punto tal de tener que llevar a su pequeña hija de 4 añitos a revolver la basura hedionda del resto de la sociedad para tratar de encontrar entre los desperdicios, lo que sería su cena.
Eran las cinco de la tarde y ayudados por unos palos de escoba con ganchos de alambre en un extremo, revolvían la basura, la desplazaban de un lado al otro, esperando encontrar esa “aguja en el pajar” por arte de magia. Ese pedacito de pan, con hongos, con olor a todo y duro como una piedra. Eso, como pudieran, los rescatarían y dividirían para comer entre los tres.
Los primeros minutos, tanto él como ella, la observaron y cuidaron. A la media hora, hipnotizados, alienados en la búsqueda, cayeron en la rutina de zombi. Con hambre no se puede pensar. Se distrajeron.
El fuego la rodeó, el fuego de la mugre ardiendo. El fuego que cada uno de nosotros alimenta de a poco, con el egoísmo de desviar la mirada hacia el costado y evitar ver la realidad. El fuego que vamos acrecentando cada vez que no nos comprometemos con cambiar esto. Le tiramos pequeños chorritos de nafta con nuestra mirada esquiva, con nuestro compromiso escaso y superficial que sólo intenta menguar la culpa cada vez que nos enteramos una noticia como ésta.
Sólo 4 añitos, y dejó su piel buscando “algo” que nunca supo, entre la mugre. El fuego dejó expuestas sus venas. Médicamente describí esas lesiones como quemaduras de segundo y tercer grado. Emocionalmente, fueron calcinaciones. Esas venas descubiertas se veían anatómicamente intactas, pero nosotros somos los que a diario las hacemos sangrar.
Con hambre, no se puede pensar. Pero con hambre, se siente, muy adentro se siente todo. Ella murió, quemada de hambre por dentro, y de fuego por fuera. Fuego de basura. Ella murió, ya no siente. Pero sus dos padres, sienten las llamas en su piel cada mañana, cuando se levantan y repiten el ritual de revolver la inmundicia para buscar sus manjares. Tienen la carne viva. Y así la van a tener el resto de su vida.
El autor |
Médico del Gabinete Médico-Químico-Psicológico de la Policía Científica de la Dirección General de Policía Judicial. Poder Judicial del la Provincia de Córdoba. Ministerio Público Fiscal. Prof. Asist. de Semiología (Hospital Nacional de Clínicas - Córdoba) Prof. Asist. de Patología (IIda Cátedra de Patología - UNC) Docente de Postgrado en la Especialidad de Medicina Legal (UNC) Fanático de la pesca |
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