sábado, 7 de enero de 2012

Humanidades médicas - Juan C Hernández-Clemente - La perfección en medicina - JANO.es - ELSEVIER

La perfección en medicina.

Juan C. Hernández-Clemente
Profesor asociado de Bioética en la Universidad Autónoma de Madrid
28 Diciembre 2011
 
La culturización de nuestra naturaleza biológica


La imaginación es el principal motor creador de utopías, de mundos particulares (subjetivos) que se convierten en realizables (objetivos) siglos después. Sin la imaginación de aquéllos a los que a menudo se ha tachado de fantasiosos, no sería posible la objetividad actual, que reconocemos como real porque la podemos compartir lingüísticamente. En este artículo, el autor teoriza sobre la importancia de la imaginación en los diferentes ámbitos de la vida, entre los que se encuentra la salud.

Entre la utopía y la quimera. El poder de la imaginación

Andrei Tarkovski afirma en una de sus conferencias, incluida en los extras de su última película, Sacrificio: “Los directores de cine pueden dividirse en dos categorías: aquéllos que se esfuerzan por imitar el mundo donde viven y recrear el universo que les rodea, y los directores que crean sus propios universos. Aquéllos que crean los suyos propios, generalmente son poetas”.

Este aserto, que el cineasta ruso-soviético atribuye a todo director de cine, se puede extrapolar a cualquier ámbito de la vida y a cualquier profesión. Nos movemos entre la realidad que nos circunda, y que hemos denominado realidad objetiva, y nuestro propio mundo interior, que hemos denominado realidad subjetiva. Entre ellas, el nexo de unión suele ser la comunicación. El lenguaje nos permite distinguir nuestros propios sueños de la realidad, que también es percibida y conocida por nuestros contertulios.

Sin embargo, y a pesar de vivir con los pies en la tierra, no podemos dejar de fabular, o si se prefiere, de imaginar nuevos mundos, generalmente mundos mejores. Esta imaginación puede dar lugar a utopías, pero también a quimeras. Trataremos en primer lugar de diferenciar ambos conceptos.

El diccionario de la Real Academia Española define con la palabra utopía “un plan, proyecto, doctrina o sistema optimista que aparece como irrealizable en el momento de su formulación”. Tomás Moro dio este nombre a su sociedad ideal; años después, sería encarcelado en la Torre de Londres y decapitado por orden del mismo rey de quien fuera su canciller. Su realidad subjetiva, su utopía, fue aparentemente superada por la realidad objetiva de su muerte. Otros escritores, tanto del mundo del pensamiento como de la literatura, nos han aproximado a utopías imaginables pero irrealizables en su momento.

El sueño de Mary Shelley al imaginar a Frankenstein no pasaba de ser un relato romántico o una novela gótica para deleite de los lectores. También la genialidad de Julio Verne de viajar a la luna iniciaba el género de la ciencia ficción literaria. Sin embargo, y por curioso que parezca, estos sueños y otros igualmente increíbles en su tiempo, se van cumpliendo con el paso de las décadas y las centurias. El hombre va conquistando territorios insospechados, parcelas de la realidad prohibidas en otro tiempo y que formaban parte, únicamente, del mundo de los sueños. La imaginación se presenta como el principal motor creador de utopías, de mundos particulares (subjetivos) que se convierten en realizables (objetivos) siglos después. Hoy no es posible construir un modelo humano similar a Frankenstein, pero las posibilidades de la ciencia moderna y las tecnociencias aplicadas al ser humano nos encaminan hacia metas aún desconocidas. Se han realizado viajes a la luna y vivimos en sociedades más justas que hace siglos.

La quimera viene definida en su primera acepción como el monstruo imaginario que, según la fábula, vomitaba llamas y tenía cabeza de león, vientre de cabra y cola de dragón; en su segunda acepción significa aquello que se propone a la imaginación como posible o verdadero, no siéndolo.

He aquí la diferencia fundamental entre la utopía y la quimera, la primera está en función del tiempo y puede llegar a realizarse, la segunda permanece imposible de realizar aun en un futuro lejano.

En todos estos casos, el nexo de unión entre el mundo de la ficción o subjetivo y su realización futura u objetiva ha sido la imaginación. Una imaginación que volaba por encima de todas las posibilidades realistas en su momento y que, por tanto, formaba parte de la fantasía. Sin la imaginación de aquellos a los que, en no pocas ocasiones, se denominó fantasiosos e incluso ilusos, no sería posible la objetividad actual, una objetividad que reconocemos como real porque la podemos compartir lingüísticamente.

Sin embargo, la imaginación y las personas imaginativas o soñadoras siguen sin gozar de buena prensa; al niño o al joven soñador se les insta a que pongan los pies en la tierra, a que no hagan castillos en el aire, a que despierten. Y qué decir si un adulto en plena posesión de sus facultades mentales sigue imaginando mundos mejores a éste: en el mejor de los casos, se le llama optimista patológico. Al repasar las facultades de nuestro sistema nervioso central, las ciencias cognitivas, tan de moda en las últimas décadas, nos hablan de la percepción, aprendizaje, memoria, razonamiento, lenguaje, resolución de problemas, toma de decisiones, pensamiento creativo… La imaginación se resiste a ser tenida en cuenta como una parte racional de nuestras facultades cognitivas; quizá la imaginación quede incluida en los vocablos pensamiento creativo, aunque habría que incluir los de pensamiento utópico.

Imaginación y racionalismo. Culturizar la naturaleza humana

Tal importancia tiene la imaginación que incluso algunos de los filósofos más racionalistas de la historia nos han dejado escritos al respecto.

René Descartes, padre del racionalismo y de la filosofía moderna, escribía en su libro el Discurso del método: “Que si es posible hallar algún medio para hacer que los hombres sean más sabios de lo que hasta ahora aquí lo han sido, creo que hay que buscarlo en la medicina. Cierto es que la que hoy se usa contiene pocas cosas de tan notable utilidad; pero, sin que esto sea querer despreciarla, tengo la seguridad de que no hay nadie, ni aún los que la ejercen, que no confiese que cuanto sabe no es casi nada comparado con lo que queda por saber; y podríamos librarnos de una infinidad de enfermedades, tanto del cuerpo como del espíritu y hasta quizá de la debilidad que la vejez nos trae, si tuviésemos bastante conocimiento de sus causas y de todos los remedios de que la naturaleza nos ha provisto”1.

La racionalidad cartesiana se deslizaba por la ensoñación de un cuerpo sin enfermedades y de una medicina que incluso combatiese la debilidad de la vejez.

En Kant la imaginación se encuentra mediando entre la sensibilidad y el entendimiento, entre la síntesis de aprehensión en la intuición y la síntesis de reconocimiento en el concepto. Entre ellas se encuentra la síntesis de reproducción en la imaginación. La imaginación es una facultad capacitada para representar un objeto en su ausencia, digamos que actúa como reproductora de la aprehensión sensible, pero también tiene una capacidad productora capaz de construir nuevos objetos, nuevos mundos más allá de la mera reproducción de lo existente.

Ya en el siglo XX, Karl Popper afirmaba la existencia de tres mundos: “El mundo 1 al que pertenece el mundo material de los objetos físicos que dividimos en cuerpos animados e inanimados, y que también contiene estados y acontecimientos como tensiones, movimientos, fuerzas y campos de fuerza. El mundo 2 que es el mundo de todas las experiencias conscientes y, podemos suponer, también de las experiencias inconscientes y el mundo 3 que es el mundo de los productos objetivos de la mente humana, es decir, el mundo de los productos de la parte humana del mundo”2.

El mundo 3 incluye cosas como libros, sinfonías, obras escultóricas o aviones, todos ellos también dotados de elementos que pertenecen al mundo 1: materiales para su construcción, ondas físicas y átomos, pero que han sido producto, en última instancia, de la mente humana. Este mundo es el más humano de los mundos y se le puede denominar cultura.

Otra definición de cultura nos la ofrece el profesor Diego Gracia: la transformación de los recursos naturales en posibilidades de vida, es decir, la cultura es la trasformación de la naturaleza (con la cual nos encontramos como especie hace miles de años) en posibilidades para el desarrollo de nuestras potencialidades humanas. Así vista, la cultura es un sistema de poderes que se convierte en fuente de posibilidades históricas. Afirma Gracia: “Los recursos son naturales pero las posibilidades son históricas”3.

En el mundo 3 es donde se debe asentar la imaginación productora, la creadora de nuevas posibilidades para lo cual utiliza el mundo 1, los recursos naturales (la materialidad), que se transforman en creaciones que nos posibilitan nuevos mundos o la conquista de nuevos ecosistemas. Quizá pronto nuevos planetas o nuevas dimensiones de las descubiertas por los matemáticos y a las que denominan espacios n-dimensionales. Pero ese mundo 3 no sólo se dirige a la realidad que nos circunda en un intento de transformarla, sino también a nuestra humana realidad. No sólo transformamos el medio y lo adaptamos a nuestra naturaleza humana, sino que en virtud de las nuevas tecnologías pretendemos cambiar o transformar nuestra propia naturaleza en un intento de alcanzar nuevas posibilidades hasta ahora imposibles, encerrados, como estamos, desde el punto de vista biológico, en nuestra determinación genética. Esta transformación de nosotros mismos, de nuestra naturaleza, en nuevas posibilidades y potencialidades de vida es lo que denomino, siguiendo la definición del profesor Gracia, como la “culturización de la naturaleza humana”.

Estamos ante una nueva época en nuestra historia sobre la Tierra como seres humanos, ante el cambio del paradigma evolutivo, de un paradigma natural entendido como algo pasivo ante el cual apenas si se podía intervenir, a un nuevo paradigma cultural, producto humano y, por tanto, construido por nosotros mismos.
La ciencia ha tratado de estudiar sistemáticamente la naturaleza en un intento de dominarla, transformarla y ajustarla a las necesidades humanas. Sin embargo, hoy el cambio está en la posibilidad de modificar nuestra propia naturaleza humana. Esta es la radicalidad de nuestro presente, la transformación de nuestra biología como hecho natural en nuevas posibilidades y potencialidades humanas mediante la transformación de nuestra naturaleza evolutiva. Y es el denominado mundo 3, nuestra imaginación productora y creadora de nuevas realidades no naturales, la que permite soñar con hombres y mujeres más sanos, más bellos, y más inteligentes. Hoy, las posibilidades de transformación de nuestra propia naturaleza cambian los conceptos que durante generaciones han reflejado nuestro modo de entender la vida sobre la Tierra. Es difícil comprender que puedan existir gestaciones sin relaciones sexuales o la posibilidad de manipular nuestros genes, lo cual puede llevar consigo cambios no sólo individuales, sino de la propia especie. No es la idea de este artículo tratar los aspectos éticos o bioéticos de tales cambios, ya habrá ocasión para ello, pero sí dejar reseñado que también la imaginación literaria nos ha brindado ejemplos de los horrores que dichos cambios de la naturaleza humana pueden conllevar, incluso cuando lo que se pretendía era conseguir modelos de perfección. Un mundo feliz de Huxley o 1984 de Orwell son sólo algunos ejemplos de lo que Goya dejó plasmado en su grabado nº 43 de la serie Los caprichos y que tituló El sueño de la razón produce monstruos. El reto de la culturización de nuestra vida biológica es utópico y no quimérico, pero siempre deberemos estar alerta porque ya hubo intentos de utopías que costaron millones de vidas humanas, y en esta ocasión está en juego la propia especie homo sapiens.

Imaginación y salud. Perfección y medicina

En medicina, la imaginación en la búsqueda y conservación de la salud y en la mejora de nuestros cuerpos, de la que ya hablaba Descartes, se impone cada día con mayor fuerza.

En la década de los setenta del pasado siglo, Laín Entralgo, en un inteligente texto contenido en su libro La medicina actual, diferenciaba claramente aquello que los ciudadanos buscaban y buscarían en la medicina: salud, bienestar, perfección y felicidad.

La salud la definía como “la capacidad orgánica para resistir sin reacción morbosa situaciones vitales intensamente esforzadas o fuertemente agresivas […] un estado psicosomático habitual en cuya estructura se aúnan la normalidad, la resistencia física y la posibilidad de rendimiento óptimo”.

Y también definía la perfección como “un concepto ideal, un límite inalcanzable en la concreta existencia terrenal del hombre, aun cuando éste pueda proponérsela como meta”4.

Vemos, por tanto, cómo la perfección es inalcanzable. Constituye algo quimérico, que no depende del tiempo ni de los nuevos avances en medicina y en las tecnociencias, simplemente es un ideal, es la quimera de los que la buscan. Las posibilidades de la medicina actual dan pie a un pensamiento utópico, a que una imaginación desbordante permita configurar un futuro de seres más sanos, más bellos y más inteligentes; pero la obsesión por la salud también puede dar lugar a una servidumbre que ya fue denunciada por Platón en La República y que denominó la medicina pedagógica. Cuenta que este tipo de medicina o terapéutica “… no estaba en uso entre los Asclepíadas, según dicen, antes de la época de Heródico. Pero éste, que era profesor de gimnasia y perdió la salud, hizo una mixtura de gimnástica y medicina y comenzó a torturarse a sí mismo para seguir después torturando a otros muchos más […] dándose una muerte lenta. Porque, por no ser capaz, supongo yo, de sanar de su enfermedad, que era mortal, se dedicó a seguirla paso a paso y vivió durante toda su vida sin otra preocupación que su cuidado, sufriendo siempre ante la idea de salirse lo más mínimo de su dieta acostumbrada; y así consiguió llegar a la vejez muriendo continuamente en vida por culpa de su propia ciencia”5.

Según Platón, Asclepio no transmitió este modo de entender la terapéutica a sus descendientes porque no era posible dedicarse toda la vida a estar atentos a su salud.

Esta medicina pedagógica, no obstante, sólo era posible para aquellos acaudalados ciudadanos que podían no trabajar y que vivían de sus rentas, siendo por tanto factible la dedicación permanente a su propio cuerpo. Sin embargo, la medicina del bienestar en las actuales sociedades occidentales trató de conseguir que este cuidado del cuerpo fuese accesible a todos los estamentos sociales. Cosa alabada por democrática pero, como se ha podido ir comprobando con el paso de los años, insostenible.

La medicina del bienestar, o no conocía la denuncia hecha por Platón, o bien hizo oídos sordos y procedió a la medicalización de todos los aspectos de la vida, desde antes de que un embrión haya sido concebido, hasta el último momento de su muerte, y medicalizó la vida, tanto en la enfermedad como en la salud, posibilitando mejoras hasta en los cuerpos ya de por sí sanos. El resultado ha sido una creciente preocupación por la salud en casi todos los ciudadanos y, en no pocos casos, ha generado una auténtica obsesión (a veces patológica) por el bienestar del cuerpo y de la mente. La imaginación con respecto a la salud se orienta en estos individuos de modo quimérico y no utópico. Para estos individuos, la salud se ha convertido en su enfermedad y en una pérdida de grados de libertad en sus vidas. No salirse de determinadas dietas, cumplir regímenes de ejercicios físicos, horas de masajes, tiempo para la belleza del cuerpo, un tanto por ciento importante de medicinas alternativas (acupuntura, homeopatía…), y todo ello, a la vez que el consumo de un número de fármacos nada despreciable para evitar cualquier malestar físico o psíquico o las visitas en las horas libres (si les quedan) a los divanes de las modernas consultas de psicoterapia configuran una servidumbre o, si se prefiere, una pérdida de libertad, que condiciona la felicidad de dichas personas.

A esto, se ha unido el cada vez mayor poder prescriptivo y normativo de la medicina en nuestras sociedades. Si en las sociedades antiguas, Egipto o Babilonia, y en cierto modo en nuestra Edad Media fuertemente cristianizada, eran los sacerdotes o los teólogos quienes prescribían y normativizaban la vida de los individuos, hoy es la medicina la que con mayor fuerza prescribe lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto, lo que se permite o se prohíbe, y todo ello porque la salud se ha erigido en uno de los principales valores que participan en la construcción de los proyectos vitales de las personas. Y si esto posiblemente siempre fue así, pues las personas nunca quisieron estar enfermas, hoy se complementa con la idea, ampliamente extendida, de que tener una salud y un cuerpo perfectos es posible y que son la medicina (como ciencia) y la asistencia sanitaria (en su aplicación práctica) los garantes de dicha posibilidad.

Es importante diferenciar (como venimos diciendo) entre la quimera y la utopía. Pensar en la erradicación de las enfermedades o que éstas y la muerte no nos alcanzarán si tenemos un régimen de vida saludable hasta la obsesión, es simplemente una quimera. Es correcto llevar una vida saludable y cuidarse en lo posible, pero obsesionarse con la salud no es más que otra patología. Cabe decir que en nuestro mundo occidental, fuertemente medicalizado y normativizado (desde el punto de vista de la medicina), han aparecido decenas de nuevas enfermedades antes inexistentes (o muy poco prevalentes) y han surgido a la par del desarrollo socioeconómico de nuestro mundo moderno. Las enfermedades cardiovasculares y metabólicas, en muchas ocasiones producidas por los excesos alimentarios, han venido a sustituir a las enfermedades carenciales producidas por las deficiencias alimentarias y las hambrunas del pasado; las enfermedades
neurodegenerativas acompañan al aumento de la esperanza de vida, a su vez propiciado, en parte, por los avances de la medicina. Y es que es necesario entender que la vida humana y las enfermedades están indisolublemente asociadas a lo largo de la historia y no se entiende la una sin las otras. Por eso, debemos buscar la utopía de un mundo más saludable y unos seres humanos con mejor salud, incluso culturizando nuestra propia naturaleza, pero debemos evitar la quimera de un mundo sin enfermedades.



BIBLIOGRAFÍA
1. Descartes R. Discurso del método. Madrid: Alianza Editorial; 2006.
2. Popper K. En busca de un mundo mejor. Barcelona: Ediciones Paidós Ibérica; 2003.
3. Gracia D. Como arqueros al blanco. Estudios de bioética. Madrid: Triacastela; 2004.
4. Laín Entralgo P. La medicina actual. Madrid: Triacastela; 2010.
5. Platón. La República. Madrid: Alianza Editorial; 2008.
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