La pedagogía de la humillación | 03 FEB 20
Pase de sala
Aprendemos medicina como podemos. Muchas veces rodeados de ideas falsas y agresivas acerca de cómo se transmite el conocimiento
Autor/a: Daniel Flichtentrei Fuente: IntraMed
Pase de sala
A Soledad todo le parece claro y distinto. Vive en un mundo sin zonas grises. No conoce la penumbra de la duda ni el suburbio de la incertidumbre. Se peina con el cabello tirante hacia atrás y una cola de caballo que anuda a ciegas con las dos manos sobre la espalda con una gomita azul. Lo hace con una destreza extraordinaria y a toda velocidad. Yo siempre me asombro de esa habilidad. Mira de frente con sus ojos verdes sin pintar y habla con frases cortas, contundentes. La boca se le frunce con cada palabra. Los labios se mueven como si soplara. Mantiene los hombros erguidos y los pechos apretados bajo la chaqueta y el camisolín. Se ubica en el centro de un semicírculo que forman los demás médicos alrededor de la cama del paciente. Las miradas convergen en ella como si fuera el centro de gravedad de un sistema planetario.
Escucha con expresión neutra lo que el residente relata acerca de los sucesos que motivaron la internación del paciente durante la madrugada. Ella lo interrumpe, casi siempre para señalar errores o conductas alternativas. No permite que nadie refute sus afirmaciones. El pobre chico la mira asustado. Sabe que no puede responderle, pero también que lo que ella comenta es imposible de hacer en el lugar donde se encuentran. A Soledad eso no le importa, recita lo que ha leído durante las últimas semanas en revistas que ella recibe y se ocupa de esconder para que nadie más pueda hacerlo. Solo cuando se siente satisfecha por haber citado la bibliografía en cada oportunidad que se le presenta, las deja sobre el estante de la biblioteca del servicio para que los otros puedan leerlas.
Nunca toca a un enfermo. No habla con ellos ni con sus familias. No intercambia opiniones, dicta sentencias. Yo la quiero, me produce cierta ternura de niña mala e indefensa, pero ella me odia. Hace años que no me habla, aunque yo sí lo hago. Me responde por intermedio de otra persona. Busca a alguien y le dice lo que en realidad me está diciendo a mí. Todos entienden la escena pese a lo ridículo de los hechos.
—Parece que en este lugar todos practican una medicina del siglo pasado —dice en tono acusatorio.
Se hace un silencio que ella deja correr para destacar lo que acaba de decir. Da un paso al frente y se apoya sobre el respaldo de la cama.
—El paciente tiene 53 años, ingresa a las dos de la mañana por un cuadro de infarto agudo de miocardio anterior con noventa minutos desde el inicio de los síntomas. ¿Es así?
El médico de guardia confirma con un movimiento de la cabeza.
—Todas las recomendaciones señalan la conveniencia de realizarle una angioplastia primaria. ¿Estamos de acuerdo?
Nadie responde, pero ella deja pasar unos segundos antes de continuar:
—Ustedes deciden realizarle una infusión de estreptoquinasa. El paciente tiene criterios de reperfusión en pocos minutos. ¿Es correcto?
Nadie habla.
—Recordame tu nombre, querido... —le pregunta al médico residente.
Todos sabemos que ella lo conoce perfectamente. Es un recurso escénico.
—Rodrigo, doctora.
Conozco el guión, ya he visto esta obra muchas veces.
—Rodrigo, dos horas más tarde el paciente presenta una hemorragia digestiva grave y entra en shock. ¿Es correcto?
El enfermo está bajo sedación farmacológica y asistencia respiratoria mecánica. Hay una bolsa de sangre y varios frascos de suero con medicamentos pasando a través de las tubuladuras. Es un hombre robusto, moderadamente obeso.
—Sí, doctora, es lo que acabo de relatar.
Soledad simula que piensa. Se toma el mentón con la mano y mira hacia el techo mientras tuerce la boca.
—Si yo no recuerdo mal, el sangrado es la complicación más grave del uso de trombolíticos. ¿Es así, Rodrigo?
El chico me mira. Yo he estado en su lugar hace muchos años. He sentido lo que él siente ahora.
—Sí, doctora, es así.
Soledad se acerca hasta casi tocarlo. Se para frente a él. Va a gritar. Sé que va a gritarle. Nadie parece dispuesto a decir nada. Rodrigo me mira sobre el hombro de Soledad y baja la cabeza. Lo tomo del brazo y lo obligo a retroceder. Yo ocupo su lugar. Ella se sorprende y da un paso atrás. Le hablo con calma.
—Es muy interesante tu observación, Soledad. Claro que la angioplastia es preferible, pero solo cuando se dispone de ese recurso. Claro que la trombólisis lleva implícito el riesgo de sangrado, pero este paciente no tenía ninguno de los criterios de riesgo para ello. Es una toma de decisiones, y se tomó la decisión correcta. Hacerlo o dejar de hacerlo implica riesgos. Se eligió la opción más razonable sustentada en las evidencias y recomendaciones disponibles, y en las posibilidades del escenario real.
Busca a Rodrigo y habla mirándolo a él como si yo no existiera.
—Si todo fue tan perfecto, ¿por qué ahora el paciente está atravesando esta complicación?
Una de las médicas me aprieta el hombro como un llamado a la calma.
—Soledad, porque los únicos actos médicos que no corren el riesgo de complicarse son los que no se hacen. Rodrigo y sus compañeros estuvieron acá mientras vos dormías en tu casa. Actuaron de la mejor manera posible y enfrentaron la complicación con la misma determinación. Es estúpido reclamar la aplicación de recursos con los que no se cuenta.
Soledad se pone colorada. Algo comienza a hervir en su interior. Gira sobre sí misma, por primera vez me mira de frente.
—Estoy tratando de enseñarles a los chicos lo que deben saber. ¡No te metas!
—Soledad, vos no estás enseñando nada que valga la pena. Estás aplicando tu pedagogía de la humillación para marcar tu territorio y el de ellos. Eso es todo. ¡No jodas!
El grupo comienza a moverse. Están inquietos. Se desplazan sin disgregarse. Nadie quiere perderse lo que decimos, pero ninguno se anima a mirar a Soledad a la cara. Rodrigo se mueve despacio hasta quedar oculto detrás de las otras personas. Somos seis o siete: residentes, médicos de guardia o de planta y la jefa de enfermeras. Soledad está alterada. Se frota las manos. Me habla casi a los gritos.
—Vos también venís a la mañana recién afeitado, bañado y con la corbata haciendo juego con la camisa. Nosotros dos ya pasamos por eso, ahora les toca a ellos.
Tiene razón. Pero está equivocada.
—Claro, vos y yo pasamos juntos por esa etapa; pero parece que vos ya te olvidaste.
Llegan dos enfermeras que no quieren perderse el espectáculo.
—Hasta donde yo recuerdo vos muchas veces estabas en la habitación del quinto piso con alguna de tus amiguitas; ¿o me equivoco?
—No, no te equivocás, pero no recordás todo. Cuando ingresaba algún paciente grave vos venías a golpearme la puerta y me pedías por favor que bajara. Y yo siempre lo hacía. Me agarra con fuerza del brazo y me obliga a acompañarla hasta el office de enfermería.
—Te pido que no me desautorices delante de los residentes. No lo voy a tolerar.
Los demás nos miran a través del vidrio.
—Sole, yo no te desautorizo. Vos no tenés autoridad para humillar a la gente y, en este caso, ni siquiera tenés razón.
Se sienta en una silla de madera rota. Echa agua de la pava en el mate y da un par de sorbos a la bombilla. Está furiosa y bellísima.
—¿Te acordás cuando te decía que tenías que usar el cabello suelto?
Se pone de pie y camina hacia la puerta. Se detiene y se da vuelta antes de salir para responderme.
—¡No seas idiota!
—Nunca me hiciste caso, es una pena.
Antes de volver al trabajo cierro los ojos. Veo la piecita del quinto piso, oscura y fría a mitad de la madrugada. La veo a Soledad golpeando la puerta desesperada. Me veo a mí abriendo en calzoncillos.
–Por favor vení entró un paciente descompensado. No me dejes sola-. Bajamos las escaleras a tientas. Antes de entrar a la sala me mira. –Gracias-, me dice llorando. –No puedo hacerlo, te juro que no puedo-. -No te preocupes, nadie puede. Pero lo hacemos igual.
Sale. Escucho sus pasos enérgicos por el pasillo y el portazo que hace temblar los vidrios. Me sirvo un mate. Chupo con torpeza y me quemo la lengua. Nunca me gusto el mate. La jefa de enfermeras entra y me palmea en las nalgas. Rodrigo se acerca, mete la mano en el bolsillo y me ofrece la mitad de una Rhodesia envuelta en una servilleta de papel. La madre de un pibe que está en coma desde hace una semana mira hacia un lado y a otro para asegurarse de que nadie la ve. Levanta la almohada y deja una imagen de San Expedito debajo de la cabeza de su hijo. Suena la sirena de una ambulancia.
A Soledad todo le parece claro y distinto. Vive en un mundo sin zonas grises. No conoce la penumbra de la duda ni el suburbio de la incertidumbre. Se peina con el cabello tirante hacia atrás y una cola de caballo que anuda a ciegas con las dos manos sobre la espalda con una gomita azul. Lo hace con una destreza extraordinaria y a toda velocidad. Yo siempre me asombro de esa habilidad. Mira de frente con sus ojos verdes sin pintar y habla con frases cortas, contundentes. La boca se le frunce con cada palabra. Los labios se mueven como si soplara. Mantiene los hombros erguidos y los pechos apretados bajo la chaqueta y el camisolín. Se ubica en el centro de un semicírculo que forman los demás médicos alrededor de la cama del paciente. Las miradas convergen en ella como si fuera el centro de gravedad de un sistema planetario.
Escucha con expresión neutra lo que el residente relata acerca de los sucesos que motivaron la internación del paciente durante la madrugada. Ella lo interrumpe, casi siempre para señalar errores o conductas alternativas. No permite que nadie refute sus afirmaciones. El pobre chico la mira asustado. Sabe que no puede responderle, pero también que lo que ella comenta es imposible de hacer en el lugar donde se encuentran. A Soledad eso no le importa, recita lo que ha leído durante las últimas semanas en revistas que ella recibe y se ocupa de esconder para que nadie más pueda hacerlo. Solo cuando se siente satisfecha por haber citado la bibliografía en cada oportunidad que se le presenta, las deja sobre el estante de la biblioteca del servicio para que los otros puedan leerlas.
Nunca toca a un enfermo. No habla con ellos ni con sus familias. No intercambia opiniones, dicta sentencias. Yo la quiero, me produce cierta ternura de niña mala e indefensa, pero ella me odia. Hace años que no me habla, aunque yo sí lo hago. Me responde por intermedio de otra persona. Busca a alguien y le dice lo que en realidad me está diciendo a mí. Todos entienden la escena pese a lo ridículo de los hechos.
—Parece que en este lugar todos practican una medicina del siglo pasado —dice en tono acusatorio.
Se hace un silencio que ella deja correr para destacar lo que acaba de decir. Da un paso al frente y se apoya sobre el respaldo de la cama.
—El paciente tiene 53 años, ingresa a las dos de la mañana por un cuadro de infarto agudo de miocardio anterior con noventa minutos desde el inicio de los síntomas. ¿Es así?
El médico de guardia confirma con un movimiento de la cabeza.
—Todas las recomendaciones señalan la conveniencia de realizarle una angioplastia primaria. ¿Estamos de acuerdo?
Nadie responde, pero ella deja pasar unos segundos antes de continuar:
—Ustedes deciden realizarle una infusión de estreptoquinasa. El paciente tiene criterios de reperfusión en pocos minutos. ¿Es correcto?
Nadie habla.
—Recordame tu nombre, querido... —le pregunta al médico residente.
Todos sabemos que ella lo conoce perfectamente. Es un recurso escénico.
—Rodrigo, doctora.
Conozco el guión, ya he visto esta obra muchas veces.
—Rodrigo, dos horas más tarde el paciente presenta una hemorragia digestiva grave y entra en shock. ¿Es correcto?
El enfermo está bajo sedación farmacológica y asistencia respiratoria mecánica. Hay una bolsa de sangre y varios frascos de suero con medicamentos pasando a través de las tubuladuras. Es un hombre robusto, moderadamente obeso.
—Sí, doctora, es lo que acabo de relatar.
Soledad simula que piensa. Se toma el mentón con la mano y mira hacia el techo mientras tuerce la boca.
—Si yo no recuerdo mal, el sangrado es la complicación más grave del uso de trombolíticos. ¿Es así, Rodrigo?
El chico me mira. Yo he estado en su lugar hace muchos años. He sentido lo que él siente ahora.
—Sí, doctora, es así.
Soledad se acerca hasta casi tocarlo. Se para frente a él. Va a gritar. Sé que va a gritarle. Nadie parece dispuesto a decir nada. Rodrigo me mira sobre el hombro de Soledad y baja la cabeza. Lo tomo del brazo y lo obligo a retroceder. Yo ocupo su lugar. Ella se sorprende y da un paso atrás. Le hablo con calma.
—Es muy interesante tu observación, Soledad. Claro que la angioplastia es preferible, pero solo cuando se dispone de ese recurso. Claro que la trombólisis lleva implícito el riesgo de sangrado, pero este paciente no tenía ninguno de los criterios de riesgo para ello. Es una toma de decisiones, y se tomó la decisión correcta. Hacerlo o dejar de hacerlo implica riesgos. Se eligió la opción más razonable sustentada en las evidencias y recomendaciones disponibles, y en las posibilidades del escenario real.
Busca a Rodrigo y habla mirándolo a él como si yo no existiera.
—Si todo fue tan perfecto, ¿por qué ahora el paciente está atravesando esta complicación?
Una de las médicas me aprieta el hombro como un llamado a la calma.
—Soledad, porque los únicos actos médicos que no corren el riesgo de complicarse son los que no se hacen. Rodrigo y sus compañeros estuvieron acá mientras vos dormías en tu casa. Actuaron de la mejor manera posible y enfrentaron la complicación con la misma determinación. Es estúpido reclamar la aplicación de recursos con los que no se cuenta.
Soledad se pone colorada. Algo comienza a hervir en su interior. Gira sobre sí misma, por primera vez me mira de frente.
—Estoy tratando de enseñarles a los chicos lo que deben saber. ¡No te metas!
—Soledad, vos no estás enseñando nada que valga la pena. Estás aplicando tu pedagogía de la humillación para marcar tu territorio y el de ellos. Eso es todo. ¡No jodas!
El grupo comienza a moverse. Están inquietos. Se desplazan sin disgregarse. Nadie quiere perderse lo que decimos, pero ninguno se anima a mirar a Soledad a la cara. Rodrigo se mueve despacio hasta quedar oculto detrás de las otras personas. Somos seis o siete: residentes, médicos de guardia o de planta y la jefa de enfermeras. Soledad está alterada. Se frota las manos. Me habla casi a los gritos.
—Vos también venís a la mañana recién afeitado, bañado y con la corbata haciendo juego con la camisa. Nosotros dos ya pasamos por eso, ahora les toca a ellos.
Tiene razón. Pero está equivocada.
—Claro, vos y yo pasamos juntos por esa etapa; pero parece que vos ya te olvidaste.
Llegan dos enfermeras que no quieren perderse el espectáculo.
—Hasta donde yo recuerdo vos muchas veces estabas en la habitación del quinto piso con alguna de tus amiguitas; ¿o me equivoco?
—No, no te equivocás, pero no recordás todo. Cuando ingresaba algún paciente grave vos venías a golpearme la puerta y me pedías por favor que bajara. Y yo siempre lo hacía. Me agarra con fuerza del brazo y me obliga a acompañarla hasta el office de enfermería.
—Te pido que no me desautorices delante de los residentes. No lo voy a tolerar.
Los demás nos miran a través del vidrio.
—Sole, yo no te desautorizo. Vos no tenés autoridad para humillar a la gente y, en este caso, ni siquiera tenés razón.
Se sienta en una silla de madera rota. Echa agua de la pava en el mate y da un par de sorbos a la bombilla. Está furiosa y bellísima.
—¿Te acordás cuando te decía que tenías que usar el cabello suelto?
Se pone de pie y camina hacia la puerta. Se detiene y se da vuelta antes de salir para responderme.
—¡No seas idiota!
—Nunca me hiciste caso, es una pena.
Antes de volver al trabajo cierro los ojos. Veo la piecita del quinto piso, oscura y fría a mitad de la madrugada. La veo a Soledad golpeando la puerta desesperada. Me veo a mí abriendo en calzoncillos.
–Por favor vení entró un paciente descompensado. No me dejes sola-. Bajamos las escaleras a tientas. Antes de entrar a la sala me mira. –Gracias-, me dice llorando. –No puedo hacerlo, te juro que no puedo-. -No te preocupes, nadie puede. Pero lo hacemos igual.
Sale. Escucho sus pasos enérgicos por el pasillo y el portazo que hace temblar los vidrios. Me sirvo un mate. Chupo con torpeza y me quemo la lengua. Nunca me gusto el mate. La jefa de enfermeras entra y me palmea en las nalgas. Rodrigo se acerca, mete la mano en el bolsillo y me ofrece la mitad de una Rhodesia envuelta en una servilleta de papel. La madre de un pibe que está en coma desde hace una semana mira hacia un lado y a otro para asegurarse de que nadie la ve. Levanta la almohada y deja una imagen de San Expedito debajo de la cabeza de su hijo. Suena la sirena de una ambulancia.
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