lunes, 11 de junio de 2018

Permiso para morir - Arte y Cultura - IntraMed

Permiso para morir - Arte y Cultura - IntraMed



La verdad y otras mentiras | 31 MAR 13
Permiso para morir
Una médica, sola, la noche en que descubrió la dignidad y la muerte.

Fuente: IntraMed 
*Para Florencia que me regaló su historia un mañana de viaje, con un nudo en la garganta".

Cama 460

“El pájaro caído no se puede tocar el ala herida, pero algo que no es él mismo se la toca”, Roberto Juarroz

Florencia siempre ha sido alta, con una voz contundente y convicciones firmes. En el colegio de hermanas aprendió que a veces su figura resultaba intimidante aunque no fuera esa su intención. Era una alumna aplicada, una misionera sensible y una amiga leal. Anduvo arropada por una familia amorosa y una moral estricta hasta que la vida le fue limando las culpas y abriendo las puertas. Casi sin darse cuenta se encontró un día siendo médica, que era una de las cosas que más quería en la vida. Ingresó a la residencia con veinticinco años en un hospital público con el propósito de entrenarse en Terapia Intensiva. Su primer año lo pasó en una sala de Clínica Médica para completar el ciclo introductorio. Se levantaba muy temprano; su mamá le llevaba una taza de café con leche a la cama como cuando era una nena. Ella la bebía con los ojos cerrados y el cuerpo en estado de gracia. Tomaba el colectivo cuando el sol recién se asomaba sobre la avenida. Era de las primeras en llegar al hospital. Trabajaba con ese ritmo intenso y desalmado con que la medicina recibe a los novatos. Sabía que era necesario pasar por esa etapa, más como un rito de iniciación que como un programa de aprendizaje.

Los primeros meses el agotamiento no le permitió reflexionar acerca de lo que estaba viviendo. Siempre estaba cansada, con sueño, sin tiempo para ver a sus amigas de la infancia ni para tomarse unos mates con la familia. Llegaba a su casa y caía rendida sobre la cama. Casi no leía las novelas de Corín Tellado que tanto le gustaban, ni los diarios; ya no miraba películas, ni televisión. Por primera vez en muchos años tenía las uñas de las manos sin pintar. No recordaba cuándo había sido la última vez que había ido a la peluquería. Se dormía en el colectivo, en la cena familiar, incluso un par de veces se había quedado dormida en el baño. Todo su pequeño mundo pasaba por el hospital. Las tareas eran tantas, tan nuevas y tan variadas que no le quedaba más remedio que aprenderlas mientras las hacía. Fue adquiriendo sus primeras herramientas para comunicarse con los pacientes y con sus familias, conociendo a personas con distintos lenguajes, costumbres y actitudes. Le llevó un tiempo asimilar las reglas implícitas de la profesión. Los códigos tácitos acerca de los que nadie habla pero que funcionan como una ley dura e inflexible que nadie se anima a nombrar.

Sus compañeras eran casi todas mujeres, también sus jefes. Los varones eran una minoría. Recorrían la sala todas las mañana pasando las novedades de la evolución de cada paciente. Los médicos con más experiencia daban sus opiniones, los más jóvenes tomaban nota de sus sugerencias. Florencia tenía una obsesión con el orden y la prolijidad desde que era una niña. Anotaba las tareas en una libreta de tapas duras rosada repleta de dibujitos de Sarah Kay. Resaltaba lo que escribía con distintos colores de acuerdo al tipo de actividad y a la prioridad que le asignaba: rojo el laboratorio, amarillo radiología, verde interconsultas, azul indicaciones médicas. Nunca se iba hasta completar el trabajo pendiente. Sabía que si algo no quedaba resuelto no podría soportarlo. Anticipaba ese malestar que la perseguiría hasta el día siguiente yendo de un lado para el otro hasta que la lista de su libreta quedaba cerrada.

Durante una de aquellas recorridas se discutió el caso de una paciente con fiebre prolongada y sin foco infeccioso evidente. Se evaluaron las posibilidades y se recomendó tomarle muestras para hemocultivos con el propósito de descartar la circulación de algún microrganismo en su sangre. Una vez finalizado el pase de sala, Florencia subió al laboratorio para obtener tubos estériles. Volvió hasta la cama de su paciente, se higienizó metódicamente las manos, se puso un camisolín, barbijo y cofia estéril y, con la ayuda de la enfermera, tomó las muestras sanguíneas que repartió en tubos de cultivo. Mientras rotulaba el material entró su residente de segundo año. Se acercó para observar lo que estaba haciendo y miró los materiales utilizados como si los estuviera fotografiando. Su disgusto era evidente, aunque Florencia no alcanzaba a comprender el motivo. Lo miró, interrogándolo, pero él permaneció callado. Terminó con el trabajo y salió de la habitación. Él la siguió hasta el pasillo.

—¿Por qué tomaste los hemocultivos sola, sin esperarme?
—No sabía que tenía que esperarte.
—Siempre tenés que esperar a un residente superior cuando vas a hacer un procedimiento por primera vez.
—No es la primera vez. Doy clases de microbiología en la facultad desde hace años y este es un tema que he enseñado muchas veces. Lo conozco muy bien.
—Acá no importa lo que sepas. Acá estás para aprender de los que lo hemos hecho antes que vos.
—Entiendo que eso sea así para lo que no sé hacer, pero no tiene sentido para lo que ya sé.
—Lo que tiene sentido y lo que no tiene sentido en este servicio no lo decidís vos. Espero que te quede claro desde ahora.

El residente se fue sin saludarla. Florencia lo siguió con la mirada, incrédula, hasta que su silueta desapareció por el hueco de la escalera. Se sintió incómoda y desorientada. Subió hasta el quinto piso para entregar las muestras en el laboratorio. Cuando volvió a la sala, estaba más furiosa que confundida. No lo comentó con nadie. Todavía no había aprendido que allí era mejor no mostrar lo que uno sabía quitándoles la oportunidad a los más antiguos de mostrar lo que sabían ellos. Muchas de las reglas tácitas que gobernaban las relaciones en el hospital eran simplemente gestos confirmatorios de un orden jerárquico y del principio de autoridad basado en el tiempo que cada uno llevaba en ese lugar. El novato, por definición, no debía saber, no podía opinar, no tenía que hacer nada si alguien no lo habilitaba para ello. Desde aquel día algo se tensó en el vínculo con sus jefes. Sin proponérselo, había desafiado al orden establecido. Y eso resultaba intolerable.

Algunas tardes Florencia daba clases en una cátedra de la Facultad de Medicina de la que había sido alumna. Cuando le ofrecieron un cargo como jefa de trabajos prácticos, creyó que era una oportunidad de formación y para adquirir experiencia en la enseñanza con mayor responsabilidad. Les pidió a su jefa de residentes y a su instructora autorización para salir un rato antes los martes y los jueves. Les ofreció devolver esas horas quedándose hasta más tarde los otros días. Se la negaron. Entendió de inmediato que no había motivos razonables para impedirle lo que era a todas luces algo de interés, no sólo para ella, sino para enriquecer su trabajo y, por lo tanto, el de todos. La negativa era una cuestión de poder, un ejercicio de autoridad minúscula y sin fundamento. Peleó. Discutió durante varios días con la energía de quien sabe que tiene razón y que tiene derecho. Los residentes de primer año no discuten, obedecen. No tienen derechos sino obligaciones. La actitud enturbió el clima, y la relación con sus superiores se puso áspera y distante. Reclamar merecía un castigo, y se lo impusieron. Finalmente la autorizaron a retirarse para ir a la facultad pero la condenaron a hacer guardia los domingos durante seis meses, sola, sin supervisores ni compañeros. Lo aceptó con la obstinada tozudez que la acompañaba desde el jardín de infantes.

El primer domingo le temblaron las piernas antes de entrar al hospital. La sala de Clínica Médica era un largo pasillo con habitaciones sobre la derecha y ventanales sobre la izquierda. Las camas se agrupaban de a dos o de a cuatro en cuartos austeros y helados. El silencio era lo que más se escuchaba un día feriado. Aunque después de algunos minutos aparecían los ruidos que lo interrumpían con alarmas de monitores, quejidos de algún paciente, el soplido de un respirador o el eco lejano de una radio que anticipaba el fútbol de la tarde.
Se encontró a cargo de cuarenta enfermos con las patologías más diversas y sin nadie con quien consultar las decisiones que hubiese que tomar. El jefe de la guardia la recibió con cordialidad:

—No te preocupes, vos hacé lo que haya que hacer y ante cualquier dificultad no dudes en consultarme.
Eso la tranquilizó un poco, aunque no mucho.

Durante el día el trabajo fue agotador. Pasaron seis ingresos, controles a pacientes a los que no conocía, análisis clínicos, idas y vueltas a la guardia general para evaluar urgencias, indicaciones médicas, informes a familiares. Varias veces sintió la necesidad de consultar a alguien acerca de algún caso. La soledad y el desamparo se le hicieron presentes. Había llevado un grueso tomo del Harrison al que apeló cuando una dosis o un diagnóstico se le pusieron difíciles. El libro era un mamotreto de más de mil páginas, ajado, subrayado y repleto de anotaciones. Sus padres se lo habían regalado cuando ingresó a la Unidad Hospitalaria. Lo habían comprado en cuotas. Se sentía más segura sabiendo que en esas páginas se encontraban la mayoría de las respuestas a sus preguntas.

Casi sin darse cuenta, encontró la noche detrás de los ventanales. No había comido, no había descansado. Tenía los pies hinchados y la espalda dolorida. Fue a la habitación de médicos, se dio una ducha, buscó en la mochila un chocolate Milka que le había dejado su mamá (“Por las dudas”, le había dicho en el umbral de la casa antes de salir hacia el hospital). Se recostó en la cama vestida y desenvolvió la tableta despacio. Empezó a sentir el sabor de las almendras antes de llevársela a la boca. Afuera el silbido del tren cortaba el silencio de la noche. Por primera vez durante ese domingo tomó conciencia de que había un mundo exterior. Golpearon la puerta. Entró la enfermera con una historia clínica en la mano.

—El chico de la cama 460, doctora… lo veo muy mal, creo que se está muriendo —le dijo extendiéndole una carpeta enorme repleta de estudios con la información del paciente.

Florencia envolvió el chocolate con el papel metalizado y caminó detrás de la enfermera sin decir una palabra. Por el pasillo miró de reojo la primera página de la historia clínica. Reconoció palabras sueltas en la penumbra: seminoma, metástasis, quimioterapia, terminal.

Llegaron a la puerta de la habitación donde estaban los padres del enfermo y su hermana. Las dos mujeres permanecían calladas, con los ojos cerrados, tal vez rezaran. El padre tomó a Florencia del brazo:
—¡Haga algo, doctora! ¡Se puso muy mal, no puede respirar, se está muriendo…! —El hombre era robusto, maduro, caminaba nervioso en círculos. Entró al cuarto con paso firme y el corazón saliéndole por la boca. Antes de ver al paciente, escuchó su respiración forzada, un quejido prolongado y tenue pero desgarrador. Se detuvo al costado de la cama y encendió la luz. La cabeza del joven se perdía sobre una serie de almohadas superpuestas que lo mantenían semisentado. La boca se abría buscando el aire con desesperación. Estaba tan adelgazado que le costó reconocer un rostro sobre los huesos filosos y los ojos hundidos en las órbitas.
Miró la ficha clínica. Tenía veinticinco años, su misma edad. Se llamaba Ariel. El chico la miraba con más temor que curiosidad. Florencia le acarició la cabeza.

—Tranquilo —le dijo—, yo te voy a ayudar. —Lo examinó sosteniéndole la espalda. No debería pesar más de cuarenta kilos. La piel era transparente, las conjuntivas pálidas, el abdomen hinchado a tensión atravesado por venas azuladas en todas direcciones, el ombligo protruía hacia afuera como una faro sobre una isla desierta. Las piernas eran un par de huesos sin músculo, las rodillas resaltaban como raíces de un árbol seco. Los tobillos estaban hinchados. Cada vez que tocaba alguna parte de su cuerpo la estremecía su frialdad. La enfermera la ayudó a colocarle una máscara de oxígeno. Revisó las indicaciones y los últimos estudios. Miró la radiografía del día anterior. Se sentó sobre la cama tomándole su mano helada.

—Ariel, vamos a tener que hacer algunas cosas. Tenés los pulmones y la panza llenos de líquido, eso es lo que no te permite respirar. Si lo evacuamos te vas a sentir mejor.

El padre caminaba alrededor de la cama movido por una ansiedad que no le permitía quedarse quieto. Hablada sin parar, tosía, abría y cerraba la ventana, secaba la frente sudada de su hijo con una gasa o le ponía entre los labios un algodón humedecido con té azucarado. Ariel miraba a ese hombre desesperado y a Florencia alternativamente. Se esforzaba por respirar con dificultad pero no perdía su conexión con las personas que lo rodeaban. Estaba atento a sus expresiones y actitudes. Tiró del brazo de Florencia para acercarla a su boca. Se quitó la máscara:

—Por favor, basta, basta… Estoy cansado, no quiero más… —le dijo con un susurro entrecortado por la respiración pero con una firmeza y determinación que, pese a todo, transmitía al hablar. Se miraron por primera vez a los ojos. Intensamente.

Eran dos jóvenes de la misma edad. Algo los hizo sentir semejantes. El chico confiaba en que ella podría entenderlo. Florencia sintió una corriente eléctrica en la columna vertebral. Como un destello, se vio a sí misma abandonada en esa cama. “Podría ser yo”, pensó. “Soy yo”, se dijo en voz baja. Pasó su brazo por el cuello de Ariel con una seguridad que nunca había sentido antes. —Tranquilo, primero conversemos hasta que estés seguro de lo que querés. Voy a explicarte todas las veces que sea necesario lo que podríamos ofrecerte y a respetar tu decisión.

El padre miraba horrorizado la escena sin comprender del todo lo que su hijo estaba pidiendo.
—¡Haga algo, doctora! —gritó en tono imperativo. Amenazante. Florencia le pidió que le permitiera quedarse a solas con su hijo.

—Quiero hablar con él. Necesito saber qué piensa, qué siente, qué quiere. —Lo acompañó hasta salir del cuarto y cerró la puerta.

Florencia era asmática desde la infancia. Llevaba su enfermedad sin mayores inconvenientes aunque en algunas oportunidades había padecido crisis severas. Cuando enfrentaba situaciones extremas o ante el uso de algunos medicamentos habituales como la Aspirina o la dipirona experimentaba episodios de falta de aire angustiantes y prolongados. No pensaba mucho en eso, pero al volver a la habitación sintió que el aire salía pesado y lento desde sus bronquios; tuvo que hacer un esfuerzo para vaciar los pulmones. Sabía lo que ese chico estaba sintiendo. Ella conocía la sed de aire. También en eso se parecían.

Se sentó para leer con detalle la historia clínica antes de conversar con Ariel. Cinco años atrás le habían diagnosticado un tumor maligno en un testículo, un seminoma. Había realizado todos los tratamientos posibles: quimioterapia, cirugía, radioterapia. La evolución había sido mala por lo que, incluso, se habían ensayado terapias experimentales sin resultado alguno. Desde hacía dos años tenía metástasis del tumor en los huesos, los pulmones y en el peritoneo. La sobrevida esperada era mínima; estaban agotadas todas las instancias. Dejó la historia sobre la mesita de luz, respiró profundamente dos o tres veces. Trató de recordar si se había aplicado el aerosol con broncodilatadores esa mañana antes de salir de su casa pero no pudo asegurarlo.
Se volvieron a mirar durante algunos segundos. Florencia le retiró la máscara y cerró el flujo de oxígeno. Se hizo un silencio profundo.

—Ariel, puedo aliviar un poco tu disnea si me permitís hacerte una punción pleural. Si sacamos algo del líquido de tus pulmones vas a respirar mejor hasta que vuelva a reproducirse.

El joven la escuchó con atención pero sin esperanzas. Se incorporó sobre la cama con un esfuerzo tremendo. Florencia lo ayudó a sentarse.

—Doctora, estoy muy cansado, no aguanto más. Por favor déjenme, no quiero que me hagan nada más. —Parecía tranquilo, lúcido, con una determinación serena. Todo en él trasuntaba un agotamiento extremo, estaba exhausto, pero no sólo en su cuerpo. Su mirada y su manera de hablar dejaban ver una clase de cansancio que excedía la dimensión física—. Ya luchamos todo lo que era posible, ellos y yo. Por favor, no me obliguen a seguir. Necesito descansar, no puedo, no puedo más…

A Florencia empezó a faltarle el aire pero se dijo a sí misma que tenía que sobreponerse a eso y lo logró.
—Ariel, necesito estar segura de que vos entendés lo que significa hacer lo que me pedís.
El chico le miró las manos de dedos largos y delgados. Tenían una flexibilidad anómala, lo que le confería un aspecto bellísimo a los movimientos, como de bailarina flamenca. La tocó rozándola apenas sobre la palma. Parecía que la consolaba:

—Lo entiendo perfectamente, doctora.

Le explicó con todas las palabras y con detalle las consecuencias que tendría cumplir con su pedido. Quiso asegurarse de que Ariel tenía plena consciencia de la situación. Él la escuchó con paciencia, amorosamente. Le confirmó su deseo.

—Es necesario que vos mismo les digas esto a tus padres antes de tomar una decisión. —Asintió con un movimiento de cabeza. Antes de salir, le colocó otra vez la máscara.
—Ariel quiere hablarles. Los dejo solos un rato; cuando terminen, me llaman. —La familia entró al cuarto, ella volvió a la habitación de médicos.

Miró la tableta de chocolate sobre la mesa de luz pero ya no sentía hambre. Se recostó, estiró las piernas. Dejó caer un zapato y luego el otro. Le pareció que se demoraban en golpear contra el piso un tiempo inusualmente largo. Pensó en qué era lo correcto. Recordó a sus muertos cercanos. Nunca había visto morir a una persona, aunque conocía el dolor de la pérdida. Pasaron por su cabeza los sermones a los que había asistido en la parroquia de la escuela. Revivió las reuniones pastorales del grupo de misioneros. “¿Qué debo hacer?”, se preguntó a sí misma sin esperar respuesta.

Llamó por teléfono a su jefa de residentes y a su instructora. Les planteó el caso, pero las dos se mostraron molestas por haber sido importunadas un domingo a esa hora. Le respondieron con excusas y evasivas:
—Vos estás de guardia y sos quien tiene que tomar las decisiones —le dijo una de ellas antes de cortar.
Se sentó y leyó el capítulo sobre seminoma en el Harrison. El pronóstico era pésimo, la sobrevida a cinco años en las condiciones clínicas de Ariel era prácticamente nula. Después buscó el capítulo de sedación y analgesia en el paciente terminal. Tomó notas: fármacos, dosis, velocidad de la infusión. La enfermera le trajo una taza de té. Le frotó los hombros.

—Es la primera vez, ¿no?
Florencia levantó la cabeza.
—Sí, nunca me había pasado algo así. —Bebió un sorbo que retuvo en la boca para sentir el calor de la infusión.
—Hoy te tocó a vos, alguna vez te iba a pasar. Tranquila. —Le dejó dos galletitas Express untadas con queso blanco antes de salir de la habitación.

Volvió a la sala donde encontró a los padres y a la hermana rodeando a Ariel. Las mujeres le frotaban la espalda con colonia de pino. El padre le hizo señas para que salieran.

—Por favor, doctora, que no sufra, que se vaya en paz, sin dolor. —El hombre la abrazó. Temblaba. Florencia tuvo que hacer un esfuerzo para no llorar. Pidió quedarse a solas con el paciente. Volvió a explicarle lo que podía hacer para respetar su decisión evitándole el sufrimiento. Una sonrisa se le dibujó enmarcada entre los huesos prominentes de la cara y un mechón de cabello sobre la frente.

—Gracias, muchas gracias… —le dijo tomándole la mano. Florencia salió apurada y se encerró en el baño. Tenía ganas de llorar o de vomitar, pero no hizo ninguna de las dos cosas.

Entró al office de enfermería, buscó tres ampollas en la vitrina de los medicamentos. La enfermera se ofreció a preparar la solución.

—No, gracias, esto tengo que hacerlo yo, sola.

Inyectó el contenido de las ampollas en un frasco de solución fisiológica, conectó una tubuladura, rotuló la preparación y volvió a la cama de Ariel. Remplazó el suero anterior por el nuevo y controló varias veces la velocidad del goteo. Ajustó la máscara de oxígeno y renovó el líquido del humidificador.

—Te vas a dormir, Ariel… Despacio, tranquilo. Vas a descansar sin dolor. —El chico volvió a sonreír.
Pocos minutos después, Ariel disminuyó el ritmo de su respiración, cerró los ojos y se durmió con un sueño profundo y relajado. Su mano cayó al costado de la cama. Florencia la acomodó sobre su pecho. Parecía tranquilo, dormido con naturalidad. Salió de la habitación y volvió a abrazarse con la familia. Todos juntaron sus cabezas sin decir ni una palabra.

No pudo descansar en toda la noche. Revisó el teléfono para comprobar si había alguna llamada o algún mensaje de sus jefes, pero no había nada. Varias veces se asomó en puntas de pie para ver cómo seguían las cosas. Ariel dormía, su familia lo rodeaba sentada alrededor de la cama. La habitación estaba a oscuras, apenas se escuchaba el ruido del oxígeno y el murmullo musical de una plegaria que la madre repetía una y otra vez de manera automática.

Vio llegar la mañana como una lengua de luz sobre los árboles. Preparó sus cosas para una nueva jornada de trabajo. Mientras lo hacía, encontró al padre de Ariel parado en la puerta de la habitación. Lo miró esperando algún comentario, alguna novedad. El hombre dio dos pasos hacia el interior. Tenía los ojos rojos e inyectados.
—Mi hijo se fue, doctora, durmiendo, hace unos minutos. —No supo qué decirle. Se apretaron con fuerza—. Ariel por fin descansa en paz. Muchas gracias por todo lo que hizo, doctora. —El hombre le acarició la melena negra. Florencia sintió que era absurdo que él la consolara a ella—. Discúlpeme, pero tengo tantas ganas de llorar —le dijo como una confesión.

Se acercó hasta la cama de Ariel. Vio su cuerpo flaquísimo y su expresión serena. Cerró el suero que seguía goteando y la válvula del oxígeno que todavía estaba abierta. Se sentó al lado de su paciente. Le tocó la frente helada, los párpados transparentes. Pensó que le hubiera gustado regalarle el chocolate a Ariel pero que no lo había hecho. Que ya era tarde. Que ya nunca podría hacerlo. Fue ese hecho minúsculo y secundario lo que le desencadenó un llanto desgarrador. Se tapó la cara con las manos y lloró. Permaneció a oscuras, sola, junto al cuerpo durante un largo rato.

Mientras volvía al cuarto de médicos le pareció que algo suyo había muerto con ese chico. Tal vez su infancia, o su paso por el colegio de las hermanas o su condición de novata e inexperta. Sintió en la boca del estómago una trompada sorda y prolongada que le quitaba el aire. Supo, de esa extraña manera, que aquella mañana, por primera vez, había comprendido lo que significaba ser médica.

En la habitación se aplicó una dosis doble de su aerosol. Se lavó la cara, se peinó. Fueron llegando sus compañeros. Le pareció que hacía mucho tiempo que los había visto por última vez. Entraban felices, bien dormidos, frescos y descansados después del fin de semana. Un rato más tarde comenzó el pase de guardia en la misma habitación donde Florencia había pasado la noche más larga de su vida. Les fue contando las novedades acerca de cada uno de los pacientes. Cuando llegaron a la cama 460 hizo una pausa:

—El paciente, portador de un seminoma metastásico terminal, falleció anoche. —La jefa de residentes, sin levantar la vista de sus anotaciones, preguntó—: ¿Le informaste a la familia? ¿Hubo algún problema con ellos? —Florencia hizo un esfuerzo para responderle, tragó saliva—: Les informé y no hubo ningún problema —No quiso o no pudo mirarla—. Entonces sigamos adelante, ¿quién se internó en la cama 461?

Daniel Flichtentrei
*Este relato forma parte de la antología de IntraMed: "Permiso para morir"

No hay comentarios:

Publicar un comentario