jueves, 23 de febrero de 2017

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La verdad y otras mentiras (relato) | 19 FEB 17

Culpar a la víctima (una mujer obesa y la medicina)

Una mujer obesa no logra bajar de peso, su médica la culpabiliza por su falta de voluntad. Una historia cotidiana de una medicina ciega a su propio fracaso
Autor: Daniel Flichtentrei Fuente: IntraMed 
Locura es hacer lo mismo una vez tras otra y esperar resultados diferentes. Albert Einstein
¡No entiendo, te juro que no lo entiendo! Fue lo único que dijo apenas asomó la cabeza. Pegó un portazo, el estruendo hizo temblar el espejo de la sala. Tiró la cartera sobre el sillón y, sin decir ni una palabra más, se encerró en el baño. Escuché el ruido de la llave girando en la cerradura primero y el sollozo intermitente de Mary después. Creo que en un rapto de ira pateó el tachito metálico de la basura dos o tres veces. Sonó como un platillo de murga y luego un vibrato agudo y prolongado que se fue apagando hasta hacerse silencio. Me acerqué despacio, apoyé la oreja sobre la puerta. El sonido del llanto se aceleraba con intermitencias para estallar en una especie de grito ahogado de impotencia y después volver a comenzar en un ciclo que parecía no tener fin. ¡No entiendo, juro que no lo entiendo! Repetía de a ratos hablando consigo misma. Golpeé tres veces con los nudillos sobre la madera. La respuesta fue una patada a la puerta. Un impacto contundente y decidido que tiene que haberle dejado el pie doliendo y lastimado. Volví sobre mis pasos y encendí la radio. El mate estaba frío sobre la mesa y el diario abierto en la sección de deportes.

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Estamos casados hace treinta y seis años. Aprendí que no debo preguntar qué es lo que la enoja porque la demostración de que yo no me doy cuenta del motivo la altera todavía más. Es una espiral ascendente que gira enloquecida hasta desembocar en un silencio tenso de dientes apretados que puede durar varios días. En general nunca me entero del motivo de su furia, pero me ocupo de que ella no lo sepa. Tal vez Mary tenga razón, yo debería percibir la señales sutiles que explican su conducta antes de que estalle. Los signos premonitorios y la causa que los produce. Pero no soy capaz de hacerlo. Nunca pude. Y eso la enfurece más que nada en el mundo. Aprendí a no preguntar. Incluso, los años, me enseñaron a no sentir esa curiosidad.

Un domingo de verano me pidió que la acompañara al shopping. Sabe que no me gusta, pero a veces me lo pide igual. Quiere obligarme a decirle que no. Pero esa vez le dije que sí. El lugar es espantoso, un laberinto de escaleras mecánicas, luces agresivas, chicos que corren, madres que gritan, adolescentes que se empujan, interminables colas en el cine y ese olor, ese olor nauseabundo a desodorante de ambientes que huele a Miami y a Freeshop.  Caminamos durante más de dos horas, entramos y salimos de varios negocios. Se probó ropa pero ninguna le gustaba. Me hizo detener delante de la vidriera de una casa de zapatos y carteras. –Mirá ese bolso de cuero- me dijo señalando con el dedo -¿no es hermoso? –Sí, le dije sinceramente, es hermoso. Parece hecho por un artesano de campo, me gusta mucho. Seguimos caminando un rato largo. Pero desde ese momento se instaló un silencio de misterio y de reproche. Bajamos a lo cochera, pagamos el estacionamiento, nos sentamos en el auto. Antes de arrancar me dijo: -Si no querías que me comprara el bolso me lo hubieras dicho. A esa altura de la tarde yo ya ni siquiera recordaba de qué bolso me hablaba. ¿Qué bolso?, pregunté. – ¡No te hagas el idiota! El bolso de cuero estilo campestre. Lo recordé de inmediato y comprendí –como en una revelación- el motivo de su silencio. -¿Vos no me preguntaste si quería que lo compres sino si me gustaba? Se mordió el labio inferior, frotó el pie derecho sobre la alfombra del auto como si tuviera un tic nervioso. –No te hagas el tonto, es lo mismo una pregunta que la otra.  -¿Cómo que es lo mismo si me gusta que si quiero que lo compres? Me apretó la muñeca: ¿Vos necesitás subtítulos para entender a la gente? El silencio penitenciario duró hasta la mañana siguiente. Su lógica y la mía van por caminos opuestos. Es una mujer extraordinaria. Inteligente y sensible. No imagino la vida sin ella.

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La puerta del baño seguía cerrada. El sollozo se iba enlenteciendo, como agotándose. Volví a golpear pero no hubo respuesta. Volvía de ver a su médica, me preocupó pensar que tal vez le habían encontrado algo grave, alguna complicación en su salud. Decidí esperar.

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Mary siempre fue delgada. Pero desde hace unos diez años empezó a subir de peso. Hacía dietas de todo tipo, se anotó en un gimnasio, pero le costaba muchísimo el ejercicio. Su voluntad la obligaba a ir tres veces por semana pero volvía agotada y se tenía que ir a la cama. De todos modos, no solo no bajaba de peso sino que aumentaba. Eso empezó a torturarla. Lo vivía como un fracaso moral. Desde hace tres años también es diabética. Pasa gran parte de su vida entre médicos, análisis clínicos, preparando la alimentación que le indican (que también yo como). Las cosas no iban bien. Le recomendaron controlarse el azúcar en la sangre tres veces al día mediante un pinchazo en el dedo y un monitor de glucemia. Lo hace con regularidad y lleva unas prolijas planillas de Excel donde apunta todos los valores. Durante estos años: ni ha logrado bajar de peso, ni alcanzar el control deseado de la glucosa.

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Unos veinte minutos después de encerrarse en el baño escuché el ruido de la ducha y después la vi salir hacia el dormitorio. Me acerqué para ver si podía ayudar en algo. Estaba a oscuras, en la cama, tapada hasta la cabeza. Le acaricié el cabello y le ofrecí un té. Asomó sus ojos verdes y me miró sin responder. Estiró la mano y apretó la mía. –No entiendo, me dijo, te juro que no lo entiendo. Se volvió a tapar. Yo salí hacia la cocina.

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Su médica, la Dra. Ramos, la ve casi todos los meses. Mary la respeta mucho y sigue sus indicaciones con todo rigor. Es una profesional seria y de pocas palabras, pero sabe imponer su autoridad. Al principio yo la acompañaba pero ya no lo hago más. Me pone de mal humor ver como la doctora la reta y le pide más compromiso con su enfermedad. Le reclama por los resultados de la balanza y de los análisis. Casi siempre le repite que las mujeres son histéricas, que comen por ansiedad, que descargan en la comida sus frustraciones. – Vos te “comés” lo que no podés decir. A mí me parecía una estupidez ese argumento. Un lugar común machista y sin fundamento. Pero me guardaba esa opinión. Mary acepta que es la responsable de ese fracaso y baja la cabeza sin decir nada. Yo sé que no es así. La veo vivir atormentada por lograr esos objetivos. Se priva de todo lo que podría darle placer, cumple los horarios y hace el esfuerzo por comer algo cada cuatro horas, incluso si no tiene hambre. Ya no vamos a los compromisos sociales que tanto disfrutaba para no tentarse con cosas que no puede comer. Sale a caminar todos los días durante una hora, va al gimnasio pese a que vuelve exhausta y sin energía para sostenerse en pie. No comprendo cómo Mary admite que se la culpe de cosas que no hace y se le exija hacer lo mismo que hace a diario como si no lo hiciera. Pero la Dra. Ramos tiene sobre ella más influencia que los hechos, y que yo.

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Sabía que la espera sería larga. Tenía que darle el tiempo para que pudiera encontrar la voluntad y las palabras para contarme lo que le había ocurrido. Recordé que en pocos minutos empezaba el partido, pero no me pareció oportuno prender el televisor.

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"Las teorías acerca de que las enfermedades son causadas por estados mentales y que pueden ser curadas con fuerza de voluntad son un indicador de todo lo que no comprendemos acerca de la enfermedad". Susan Sontag
Por consejo de la doctora Ramos fue a la psicóloga durante dos años, dos veces por semana. Yo la esperaba abajo escuchando la radio en el auto. Volvía angustiada, muda hasta llegar a casa. Nunca sirvió de nada respecto de su obesidad. Pero la psicóloga también creía que la responsabilidad era de la pobre Mary y ella estaba de acuerdo. Incluso le dijo que su gordura era la compensación por el embarazo que nunca tuvo. Quisimos ser padres pero no fue posible. Lo intentamos y decidimos aceptarlo. Hace más de treinta años de eso y lo conversamos cientos de veces. Nunca nos sentimos mal. Lo que la psicóloga le decía como una afirmación cierta no era más que una conjetura delirante. Cada una de sus "interpretaciones" era un disparate dicha con énfasis y pedantería. No se permitía ponerlo en duda, ni ella ofrecía prueba alguna acerca de lo que fundaba sus conclusiones. A mí me daba mucha bronca. Sentía que los profesionales hablaban de cosas que leían en sus libros, no de Mary ni de la gente real. Una vez me citó para una entrevista de pareja. La mujer se llamaba Sara, era mucho más gorda que Mary, con la cara pintada como una puerta, arrogante y segura de sí misma. Nos hizo un ejercicio de lo más incómodo. Tuvimos que pararnos uno frente al otro y hacer absurdos movimientos con los brazos y las piernas para aflojarnos. Hizo que nos miráramos a los ojos durante unos minutos interminables, sin hablarnos. Después nos pidió que nos dijéramos lo primero que nos venía a la cabeza, sin pensarlo demasiado. Mary lloró un poco y no dijo nada. Yo dije: -Creo que lo que estamos haciendo es una pelotudez y que la licenciada nos hace perder el tiempo, hacer el ridículo y encima nos cobra el doble que la doctora. Nunca más me volvió a citar. Mary no me habló por una semana. Finalmente, ella misma decidió abandonar las sesiones. A Sara no le gustó nada, le dijo que era otra manera de escapar de sus conflictos, un acto de cobardía. Yo me alegré mucho.

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Le preparé un té de canela y frutos del bosque. Dejé la taza sobre la mesa de luz en una bandejita azteca que compramos en un viaje a México y que a ella le gusta mucho. El aroma atrajo su atención. Se sentó y bebió con sorbos cortos, entre sollozos. Un par de veces tuvo que detenerse para sonarse los mocos.  Estaba hermosa.  Afligida y bella como una nena a la que algo no le salió como esperaba. Me senté a su lado. –No enciendas la luz, me dijo, me duele la cabeza. Casi no podía hablar.

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Hace tres o cuatro meses la Dra. Ramos le indicó que se hiciera un electrocardiograma. Fuimos a ver a mi cardiólogo, el Dr. Brandani. Lo conozco hace muchos años, me trata por mi hipertensión, aunque apenas lo veo una o dos veces al año. Es un hombre afectuoso y responsable. Sencillo, sin la pose de “doctor” que tanto nos aleja a veces del médico. Le sacó el electro y redactó un informe para la doctora. Parecía que la consulta ya había terminado, pero Brandani se sentó y nos dijo: -El estudio le sale muy bien, puede quedarse tranquila. Ahora quiero saber cómo está usted. Mary se sintió habilitada para contarle su historia. Habló varios minutos sin que él la interrumpiera. Él hacía gestos de aprobación y algunos sonidos guturales como para quede claro que la estaba escuchando con atención. Se fue encendiendo. Le contó acerca de su desaliento y su decepción porque llevaba varios años cumpliendo todas las indicaciones sin resultados. Cada vez pesaba más y el azúcar no mejoraba. A medida que pasaba el tiempo la doctora le había ido subiendo las dosis de los remedios y agregando otros nuevos. Siempre con el temor de tener que comenzar a inyectarse insulina, algo que la asustaba mucho y que la doctora le decía que una vez comenzado duraba para toda la vida. Pero nada, ni su peso ni su diabetes mejoraban.  –Doctor, le juro que hago todo lo posible pero no mejoro. Yo sé que no me creen, pero me esfuerzo tanto como soy capaz.

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Creo que el té le devolvió algo de calma. Ya no lloraba. Se sentó en la cama y me apretó la mano. Sobre su cabeza estaba el cuadro del casamiento de sus padres. Dos agricultores de la comarca de Ribeira Sacra en Lugo, Ourense que miraban a la cámara aterrorizados y rígidos como estacas. Mary respiraba hondo como buscando el aliento para hablar. Pero volvía a callarse. –Tranquila, le dije, primero te serenás y después conversamos.

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Mary, la fuerza de voluntad es un recurso muy sobrevaluado. Implica un esfuerzo tremendo, imposible de sostener por mucho tiempo. Los juicios morales son un veneno en la medicina
El Dr. Brandani la dejó hablar. Después preguntó: -Si usted cumple con las recomendaciones pero no mejora, ¿no pensaron en cambiarlas? Mary lo miró sorprendida: -¿cambiarlas? Pero, ¿es que hay otras? Le pidió sus análisis y se detuvo un largo rato mirándolos. –Mary, en medicina, como en cualquier tema, cuando algo se hace bien pero no produce el efecto deseado es razonable intentar otra cosa, ¿no le parece? Mary asentía con la cabeza. –Lo que le indica la doctora es correcto, es lo que recomiendan la mayoría de los estudios científicos, pero si no funciona… Mary se fue incorporando sobre la silla, alargaba el cuello como si quisiera atrapar con el cuerpo lo que decía Brandani. Habló con una voz tenue, un susurro, como si se hablara a sí misma: -Creo que la doctora piensa que no funciona porque yo no lo hago bien. El médico la miró a los ojos: ¿y usted qué piensa acerca de eso? –No sé, si ella lo dice, me parece que yo no tengo nada que agregar. Brandani se quedó analizando su respuesta. –Yo no pienso lo mismo, pero no quisiera desautorizar a su doctora que ha actuado de acuerdo a lo que se recomienda. En la vida estamos rodeados de cosas “correctas” que no funcionan como esperamos, ¿no? Mary, la fuerza de voluntad es un recurso muy sobrevaluado. Implica un esfuerzo tremendo, imposible de sostener por mucho tiempo y lo que las personas hacemos, nuestra conducta -comer, por ejemplo-, no siempre es la causa de la obesidad sino su consecuencia. Nos resulta más fácil decir que alguien tiene gula o pereza o que es débil de carácter que pensar en las razones que hacen que se comporte de una manera y no de otra. Los juicios morales son un veneno en la medicina. No solo no son útiles, son perjudiciales. Ante esa afirmación Mary abrió los ojos desmesuradamente, y yo también. Nunca habíamos escuchado algo así. Causas y consecuencias se nos ponían patas para arriba. El Dr. Brandani se estiró sobre el escritorio en dirección a ella y le dijo con tono firme pero comprensivo: Si alguna vez usted quiere probar con otra estrategia podemos intentarlo. Piénselo, tranquila, sin presiones. Mary estuvo de acuerdo. Conversaron por más de una hora.

Durante el viaje de vuelta se lo pasó releyendo las indicaciones: -¡Esto no puede ser!, es todo lo contrario de lo que vengo haciendo durante más de tres años. Estaba desorientada pero con un entusiasmo como hacía mucho que no sentía. Me alegró, le ofrecí acompañarla en el nuevo plan. Hacer una prueba durante algunos meses, como le dijo el doctor Brandani, no podía ser peor que lo que estaba haciendo sin ningún resultado.

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Tenía el pelo mojado y olía a shampú de pino. Se aflojó. El cuerpo fue perdiendo la tensión. Algo anunciaba que me iba a hablar. Respeté sus tiempos. En la penumbra, se fue tejiendo una calma que le devolvió las ganas de conversar. –La doctora Ramos se enojó muchísimo. Me trató muy mal. Primero me pesó, después me midió la cintura, me tomó la presión y leyó los nuevos análisis. Me preguntó qué había cambiado. Le conté lo del Dr. Brandani. Fue como si le hubiera encendido una mecha, explotó. Me echó del consultorio. Nunca la había visto así.

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La he visto esforzarse cada día durante muchos años por comer lo que le indicaban. A veces lloraba cuando volvía de la doctora. Antes se pesaba todos los días pero desde hace un tiempo no quiere hacerlo más. Ningún consuelo le servía. Yo intentaba tranquilizarla pero nunca le logré. Desde la tarde en que regresamos de ver al Dr. Brandani, los dos cambiamos nuestros hábitos en la casa. Dejamos de comer cada cuatro horas para mantener intervalos libres de alimentos entre una comida y otra. Volvieron los huevos, el queso, la leche entera, la carne y el pescado. Desaparecieron de nuestra casa las harinas, el azúcar y todos los productos “diet”. A cada rato repetíamos una frase del doctor: "coman comida real, no productos industriales", ese fue nuestro matra y nuestra guía en esos días. Nos lo decíamos uno al otro recorriendo las góndolas del supermercado y sacando productos del carrito que hasta entonces comprábamos regularmente creyendo que hacíamos lo correcto (y en general pagando precios más caros). Después de un par de semanas nos sentíamos muy bien, sorprendidos porque nuestro apetito había disminuido notablemente. Mary volvió a pesarse una vez por semana y, por primera vez en mucho tiempo, cada vez pesaba menos. Encontró ropa que hacía años que había descartado y que ahora le quedaba perfecta. Me pidió que le sacara fotos cada quince días para documentar la transformación. El monitoreo del azúcar en la sangre estaba cada vez más bajo, incluso con valores normales por la mañana. Estaba feliz, eufórica. Soñaba con el día en que se hiciera los nuevos análisis y se los llevara a la doctora Ramos: -¡Por fin le voy a dar una alegría!- me decía llena de esperanza.

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Le llevé una aspirina y un vaso de agua. Se la veía mejor. –Andá a ver el partido que juega Racing, después te cuento todo. Le dije que no, que me quería quedar allí. Ella sabe lo que eso significa. Es un acto de amor y sacrificio. Una ofrenda que ella comprendió de inmediato. –Gracias, pero andá, yo sé que lo estás esperando. No me fui. Quería quedarme, incluso si jugaba Racing.

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Durante tres meses Mary fue mejorando a un ritmo tan acelerado que nos costaba creerlo. Se pesaba y se medía la glucemia varias veces al día buscando una prueba de que no era un sueño. Hace una semana la acompañé al laboratorio para hacerse los análisis nuevos. No podíamos evitar la ansiedad de la espera hasta recibir los resultados. La tarde del lunes retiramos los análisis. Nos sentamos en un bar y abrimos el sobre como si se tratara de un billete de lotería premiado. Los datos estaban allí, perfectos, como nunca en los últimos años. Brindamos con café y nos abrazamos en la puerta. –Mañana voy a ver a la Dra. Ramos, no aguanto la espera. Quiero que por primera vez me felicite en lugar de retarme. Se va a poner contenta. No quise acompañarla, me pareció que era algo que tenía que hacer sola, era su mérito, su esfuerzo personal. Necesitaba que la doctora la reivindicara en la imagen de fracaso que en general le producía. Se puso en vestido rosa que hacía años que no le entraba y salió hacia el consultorio. Yo la saludé desde la ventana cuando se subía al taxi. Estaba resplandeciente.

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Oscurecía, la habitación entraba en una zona de penumbra que apenas dejaba ver la silueta de Mary recostada sobre el respaldo de la cama. Se acomodó con una almohada detrás de la cabeza antes de empezar a hablar.

–Estaba tan feliz, tan ilusionada. La doctora me miró de arriba abajo sin poder creer lo que veía. Me sentí linda por primera vez en mucho tiempo. Me tomó la presión, me pesó y me midió la cintura como hace siempre. Después se detuvo a leer los análisis y marcó con un resaltador amarillo varios resultados. ¿Qué pasó Mary?, me preguntó. ¿Te decidiste a cumplir las indicaciones por fin? Sí, doctora, pero otras indicaciones. Le conté de la entrevista con el Dr. Brandani y le mostré su informe del electrocardiograma. ¿Cómo es la dieta que hiciste? Se la describí con detalle: lo de los horarios, los alimentos que ya no comía y los que había vuelto a comer, todo.  La doctora se fue transformando, se puso pálida, violenta. Corría la silla hacia adelante y hacia atrás como si no encontrara una posición cómoda. Apretaba un lápiz con la mano con tanta fuerza hasta que finalmente lo rompió. Eso la sobresaltó y desató una furia que ya no se detuvo. -¡Es una locura!, fue lo primero que dijo. –Nadie que conozca un poco acerca de lo que dice la ciencia sobre la obesidad y la diabetes haría una recomendación tan ridícula. ¿Así que dos o tres huevos por día? ¿Y nada de productos descremados? ¿Y nada de refrigerios entre comidas? ¡Es un consejo criminal e ignorante, una barbaridad! Intenté decir algo, pero no encontraba una pausa como para que yo pudiera decir algo. Estaba descontrolada, incontenible. –Pero, doctora, ¿no es lo que usted buscaba? No me pedía que bajara de peso, que normalizara la glucosa, que me bajara la presión. Pensé que se iba a alegrar. A esa altura estaba de pie y caminaba nerviosa alrededor del escritorio, por momentos hablaba a mis espaldas y yo tenía que dar vueltas como un trompo para seguirla. -¿Qué clase de locura es esta? Te mando al cardiólogo y él se mete en el tratamiento de tu diabetes. No quiero verte más por acá. Que te trate él y que se haga responsable de lo que te indica. Yo también debería meterme y tratar a sus enfermos cardíacos, eso tendría que hacer. ¿Quién se ha creído que es?  Te está llenando el cuerpo de grasa, puro colesterol es lo que estás comiendo, eso te va a matar.

Me paré, agarré la cartera y caminé unos pasos hacia la puerta. Mis análisis estaban sobre el escritorio así que volví y los guardé. –Doctora usted acaba de ver que mi colesterol no subió y que los triglicéridos bajaron a menos de la mitad. Yo me siento mejor que nunca. No esperaba su enojo, pensé que se pondría feliz.  -¿Feliz? ¿Por qué tendría que ponerme feliz?, porque estás haciendo una locura contraria al más elemental sentido común médico. Eso hombre está loco y vos me has faltado el respeto después de tantos años de atenderte. No quiero que vuelvas por acá. Salí corriendo del consultorio. La secretaria me llamó para darme el próximo turno como siempre pero no pude hablarle. Lloraba sin parar y seguí llorando hasta que llegué a casa. ¡Fue horrible!

Mary volvió a llorar, la abracé, temblaba. Nos quedamos un rato así, callados, recostados unos sobre el otro. Poco a poco su respiración se fue tranquilizando hasta quedarse dormida. Sentí una pena enorme por ella, un dolor que a alguien podría parecerle tonto, pero que para ella y para mí era muy importante. Pasó mucho tiempo hasta que me fui desprendiendo de su cuerpo, la tapé. Se escuchaba el relato del partido a todo volumen desde el departamento de al lado, pero ya no tenía ganas de verlo.

Salí del cuarto, me senté al lado del teléfono. Me quedé mirándolo como si eso pudiera decirme qué hacer. Dudaba entre llamar a la Dra. Ramos o al Dr. Brnadani, lo elegí a él. Me atendió de inmediato desde su celular, estaba manejando el auto, me pidió un momento para estacionar y atenderme. Le conté brevemente lo ocurrido. ¿Cómo está su esposa?, me preguntó. -Ahora duerme, está mejor, le respondí. Su voz llegaba sobre un fondo de motores y bocinas de la calle. –La situación es muy desagradable pero no es extraña, me ha ocurrido con otros pacientes. Usted sabe, la “obediencia debida” y esas cosas. La medicina es difícil y está repleta de incertidumbre. La doctora cree que hace lo correcto, así nos han enseñado. No sean muy duros con ella. Los hechos, a veces, importan menos que las teorías. Es absurdo, pero es así. Ahora hay que apoyar a Mary y seguir haciendo lo mejor para su salud. Usted y yo tenemos que ayudarla, a la doctora tendrán que ayudarla otros, o ella misma tal vez. Les mando un abrazo grande a los dos.

Mary dormía acurrucada como un bebé sobre la cama. En el piso estaba el vestido rosa que había usado esa tarde. Saqué la agenda de teléfonos del cajón de la mesita ratona. Busqué la letra “R”, el único dato en esa página era el de la doctora Ramos. Arranqué la hoja. Encendí la hornalla y apoyé el papel sobre el fuego. Me quedé mirándolo, hipnotizado. Se iluminó con llamas amarillas y un humo espeso y blanco que se demoraba ondulando entre mis dedos. Prendí la tele, Racing ganaba 1 a 0 con un gol de penal. A través de la ventana vi la luna rodeada por un halo de bruma, mi vieja decía que eso anunciaba lluvia. Cargué el mate con yerba, cascarita de limón y peperina; lo agité para separar el palo del polvo. Me senté a esperar que se calentara el agua. Sí, seguro que mañana va a llover.

Daniel Flichtentrei

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