domingo, 4 de agosto de 2013

Querido y odiado cuerpo | El País Semanal | EL PAÍS

Querido y odiado cuerpo | El País Semanal | EL PAÍS

Querido y odiado cuerpo


HASNAIN DATTU (GALLERY STOCK)

Ya se sabe que los columnistas de los periódicos, como los actores de teatro, arrastramos la leyenda de seguir escribiendo o actuando pase lo que pase. Han sido muchos los escritores célebres de los que se ha publicado de manera póstuma la última columna, redactada apenas horas o días antes de su defunción. Si no recuerdo mal, sucedió así con el gran Umbral, y también pasó con mi querida Montserrat Roig, espléndida novelista y periodista catalana, vencida por el cáncer en 1991 a la indecentemente temprana edad de 45 años, y que el día anterior a su fallecimiento hizo y envió al periódico, desde el hospital, su habitual artículo.

Lo mismo ocurre, ya digo, en el teatro. Hay infinitos relatos míticos de actores que actúan aparentemente “como si nada” aunque acabe de morir su madre, su esposo, su hijo; o que fallecen en escena en un último esfuerzo ímprobo. Lo habitual es que ese aguante, esa entereza, esa resistencia, se consideren heroicas y admirables. Yo no estoy tan segura, la verdad. Ni en el caso de los actores ni en el de los articulistas. En general, y esta es una norma que sirve para todos, los humanos solemos hacer lo que nos es más fácil, lo que más nos conviene. En definitiva, simplemente hacemos lo que podemos.

Y lo que podemos es, en primer lugar, aferrarnos a las rutinas que sostienen nuestras vidas. Ser columnista con fecha fija es una rutina poderosa, uno de esos esqueletos exógenos sociales que pueden sostener la caótica, deshilachada, neurótica vida de un escritor. Podemos decir exactamente lo mismo de los actores y de las funciones teatrales; con el añadido, en ambos casos, de que nuestros trabajos, tanto la escritura como la actuación, son por lo general trucos primarios que empleamos para sobrevivir, para soportar el peso de los días, para sobrellevar la angustia de la existencia. Así que no sólo nos consuela la rutina, sino que nuestra actividad en sí es un alivio. Es el truco con el que solemos combatir las sombras.


Nos consuela la rutina; nuestra actividad es el truco con el que combatimos las sombras

De manera que no hay nada heroico en todo esto. El actor que sale a actuar con el cadáver de su padre aún presente lo hace porque así el dolor le duele menos. Porque no sabría qué hacer si no hace eso. También yo escribí columnas hasta el final mientras fallecía la persona más cercana de mi vida. Lo hice porque me consolaba. Ya lo dije antes, los humanos hacemos lo que podemos. Y, por lo general, podemos muy poquito.

Toda esta larga y, reconozcámoslo, bastante extraña introducción viene a cuento porque ahora me toca escribir artículo y resulta que estoy internada en un hospital. No es nada importante, menos mal, pero sí fastidioso y doloroso. Podría pedir en el periódico que me disculparan y metieran el artículo de otro, seguro que lo harían, pero no quiero. No puedo. Me debo a mi rutina, tan salvadora; y a la escritura, tan consoladora. Sin embargo, es difícil tener la cabeza en otra cosa cuando estás atrapada en tu cuerpo. Cuando la envoltura física asume todo el protagonismo. Ah, qué complicada relación hemos tenido siempre los humanos con nuestros cuerpos. El binomio alma/carne o mente/animal es un territorio en guerra. El cuerpo nos apresa, nos enferma, nos limita, nos mata. Somos rehenes del cuerpo que nos toca y con él planteamos batallas que sólo acaban cuando fallecemos. Luchamos contra el cuerpo, para domarlo y hacerlo nuestro, desde que aprendemos a dar los primeros pasos e intentamos lograr la inmensa, prodigiosa gracia de nuestro sentido del equilibrio, al que tan poca importancia damos. Luchan contra el cuerpo los deportistas de élite, los alpinistas que someten a su organismo a pruebas casi letales; los religiosos que, para mí equivocadamente, se torturan la carne con cilicios para acallar sus demandas naturales (animales); los obsesos de la juventud que se recortan y rellenan y remiendan enfermizamente el pellejo para contrarrestar el desgaste inevitable de la edad… Es cierto, el cuerpo es un tirano. Puedes estar haciendo tus planes de verano tan feliz y, de repente, el cuerpo te los fosfatina y te mete de cabeza en un sanatorio. Pero, al mismo tiempo, ¡qué grandioso este cuerpo que nos permite ver la belleza del mundo, escuchar músicas sublimes, beber y comer cosas deliciosas, besar y acariciar y amar, pasear por hermosos montes remotos en una mañana fresca y nublada! Querido y odiado cuerpo, hermano de mi vida, sobre el que no tengo más remedio que hablar hoy, porque estoy en un hospital, porque me duele la carne y porque me toca escribir un artículo.
Twitter: @BrunaHusky
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