Historias de un médico forense (Dr. Julio Cesar Guerini) | 27 ABR 19
No es ajeno
Un joven médico forense narra con maestría sus experiencias cargadas de dramatismo donde lo profesional se mezcla con el dolor más humano
Autor: Julio Cesar Guerini
Con una campera rompevientos roja y azul, un jean clarito con algunas manchas negruzcas de grasa, un par de zapatillas deportivas, las manos en los bolsillos, con las canas peinadas prolijamente con la raya al costado derecho intentando tapar su calvicie, mirando hacia abajo, moviendo la cabeza como un péndulo de reloj y llorando en la vereda. Así registraron mis ojos la primera imagen del padre de aquella arquitecta jovencita.
Estacionamos las camionetas embarradas frente a la parrilla que estaba unos metros antes. Esa parrilla tan conocida en Rio Ceballos, a la cual había ido innumerables veces. Eran las siete de la tarde y recién estaban poniendo los cabritos en la estaca. En lugar de darme hambre y comenzar a generar saliva con solamente sentir el olor a humo, se me hizo un nudo en la boca del estómago. Sabía, como me había pasado en otros lugares de la provincia, que esa parrilla pasaría a formar parte ahora de mi nuevo GPS de la muerte. Sabía, con bronca, que por lo menos por un buen tiempo iba a ser la “parrilla que está al lado de donde mataron a la arquitecta”.
Comencé a putear para adentro, mordiéndome y sintiéndome una mierda por preocuparme por esa superficialidad, mientras unos metros más adelante estaba un padre sufriendo por la muerte de su hija. Pero también es verdad, que desde que comencé a trabajar en el lugar del hecho, la provincia cambió su geografía para mí. Ya cada vez me quedaban menos lugares vírgenes de muertos. En cada rio, en cada ruta, al lado o cerca de tal o cual sitio de comidas había un muerto que referenciar.
En esos pocos metros entre la parrilla y la entrada al estudio de arquitectura en donde había una persona muerta, y su padre esperándonos en la puerta, finalicé esa lucha interna.
Todo empezó con la misma rutina de siempre. El llamado notificando el hecho al son de Doctor, hay un homicidio en Rio Ceballos ¿Quién sale de ustedes?. La respuesta automática de anotame a mi Juancito; ya preparo las cosas y salimos.Y el deseo interno de que en este hecho en particular no se me venga esa sensación incómoda en la panza, en la cabeza, como preámbulo a las visiones o premoniciones, que más de una vez he tenido.
No sé si por intuición o distracción, no pregunté nada antes de salir. En pleno viaje junto con el equipo de trabajo, fotógrafo, planimetría, huellero, químico, etc.; Juan el coordinador nos fue poniendo al tanto del caso. En resumen, dijo: “mataron a una arquitecta en su estudio, y la encontró el padre”. De ahí en más, no escuché nada. No sé si es que no dijeron más nada o que yo los anulé. Realmente no sé qué me pasó. Bloqueé cualquier palabra que hayan dicho después.
Focalicé la mirada en la banquina, el paisaje, los demás vehículos que nos pasaban, las señales de tránsito, y por último el cartel de Rio Ceballos: 5 Km, que me trajo de nuevo a la realidad. Llegamos alrededor de las 16:15 hs.
Me acerqué al padre, no recuerdo el nombre, pero sí sus expresiones. Como dije, movía la cabeza pendulante con la mirada hacia el suelo. Lo vi desde la camioneta. Una vez que pasé el estudio de arquitectura y me paré a su lado lo pude escuchar murmurar “ojalá lo agarren para que otro padre no tenga que pasar por esto; a mi ya nadie me va a devolver a mi hijita”.
Extendí el brazo y le apoyé la mano derecha sobre su hombro izquierdo, como seguramente más de uno lo había hecho esa tarde. Por eso quizás no levantó la cabeza para mirar quien era. Y menos mal que no lo hizo tampoco, porque aún no estaba preparado para poder mirarlo a los ojos. Extendí los dedos de la mano, como en un acto reflejo para retirarla. Quizás fue la forma que tuvo mi cerebro para decirme que tome distancia, que aún estaba a tiempo de no recibir el golpe de knockout, por lo menos en este round.
Otra persona que estaba en el lugar, me hizo un gesto casi invisible como se hace en el truco y me corrí hacia un costado. Era el fiscal a cargo de la instrucción. Nos contó que, según los testimonios recabados hasta el momento, la habían visto por última vez el día anterior a las ocho de la noche cuando fue hasta la vivienda de al lado, que era la casa del padre, a buscar unas cosas a su auto y volvió a entrar al estudio. No se supo más nada. En teoría se iba a juntar a cenar con unas amigas, pero nunca llegó. Hoy a la mañana el papá fue hasta el estudio, preocupado, porque el auto de ella seguía estacionado en el mismo lugar, y las amigas lo habían llamado porque no se podían comunicar.
Según el relato del propio padre, vio la luz encendida, la puerta entreabierta. Entró despacio y con vergüenza, pensando que quizás estaba con algún cliente. Una vez en la sala de espera, se quedó mudo, quietito, esperando escuchar el sonido de algún diálogo, la radio, la computadora. Silencio. Golpeó dos veces la puerta interna del estudio. Nadie respondió. Abrió y la encontró tirada al lado del escritorio, con la cara tapada. Por todo lo que le entró por los ojos, no le hizo falta acercarse para entender que ella ya no estaba más. Temblando y comenzado a demolerse de a partes como un edificio antiguo ante un terremoto. Agarró su celular viejito, con botones, sin pantalla digital. Marcó 101 y desató el tsunami que nos llevaría puestos a todos ese día.
En otra parte de la ciudad, a unas pocas cuadras, una pareja discutía. Ella por el engaño y él por el miedo. Ella por los rasguños que le encontró, pensando que eran la clara evidencia de una amante. Él sabiendo que no podía quedarse ni una hora más. Se fue con el dinero que había pedido por adelantado a su patrón la tarde anterior y viajó hasta Córdoba con miras a fugarse para Rosario, su ciudad natal.
Ella, ni bien él se fue, comenzó con la frenética búsqueda de pruebas que la conduzcan a la amante de su marido, para poder desquitarse la bronca y frustración del engaño con alguien. Buscaba algún pelo en la ropa, rubio, negro, rojizo, algo; algún papel, número de teléfono, un nombre, alguna puta pista. Buscó, buscó, buscó, hasta que, en el bolsillito de las monedas de un jean, encontró un pen drive. Prendió su notebook, lo puso y le costó unos minutos asimilar las fotos que estaba viendo. Esa chica joven, preciosa, sonriente…la conocía. Sabía que la conocía, pero no podía darse cuenta de dónde. Las miró, una y otra vez. Apagó la computadora.
Al medio día, mientras tomaba unos mates en la cocina, sobre la mesa con un mantel de plástico todo engrasado y pegajoso, prendió la televisión para que el silencio de la casa no la atormente. Pero la imagen que vio cuando puso el noticiero, fue peor que el silencio. En la pantalla, en primera plana, salía la foto de la misma persona que ella había visto hace un rato en su computadora. El epígrafe del noticiero sentenciaba Otro femicidio: hallaron muerta a una arquitecta en su estudio, en pleno centro de Rio Ceballos. Se quedó helada, hipnotizada, mirando la pantalla.
Se levantó como sonámbula, fue a buscar de nuevo la notebook con la ilusa idea de pensar que quizás eran parecidas, pero no era la misma persona. Repitió el procedimiento de poner el pen drive y ver las fotos. No había dudas, era ella. En unos minutos, el número 101 iba a ser marcado a unas pocas cuadras del estudio desde donde lo habían marcado a la mañana. Los dos extremos de un hilo muy delgado comenzaban a unirse e iban dejando dentro a una persona que se escapaba a córdoba, tratando de no quedar ahí.
El fiscal había terminado de ponernos en autos del caso. Nos vestimos con los trajes de aislamiento, preparamos los elementos de trabajo e ingresamos la escena. Por supuesto, la vereda y la calle se habían repleto de periodistas y vecinos. Iba a ser la noticia del Lunes. Todos querían la primicia de lo ocurrido.
Una vez en la sala de espera del estudio, tras observar y evaluar, descartamos el interés criminalístico de ese espacio. Estaba todo en orden. La puerta interna del estudio estaba entornada. Cuando comencé a acercarme, una sensación nauseabunda me impregno la boca de saliva, el zumbido en los oídos, la presión en los hombros, el pecho cerrado y otra vez el pródromo maldito de lo que se me venía. Apoyé mi mano derecha, la misma que había puesto sobre el hombro del papá de la arquitecta, con el guante de nitrilo sobre la puerta y la empujé suavemente. Ahí estaba ella, tirada en el suelo, en posición fetal, con un trapo blanco en el rostro, sangre en el suelo y todos los elementos de trabajo desparramados por el piso; y aunque traté como tantas otras veces de no parpadear porque sabía que se me venía, respiré hondo y me preparé.
Cerré los ojos muy pero muy lentamente y apareció en dos o tres flashes sucesivos la secuencia. Alguien sorprendiéndola, tirándola al suelo, ella luchando, rasguñándolo, empujándose con los pies contra una pared amarilla, alguien golpeándola, dejándola obnubilada, ese alguien bajándole la calza y la bombacha al mismo tiempo, con violencia; subiéndole la remera y el corpiño al mismo tiempo también, como quién abre un bolso en dos de forma desesperada y enceguecida buscando algo. Ella tratando de moverse, de correrse, entredespertándose; no podía. Amagó a querer gritar, la última chance que le quedaba. También se la quitaron. Ese alguien, agarró una camperita blanca con bordes celestes, y se la metió en la boca, también con violencia; y para que no quedara ni el más mínimo intento de grito, le puso las dos manos en el cuello. Ella viéndose desde arriba mientras se iba, mientras alguien la violaba, como un animalito medieval. Se fue. Y yo ahí, viendo todo, pero sin poder hacer nada porque ya había pasado. Como si fuera domingo, pero yo tuviera el diario del lunes, y dijera “sabía que este número del quini iba a salir, pero no hubiese podido jugarle.”
Entré, rodeé el cadáver y miré la pared en la cual según mi “visión” se había empujado la víctima. Ahí estaba, bien clarita, la impronta de la suela de la zapatilla contra la pared. Otra vez, algo, alguien, me bajaba esa información de antemano. ¿Por qué a mí?, ¿Por qué no le tocaba a otro?. No era la primera vez que me ocurría, y seguía sin poder entender. Al principio pensé que eran alucinaciones visuales, pero era consciente de lo que estaba pasando, por ende, médicamente sabía que no podían ser.
Trabajamos unas cuatro horas dentro de estudio. Cuando terminamos y salimos, ya había bastante menos personas. Me acerqué al fiscal y le comenté sobre los hallazgos e indicios. En ese momento, de entre toda la gente, vi pasar a una persona con una campera a rayas color gris, con capucha, que miraba de reojo. Fue como cuando uno mira la tribuna de una cancha en pleno partido y de golpe alguien en particular se vuelve nítido, se destaca del resto. Cruzamos la mirada unos pocos segundos. Sentí que conocía a ese alguien. Lo sentí, muy adentro lo sentí. Mantuvimos la mirada uno en el otro por un breve momento y siguió de largo.
Después de hablar con el fiscal, di media vuelta y me dirigí al padre. No sabía, juro que no sabía cómo encararlo. Eso no sale explicado en los libros de criminalística de los que estudié. Tenía que mantener la distancia justa. No involucrarme tanto para que no me afecte y no estar tan distante como para poder calmar y ayudar a ese papá.
Le volví a apoyar la mano derecha, la misma con la que había tocado a su hija muerta hacía unos minutos, y le pedí que me mire. Le dije que que lo sentía, que habíamos trabajado de tal manera de tener todos los elementos posibles como para poder encontrar al culpable. Que le prometía que íbamos a hacer todo lo posible. No parpadeó y sin titubear me respondió que por favor lo agarraran, para que otro padre no tenga que pasar por eso. La misma frase que murmuraba cuando llegué. Lo abracé y él con sus brazos colgando, como si tuvieran dos pesas en las muñecas, lloró.
El coordinador nos separó, le dio algunas explicaciones técnicas del proceso judicial que seguiría el caso y nos fuimos.
Al día siguiente, recibí un mensaje al teléfono de un compañero de la división de Homicidios, diciéndome que habían detenido al posible culpable. Que una mujer había denunciado que su pareja había llegado rasguñado y que entre sus prendas había un pen drive con fotos de la chica que habían matado en Rio Ceballos. Hicieron un operativo cerrojo y lo agarraron yendo a Córdoba. Le respondí con algo que hasta hoy no le pude explicar a él, pero que ustedes ya lo saben. Le pregunté:
Esa noche, me subí a mi camioneta y me fui. Manejé durante más de tres horas hasta que tomé el camino de "Bosque Alegre", tan conocido en Córdoba. Pasando el Observatorio paré al costado de la ruta, me bajé y vomité en la banquina la tristeza, la bronca, el dolor y el infierno que llevaba adentro. Seguí viajando por varios kilómetros más. Cuando llegué a Potrero de Garay, me senté sobre el margen del camino mirando el lago, y apoyé el mentón en mis rodillas riéndome por dentro y pensando en la paradoja del nombre del camino "Bosque Alegre".
Con la mente volando por cualquier lado, sólo escuchando el sonido de los grillos en el silencio aturdidor de la noche en soledad, le di vueltas al asunto, tratando de explicar lo que me pasaba y por qué me estaba pasando a mí. Entendí que por algo era justo conmigo, que tenía que usarlo positivamente para ayudar, dejarme guiar por ese instinto, y que no me era ajeno ni el dolor de los familiares, ni lo que en cada hecho se me presentaba. No era ajeno, me pasaba de chico, siempre me pasó. Era hora de hacerme cargo.
El autor:
Julio César Guerini (33 años).
Oriundo de Venado Tuerto (Santa Fe)
Médico (UNC)
Especialista en Medicina interna (UNC)
Especialista en Medicina legal (UNC)
Médico del Gabinete Médico-Químico-Psicológico de la Policía Científica de la Dirección General de Policía Judicial. Poder Judicial del la Provincia de Córdoba. Ministerio Público Fiscal.
Prof. Asist. de Semiología (Hospital Nacional de Clínicas - Córdoba)
Prof. Asist. de Patología (IIda Cátedra de Patología - UNC)
Docente de Postgrado en la Especialidad de Medicina Legal (UNC)
(Fanático de la pesca)
Estacionamos las camionetas embarradas frente a la parrilla que estaba unos metros antes. Esa parrilla tan conocida en Rio Ceballos, a la cual había ido innumerables veces. Eran las siete de la tarde y recién estaban poniendo los cabritos en la estaca. En lugar de darme hambre y comenzar a generar saliva con solamente sentir el olor a humo, se me hizo un nudo en la boca del estómago. Sabía, como me había pasado en otros lugares de la provincia, que esa parrilla pasaría a formar parte ahora de mi nuevo GPS de la muerte. Sabía, con bronca, que por lo menos por un buen tiempo iba a ser la “parrilla que está al lado de donde mataron a la arquitecta”.
Comencé a putear para adentro, mordiéndome y sintiéndome una mierda por preocuparme por esa superficialidad, mientras unos metros más adelante estaba un padre sufriendo por la muerte de su hija. Pero también es verdad, que desde que comencé a trabajar en el lugar del hecho, la provincia cambió su geografía para mí. Ya cada vez me quedaban menos lugares vírgenes de muertos. En cada rio, en cada ruta, al lado o cerca de tal o cual sitio de comidas había un muerto que referenciar.
En esos pocos metros entre la parrilla y la entrada al estudio de arquitectura en donde había una persona muerta, y su padre esperándonos en la puerta, finalicé esa lucha interna.
Todo empezó con la misma rutina de siempre. El llamado notificando el hecho al son de Doctor, hay un homicidio en Rio Ceballos ¿Quién sale de ustedes?. La respuesta automática de anotame a mi Juancito; ya preparo las cosas y salimos.Y el deseo interno de que en este hecho en particular no se me venga esa sensación incómoda en la panza, en la cabeza, como preámbulo a las visiones o premoniciones, que más de una vez he tenido.
Primero no quería aceptarlo, después que lo acepté no quería contarlas, y ya al último no quería tenerlas.Diálogo rutinario y repetitivo en la Base Operativa. El hecho se tomó telefónicamente como tantos otros. Eran las 15:00 hs del 18 de Junio, sábado.
No sé si por intuición o distracción, no pregunté nada antes de salir. En pleno viaje junto con el equipo de trabajo, fotógrafo, planimetría, huellero, químico, etc.; Juan el coordinador nos fue poniendo al tanto del caso. En resumen, dijo: “mataron a una arquitecta en su estudio, y la encontró el padre”. De ahí en más, no escuché nada. No sé si es que no dijeron más nada o que yo los anulé. Realmente no sé qué me pasó. Bloqueé cualquier palabra que hayan dicho después.
Focalicé la mirada en la banquina, el paisaje, los demás vehículos que nos pasaban, las señales de tránsito, y por último el cartel de Rio Ceballos: 5 Km, que me trajo de nuevo a la realidad. Llegamos alrededor de las 16:15 hs.
Me acerqué al padre, no recuerdo el nombre, pero sí sus expresiones. Como dije, movía la cabeza pendulante con la mirada hacia el suelo. Lo vi desde la camioneta. Una vez que pasé el estudio de arquitectura y me paré a su lado lo pude escuchar murmurar “ojalá lo agarren para que otro padre no tenga que pasar por esto; a mi ya nadie me va a devolver a mi hijita”.
Extendí el brazo y le apoyé la mano derecha sobre su hombro izquierdo, como seguramente más de uno lo había hecho esa tarde. Por eso quizás no levantó la cabeza para mirar quien era. Y menos mal que no lo hizo tampoco, porque aún no estaba preparado para poder mirarlo a los ojos. Extendí los dedos de la mano, como en un acto reflejo para retirarla. Quizás fue la forma que tuvo mi cerebro para decirme que tome distancia, que aún estaba a tiempo de no recibir el golpe de knockout, por lo menos en este round.
Otra persona que estaba en el lugar, me hizo un gesto casi invisible como se hace en el truco y me corrí hacia un costado. Era el fiscal a cargo de la instrucción. Nos contó que, según los testimonios recabados hasta el momento, la habían visto por última vez el día anterior a las ocho de la noche cuando fue hasta la vivienda de al lado, que era la casa del padre, a buscar unas cosas a su auto y volvió a entrar al estudio. No se supo más nada. En teoría se iba a juntar a cenar con unas amigas, pero nunca llegó. Hoy a la mañana el papá fue hasta el estudio, preocupado, porque el auto de ella seguía estacionado en el mismo lugar, y las amigas lo habían llamado porque no se podían comunicar.
Según el relato del propio padre, vio la luz encendida, la puerta entreabierta. Entró despacio y con vergüenza, pensando que quizás estaba con algún cliente. Una vez en la sala de espera, se quedó mudo, quietito, esperando escuchar el sonido de algún diálogo, la radio, la computadora. Silencio. Golpeó dos veces la puerta interna del estudio. Nadie respondió. Abrió y la encontró tirada al lado del escritorio, con la cara tapada. Por todo lo que le entró por los ojos, no le hizo falta acercarse para entender que ella ya no estaba más. Temblando y comenzado a demolerse de a partes como un edificio antiguo ante un terremoto. Agarró su celular viejito, con botones, sin pantalla digital. Marcó 101 y desató el tsunami que nos llevaría puestos a todos ese día.
En otra parte de la ciudad, a unas pocas cuadras, una pareja discutía. Ella por el engaño y él por el miedo. Ella por los rasguños que le encontró, pensando que eran la clara evidencia de una amante. Él sabiendo que no podía quedarse ni una hora más. Se fue con el dinero que había pedido por adelantado a su patrón la tarde anterior y viajó hasta Córdoba con miras a fugarse para Rosario, su ciudad natal.
Ella, ni bien él se fue, comenzó con la frenética búsqueda de pruebas que la conduzcan a la amante de su marido, para poder desquitarse la bronca y frustración del engaño con alguien. Buscaba algún pelo en la ropa, rubio, negro, rojizo, algo; algún papel, número de teléfono, un nombre, alguna puta pista. Buscó, buscó, buscó, hasta que, en el bolsillito de las monedas de un jean, encontró un pen drive. Prendió su notebook, lo puso y le costó unos minutos asimilar las fotos que estaba viendo. Esa chica joven, preciosa, sonriente…la conocía. Sabía que la conocía, pero no podía darse cuenta de dónde. Las miró, una y otra vez. Apagó la computadora.
Al medio día, mientras tomaba unos mates en la cocina, sobre la mesa con un mantel de plástico todo engrasado y pegajoso, prendió la televisión para que el silencio de la casa no la atormente. Pero la imagen que vio cuando puso el noticiero, fue peor que el silencio. En la pantalla, en primera plana, salía la foto de la misma persona que ella había visto hace un rato en su computadora. El epígrafe del noticiero sentenciaba Otro femicidio: hallaron muerta a una arquitecta en su estudio, en pleno centro de Rio Ceballos. Se quedó helada, hipnotizada, mirando la pantalla.
Se levantó como sonámbula, fue a buscar de nuevo la notebook con la ilusa idea de pensar que quizás eran parecidas, pero no era la misma persona. Repitió el procedimiento de poner el pen drive y ver las fotos. No había dudas, era ella. En unos minutos, el número 101 iba a ser marcado a unas pocas cuadras del estudio desde donde lo habían marcado a la mañana. Los dos extremos de un hilo muy delgado comenzaban a unirse e iban dejando dentro a una persona que se escapaba a córdoba, tratando de no quedar ahí.
El fiscal había terminado de ponernos en autos del caso. Nos vestimos con los trajes de aislamiento, preparamos los elementos de trabajo e ingresamos la escena. Por supuesto, la vereda y la calle se habían repleto de periodistas y vecinos. Iba a ser la noticia del Lunes. Todos querían la primicia de lo ocurrido.
Una vez en la sala de espera del estudio, tras observar y evaluar, descartamos el interés criminalístico de ese espacio. Estaba todo en orden. La puerta interna del estudio estaba entornada. Cuando comencé a acercarme, una sensación nauseabunda me impregno la boca de saliva, el zumbido en los oídos, la presión en los hombros, el pecho cerrado y otra vez el pródromo maldito de lo que se me venía. Apoyé mi mano derecha, la misma que había puesto sobre el hombro del papá de la arquitecta, con el guante de nitrilo sobre la puerta y la empujé suavemente. Ahí estaba ella, tirada en el suelo, en posición fetal, con un trapo blanco en el rostro, sangre en el suelo y todos los elementos de trabajo desparramados por el piso; y aunque traté como tantas otras veces de no parpadear porque sabía que se me venía, respiré hondo y me preparé.
Cerré los ojos muy pero muy lentamente y apareció en dos o tres flashes sucesivos la secuencia. Alguien sorprendiéndola, tirándola al suelo, ella luchando, rasguñándolo, empujándose con los pies contra una pared amarilla, alguien golpeándola, dejándola obnubilada, ese alguien bajándole la calza y la bombacha al mismo tiempo, con violencia; subiéndole la remera y el corpiño al mismo tiempo también, como quién abre un bolso en dos de forma desesperada y enceguecida buscando algo. Ella tratando de moverse, de correrse, entredespertándose; no podía. Amagó a querer gritar, la última chance que le quedaba. También se la quitaron. Ese alguien, agarró una camperita blanca con bordes celestes, y se la metió en la boca, también con violencia; y para que no quedara ni el más mínimo intento de grito, le puso las dos manos en el cuello. Ella viéndose desde arriba mientras se iba, mientras alguien la violaba, como un animalito medieval. Se fue. Y yo ahí, viendo todo, pero sin poder hacer nada porque ya había pasado. Como si fuera domingo, pero yo tuviera el diario del lunes, y dijera “sabía que este número del quini iba a salir, pero no hubiese podido jugarle.”
Entré, rodeé el cadáver y miré la pared en la cual según mi “visión” se había empujado la víctima. Ahí estaba, bien clarita, la impronta de la suela de la zapatilla contra la pared. Otra vez, algo, alguien, me bajaba esa información de antemano. ¿Por qué a mí?, ¿Por qué no le tocaba a otro?. No era la primera vez que me ocurría, y seguía sin poder entender. Al principio pensé que eran alucinaciones visuales, pero era consciente de lo que estaba pasando, por ende, médicamente sabía que no podían ser.
Trabajamos unas cuatro horas dentro de estudio. Cuando terminamos y salimos, ya había bastante menos personas. Me acerqué al fiscal y le comenté sobre los hallazgos e indicios. En ese momento, de entre toda la gente, vi pasar a una persona con una campera a rayas color gris, con capucha, que miraba de reojo. Fue como cuando uno mira la tribuna de una cancha en pleno partido y de golpe alguien en particular se vuelve nítido, se destaca del resto. Cruzamos la mirada unos pocos segundos. Sentí que conocía a ese alguien. Lo sentí, muy adentro lo sentí. Mantuvimos la mirada uno en el otro por un breve momento y siguió de largo.
Después de hablar con el fiscal, di media vuelta y me dirigí al padre. No sabía, juro que no sabía cómo encararlo. Eso no sale explicado en los libros de criminalística de los que estudié. Tenía que mantener la distancia justa. No involucrarme tanto para que no me afecte y no estar tan distante como para poder calmar y ayudar a ese papá.
Le volví a apoyar la mano derecha, la misma con la que había tocado a su hija muerta hacía unos minutos, y le pedí que me mire. Le dije que que lo sentía, que habíamos trabajado de tal manera de tener todos los elementos posibles como para poder encontrar al culpable. Que le prometía que íbamos a hacer todo lo posible. No parpadeó y sin titubear me respondió que por favor lo agarraran, para que otro padre no tenga que pasar por eso. La misma frase que murmuraba cuando llegué. Lo abracé y él con sus brazos colgando, como si tuvieran dos pesas en las muñecas, lloró.
El coordinador nos separó, le dio algunas explicaciones técnicas del proceso judicial que seguiría el caso y nos fuimos.
Al día siguiente, recibí un mensaje al teléfono de un compañero de la división de Homicidios, diciéndome que habían detenido al posible culpable. Que una mujer había denunciado que su pareja había llegado rasguñado y que entre sus prendas había un pen drive con fotos de la chica que habían matado en Rio Ceballos. Hicieron un operativo cerrojo y lo agarraron yendo a Córdoba. Le respondí con algo que hasta hoy no le pude explicar a él, pero que ustedes ya lo saben. Le pregunté:
- ¿Tenía una campera gris a rayas?
- Sí, ¿cómo sabías?
Esa noche, me subí a mi camioneta y me fui. Manejé durante más de tres horas hasta que tomé el camino de "Bosque Alegre", tan conocido en Córdoba. Pasando el Observatorio paré al costado de la ruta, me bajé y vomité en la banquina la tristeza, la bronca, el dolor y el infierno que llevaba adentro. Seguí viajando por varios kilómetros más. Cuando llegué a Potrero de Garay, me senté sobre el margen del camino mirando el lago, y apoyé el mentón en mis rodillas riéndome por dentro y pensando en la paradoja del nombre del camino "Bosque Alegre".
Con la mente volando por cualquier lado, sólo escuchando el sonido de los grillos en el silencio aturdidor de la noche en soledad, le di vueltas al asunto, tratando de explicar lo que me pasaba y por qué me estaba pasando a mí. Entendí que por algo era justo conmigo, que tenía que usarlo positivamente para ayudar, dejarme guiar por ese instinto, y que no me era ajeno ni el dolor de los familiares, ni lo que en cada hecho se me presentaba. No era ajeno, me pasaba de chico, siempre me pasó. Era hora de hacerme cargo.
Julio Cesar Guerini
El autor:
Julio César Guerini (33 años).
Oriundo de Venado Tuerto (Santa Fe)
Médico (UNC)
Especialista en Medicina interna (UNC)
Especialista en Medicina legal (UNC)
Médico del Gabinete Médico-Químico-Psicológico de la Policía Científica de la Dirección General de Policía Judicial. Poder Judicial del la Provincia de Córdoba. Ministerio Público Fiscal.
Prof. Asist. de Semiología (Hospital Nacional de Clínicas - Córdoba)
Prof. Asist. de Patología (IIda Cátedra de Patología - UNC)
Docente de Postgrado en la Especialidad de Medicina Legal (UNC)
(Fanático de la pesca)
No hay comentarios:
Publicar un comentario