Un cirujano entre las balas y el fútbol | 25 AGO 19
Foso
Un cirujano de trauma relata sus historias cargadas de violencia social, entre las balas y el fútbol
Autor: Dr. Guillermo Barillaro
HGU. Un viernes. 10 a.m.Había comenzado a preparar un trabajo acerca de los hematomas retroperitoneales penetrantes, aquellos provocados por armas de fuego o punzocortantes. Había recolectado más de setenta casos de nuestra propia estadística cuando vino a mi mente otro caso. Bruscamente lo recordé por su abrupto desenlace. No estaba en nuestra lista de traumatizados con ese tipo de lesión porque era muy antiguo. Venía desde casi veinte años atrás y solo pude recuperar su nombre en el archivo de uno de los periódicos locales. Las palabras claves para mi búsqueda habían sido: barrabrava, tiroteo con victimas múltiples y los nombres de su club y de nuestra ciudad. Con esa pista y con esos datos retorné al HGU en busca de su historia clínica.
Cada vez que iba a buscar un historial médico a los archivos del hospital tenía la esperanza de hallar un registro completo de lo que había sucedido con un paciente. Pero eso nunca resultaba así. La información podía ser más o menos detallada y la caligrafía más o menos legible, pero luego la lectura creaba nuevos interrogantes y un misterio comenzaba a inquietarme. Esa sensación iba creciendo y terminaba acosándome: nunca conocería la totalidad de esos hechos.
Uno de los empleados que trabajaba en el área de Archivos me acompañó hasta un sector de esa área. Se trataba de una habitación apartada del resto y cuya puerta estaba cerrada con llave. Un cartel en esa puerta lo definía claramente: el archivo de óbitos. Por unos segundos reparé en esa separación arbitraria entre las historias clínicas de los vivos y las de los fallecidos: otro sitio más donde la muerte determinaba un estado diferente.
Cuando el muchacho que me acompañaba encendió la única luz de ese cuarto, vi que estaba repleto de estanterías metálicas atiborradas de carpetas. Los anaqueles llegaban hasta el techo y se hallaban tan próximos entre sí que apenas permitían el paso de una persona o de la escalera con ruedas. Cuando el joven cerró la puerta el volumen sonoro del HGU descendió al mínimo y se abatió un silencio sepulcral en esa habitación. Miré esas carpetas que rebalsaban en los estantes, algunas de ellas a punto de caerse.
¿Qué había detrás de ellas? Miles de crónicas acerca de personas fallecidas por distintas causas. Noté que el joven y yo estábamos en el lado opuesto a esas historias, es decir aún vivos. Celebré ese hecho, y pensé en los minutos que me quedaban por vivir en las próximas 36 horas de guardia. Las cirugías que íbamos a realizar, los casos que discutiríamos en la reunión de Trauma con los residentes mientras tomáramos unos mates, los pacientes que recibiríamos en el shock room, y luego el regreso a mi familia. Parecía extraño, pero pensar en la muerte me arrojaba a pensar también en cada pequeña cosa que disfrutaba de la vida.
-No está-anunció fríamente el muchacho, interrumpiendo mis pensamientos.
Experimenté desilusión ante esa ausencia pero me resigné rápidamente. También era muy frecuente la desaparición de los historiales médicos de más de 10 años de antigüedad. Le agradecí la gestión y volví a la sala de médicos del subsuelo.
Era un viernes a media mañana y la sala estaba desierta, con su televisor apagado y con su frío habitual en invierno. Daniela y Beto Boca, mis compañeros cirujanos de planta en ese día de guardia, estaban en los quirófanos de las cirugías programadas. Antes de ir al Archivo yo había estado en los consultorios de la guardia y en el shock room, y había controlado que no hubiera pacientes para evaluar o urgencias quirúrgicas para resolver.
Me senté junto esa larga mesa blanca que era uno de los pocos muebles de la sala. Una referencia histórica donde varias generaciones de médicos del servicio de emergencias habían comido y conversado durante décadas. Revisé la lista y la base de datos que tenía hasta ese momento para armar ese trabajo en el que había pensado. Taché una nota que estaba a un costado de la fila de los nombres de pacientes ya investigados. Ese recordatorio que estaba eliminando correspondía al paciente cuya historia había ido a buscar al Archivo. Descartaba del trabajo a ese caso, dado que no tendría los datos necesarios para incorporarlo en la base de datos.
Pero luego me costó concentrarme en el resto de los pacientes del listado de la investigación.
Volví a mirar esa nota tachada.
Como si viajara a través de un túnel del tiempo, imágenes borrosas comenzaron a venir sin esfuerzo hacia mí. Había ocurrido durante un verano muchos años atrás. Ese paciente vivía en Buenos Aires y había sufrido una herida por arma de fuego cuando se hallaba transitoriamente en nuestra ciudad. Yo estaba de guardia esa noche, aunque no había participado en su atención sino en la de los otros heridos. Con esos elementos internos volátiles comencé a reconstruir lo más posible aquel caso.
Tenía alrededor de 45 años y había ingresado a la sala de emergencias junto con otros cinco baleados. Todos ellos eran barrabravas de un club de futbol poderoso. Todos involucrados en la misma balacera, desatada por una lucha de poderes dentro de esa institución. Un tiroteo en la previa de un partido importante, una situación confusa que había conmovido a nuestra ciudad.
Pero ese evento tenía otro significado para nosotros, que veíamos esos hechos desde un ángulo particular. Ese incidente era algo diferente para nosotros: un nuevo test para nuestra capacidad de realizar un triage.
Así llamaban al proceso de selección y clasificación que realizábamos cuando nos tocaba asistir a victimas múltiples. Su objetivo era definir las prioridades de atención de esos pacientes de acuerdo con sus necesidades y con los recursos de los que nosotros disponíamos.
¿De todos ellos, cuales son los más graves?
¿Si hay que operar a varios, a quienes operar primero?
Y en esos escenarios nosotros teníamos una fortuna: la posibilidad de trabajar en un hospital de alta complejidad, con muchos recursos humanos y materiales. Nuestra situación era diferente a la de los ambientes austeros y con recursos limitados, donde pesaba más la probabilidad de supervivencia de una persona a la hora de asignarle un lugar en la lista de prioridades. Nosotros podíamos asistir y operar a varios pacientes al mismo tiempo, y ya conocíamos las normativas del curso ATLS. Pero estas ventajas también nos metían presión: estábamos obligados a lograr mejores resultados que en otros sitios menos favorecidos.
Tenemos que estar a la altura de estos desafíos, que no son de todos los días.
Hoy es ese día.
Aquel triage inicial no había resultado difícil. Cada uno de esos seis heridos fue evaluado en base a lo que nosotros llamábamos el acrónimo angular del ATLS: el ABC. Esa sigla estaba siempre en nuestras cabezas y nos recordaba el orden de lo más importante a considerar en el ingreso de esos traumatizados. La Acorrespondía a Asegurar la vía Aérea, la B se relacionaba con la “Bentilación” y lo torácico, y la C era por la Circulación sanguínea y el Control de hemorragias.
Pronto había quedado claro que había un solo paciente que constituía una emergencia. Ese era el más grave de todos y el prioritario. Los otros cinco no calificaban para una amenaza inmediata a sus vidas y quedaron internados en un sector de la sala de emergencias conocido como el Cuadrilátero.
Me había sorprendido que entre esos cinco pacientes ninguno tuviera lesiones de gravedad. Todas las heridas por arma de fuego en ellos habían sido tangenciales en el torso o habían atravesado miembros, sin lesiones vasculares o viscerales asociadas. Si el azar en las trayectorias de los proyectiles era algo que sorprendía en los casos aislados, llamaba más la atención todavía cuando los baleados era múltiples. Había imaginado caos y furia en esa escena y a las balas partiendo en todas las direcciones. ¿Habían intentado matarse realmente, o eran balas de advertencia? Nunca investigaba los detalles sociales en los incidentes traumáticos penetrantes que asistíamos. Distinto era el caso de los traumatismos cerrados, en los cuales conocer su mecanismo podía ser más influyente para sospechar ciertas lesiones.
Pero al paciente que yo investigaba una bala le había atravesado el abdomen. Entraba por su flanco derecho y salía por su región lumbar izquierda. Estaba descompensado y luego de una rápida reanimación fue llevado a quirófano. No se habían planteado dudas en su recepción inicial. Era lo que llamábamos un caso directo, por el grado bajo de dificultad para tomar decisiones en él.
Recordé también, en el momento de su transferencia a quirófano, el ambiente enrarecido y violento que reinaba en la sala de emergencias. Nunca había visto tantos policías allí y ellos debieron intervenir ante la posibilidad de más incidentes. Los cinco heridos del Cuadrilátero estaban internados muy cerca unos de otros y apenas separados por biombos. En cuanto se vieron comenzaron las agresiones verbales y las amenazas de más violencia, dado que entre esos baleados había integrantes de los dos bandos contrarios. Y a esa tensión interna se le sumaba la que venía desde la entrada al servicio de emergencias, donde había más policías y cerca de 30 personas. Esa gente gritaba ¡ratas! y aparentemente estaba relacionada con los hechos previos y con los barrabravas ingresados.
Allí la historia saltaba directamente al quirófano. Yo no había estado en esa cirugía, habían transcurrido muchos años y los cirujanos actuantes ya no estaban en el HGU. Todas esas puertas cerraban el acceso para que conociera con exactitud que lesiones tenia aquel paciente y porque había tenido su evolución posterior. Solo recordaba lo que me habían contado en esa madrugada acerca de la intervención: la presencia de varias perforaciones de intestino delgado y la de un hematoma retroperitoneal. No especificaban el área anatómica afectada por el hematoma ni que maniobras exploradoras se hubieran realizado dentro del mismo. Esas perforaciones de íleon habían sido tratadas con dos resecciones y dos anastomosis. Y luego el abdomen había sido cerrado.
Recordaba también que ese relato no me había impresionado más que lo habitual. No era la descripción de una lesión rara o letal. Siempre he tenido muy buena memoria y si me hubieran contado que tenía una lesión de grandes vasos o que habían llamado al cirujano vascular lo tendría presente. Pero no había sido así, y existía cierta expectativa de que ese paciente evolucionaria bien.
Cada vez que leía un parte operatorio o me relataban como se había procedido en una cirugía de urgencia, imaginaba que hubiera hecho yo en esa instancia. Era como estar ahí. Un ejercicio mental que practicaba desde cuando era residente y con el cual aprovechaba todos los casos quirúrgicos de los cuales tomaba conocimiento. Había notado que ese entrenamiento mental agilizaba y fortalecía mi capacidad para tomar decisiones intraoperatorias. Y ese tema me había obsesionado desde aquellos años tempranos de la carrera. Pronto había percibido que durante una cirugía de urgencia el tiempo parecía transcurrir más rápidamente y que en medio del vértigo y del cansancio aumentaba la posibilidad de cometer errores. Uno se enfrentaba a pacientes desconocidos de modo urgente, muchas veces sin una tomografía previa. La apertura del abdomen de esos heridos abría también un abanico de hallazgos para interpretar. No todos esos abanicos eran iguales y esas apariciones traían dos desafíos: las conductas a tomar con las lesiones halladas y el riesgo de omitir a otras, ocultas entre los pliegues del abanico. Simular que nos encontrábamos en esos escenarios era un valioso ensayo que nos preparaba para actuar con fluidez cuando ese momento realmente llegara. Y ese ejercicio después lo trasladaría a las reuniones semanales con los residentes de cirugía, donde se transformaría en una de las actividades favoritas de ellos: la presentación interactiva de casos.
Un hematoma retroperitoneal me preocupa más por su amenaza que las lesiones del intestino delgado. Primero me ocuparía de lo hemorrágico y luego de lo visceral. Solo colocaría clamps en sitios proximales y distales a esas perforaciones de víscera hueca para prevenir una mayor contaminación, y procedería enseguida a explorar el hematoma.
Un hematoma retroperitoneal producido por un arma de fuego: explorarlo siempre. Allí puede ocultarse una hemorragia de grandes vasos, un sangrado contenido o en expansión; o allí puede ocultarse también una lesión del uréter o de la cara retroperitoneal de una víscera hueca.
Recordaba vagamente lo que había sucedido después de la laparotomía de ese paciente, también en base lo que me habían contado. Su curso postoperatorio había sido tórpido desde el primer momento y debió ser reoperado en el día siguiente. En condición de shock fue llevado nuevamente a quirófano y en esa relaparotomía se había explorado su hematoma retroperitoneal sin hallar lesiones significativas aparentemente.
¿Porque podría estar shockado en su postoperatorio inmediato?
Hasta demostrar lo contrario sería a raíz de una hemorragia. Un resangrado desde una lesión desapercibida durante la primera cirugía, un evento que a veces podía ocurrir en cualquier hospital del mundo. Pero su shock también podría deberse a un síndrome compartimental, a un aumento de la presión dentro de un abdomen cerrado de modo anatómico. Ese síndrome podía ser originado por una acumulación de sangre dentro de su abdomen o bien por una reanimación agresiva con líquidos. El paciente había ingresado con una descompensación hemodinámica y había sido reanimado con fluidos de modo intenso. Ese tipo de reanimación podía provocar edema de los tejidos y distensión intestinal, lo cual a su vez podía causar una elevación de la presión intraabdominal.
¿Estaba en condiciones de ser cerrado su abdomen en la primera cirugía? ¿O debió ser dejado abierto, en un modo de control de daños para una segunda revisión?
Pero en esa época no se conocían ni aplicaban los conceptos de la reanimación selectiva o controlada en los traumatizados. Tampoco se sospechaba de la posibilidad de un síndrome compartimental, el cual podía investigarse midiendo la presión del abdomen a través de la sonda vesical con el método de Kron. Todas esas cuestiones recién se difundirían en el mundo años después, provocado cambios notables en el manejo de los traumatizados.
El herido fue transferido a la UCI y allí su condición siguió empeorando en un descenso irreversible. Cayó en picada. Comenzó a presentar fallas en el funcionamiento de distintos órganos y falleció 48 horas después de su segunda intervención.
Como un rato antes, volví a sentir esa inquietud que dejaban los enigmas sin resolver. Nunca sabría que le había sucedido realmente a ese paciente. Cuando los traumatizados fallecían nunca se iban en silencio: siempre dejaban ruidos dentro de mi cabeza y yo necesitaba definir que significaban esos signos. Pero esa vez, al igual que otras, solo podía repetir ese ejercicio del pensamiento de las posibilidades. Y al menos rescatar algo positivo: seguir entrenando la mente para el encuentro con un próximo traumatizado.
Me quedé observando el televisor de la sala de médicos, ese que estaba dentro de una jaula para prevenir que intentaran robarlo como una vez había ocurrido. Me parecía que se trataba de un objeto al que estaba viendo por primera vez. Estaba apagado en ese momento y recordé los partidos de campeonatos mundiales de futbol que habíamos visto en su pantalla.
Sin previo aviso otra noche tórrida de verano me asaltó desde el pasado. Otro torrente de imágenes corriendo a través de un caño oscuro y precipitándose hacia mí. Otra noche de sábado y de fútbol, muchos años atrás. Me pareció ver que la mesa desierta de la sala de médicos comenzaba a llenarse de cajas de pizzas y a rodearse de médicos residentes que hablaban alegremente. Era la hora de la cena y ese momento tan esperado levantaba el ánimo de todos, después de horas de trabajar sin descanso. Se precipitaban el apetito y el deseo de conversar acerca de temas que no fueran lo que habíamos visto durante la jornada. Todos los presentes comenzaron a abrir las cajas y a repartir las porciones de pizza. Yo estaba de guardia en esa noche con los residentes de cirugía José el Pepe, R3, y Germán Beach, R1. Ambos serían dos de los residentes más electrizantes con los que alguna vez trabajara. Estaban cerca de mí la mayor parte del tiempo, pero por momentos los perdía de vista. Se movían frenéticamente por todo el hospital hasta que los veía reaparecer por algún costado, uno de ellos trayendo placas radiográficas para que viera y el otro a un paciente en una camilla para que yo confirmara si había que operarlo.
En esa noche me distraje con las imágenes del televisor mientras me rodeaba el bullicio masivo de los demás. Se estaba jugando un clásico de fútbol a cancha llena, en ese hermoso estadio que podía verse desde la terraza del HGU. Las pizzas estaban muy buenas, pero deje de masticar cuando algo que mostraba el televisor me llamó la atención. La cámara había abandonado el campo de juego y mostraba la platea sin techo del estadio. Allí el público había comenzado a dispersarse y dejaba la escena a grupos más reducidos de simpatizantes. Dos bandos se enfrentaban a golpes por momentos, y por momentos se perseguían unos a otros. Avances y retrocesos, caminando o corriendo sobre los asientos sin respaldos de esa platea, para dar lugar a encontronazos, mientras entre ellos ya caían los gases lacrimógenos que arrojaba la policía.
Un acto de esa obra teatral repleta de extras de pronto me hipnotizó: un grupo pequeño persiguió y arrinconó a un solo hincha contra la baranda de la platea baja, en su límite inferior al lado del foso que circundaba la cancha. Y ese hincha bruscamente voló sobre esa baranda y cayó al foso, desapareciendo de la visión de la cámara.
El fútbol.
Una fiesta del deporte y de la familia.
Dejé de tener apetito y hasta pareció que me llegaban náuseas.
-¿¡Viste eso?!- exclamó José con una porción de pizza en su mano y con su boca llena.
-Lo traen para acá-fue mi pensamiento instantáneo y que manifesté en voz alta.
Pero los incidentes no finalizaron ahí y los hinchas de ambos equipos se desplazaron a un playón adyacente a las plateas. Allí continuaron los enfrentamientos y los destrozos de elementos que iban encontrando a su paso.
-¡Bueno… No se opera otra cosa ahora, eh!-la voz de Norberto Nono, el jefe de guardia, se elevó por encima de las voces de todos los presentes, quienes comentaban acerca de lo que estaban viendo. El jefe nos indicaba dejar los quirófanos libres ante la posibilidad del arribo de victimas múltiples.
Nono era un veterano de mil batallas. En su más temprana etapa, como residente de cirugía en el Buenos Aires en la década del ‘70, había convivido con la violencia de esos años de plomo. Yo siempre recordaba su relato vívido de como le había tocado asistir al padre Carlos Mugica, cuando se lo llevaron agonizante luego de sufrir varias heridas por arma de fuego en un brutal atentado.
-….Vamos a ver que nos traen de ahí-agregó, mientras se acercaba al televisor para ver sus imágenes de cerca.
Subimos al shock room junto con José y Germán. Yo pensaba en ese sujeto a quien había visto caer en el foso.
-¡Preparemos todo, para intubar, toracotomía, para lo que sea!- les indiqué a los residentes, quienes comenzaron a verificar que la caja de instrumental del shock room estuviera completa.
Siguiendo las indicaciones del Jefe, los enfermeros comenzaron a desalojar a esa sala llevando pacientes al Cuadrilátero, de modo de crear espacio para muchas víctimas que pudieran llegar.
Y en la medianoche arribaron seis traumatizados: cuatro policías y dos civiles. Los uniformados y uno de esos hinchas pasaron por el proceso del triage sin presentar aparentemente lesiones de gravedad. El otro hincha de inmediato calificó como el paciente más importante, el prioritario. Era un hombre fornido y de alrededor de 30 años. Estaba lúcido y no respiraba con dificultad, pero costaba dialogar con él. Acusaba un intenso dolor abdominal. Su pulso radial era débil y rápido. Estaba bañado en sangre la cual provenía desde tres heridas punzocortantes en el lado izquierdo de su torso. Mientras Germán le colocaba la mascarilla con oxígeno y José le auscultaba el tórax, los enfermeros la habían insertado dos vías venosas y a través de ellas lo reanimaban con un litro de Ringer lactato. Me acerqué a un policía que estaba detrás de nosotros y le pregunté:
-¿Este es el que cayó al foso?
-No, él fue atacado por varios en el playón... Lo arrojaron al piso y recibió puntazos y golpes.
Entonces me impresionó que sus lesiones podían tener menor gravedad que si hubiera caído desde 3 metros de altura. Pero nunca había que subestimar a ningún mecanismo del trauma.
-Me parece que entra menos el aire a la izquierda, pero no lo puedo auscultar bien, no respira profundamente-dijo José-…Le pedí una placa de tórax.
El residente de diagnóstico por imágenes ya le estaba realizando una ecografía abdominal y pericárdica.
-No le veo líquido libre-manifestó, mientras realizaba las últimas pasadas con el transductor del ecógrafo.
Una ecografía negativa no descarta una lesión intraabdominal que requiera cirugía.
Luego de la reanimación el paciente tenía una tensión arterial de 90 y una saturación de 98%. La frecuencia cardiaca continuaba veloz y era de 110. No impresionaba que tuviera un hemoneumotórax, al menos no uno grande. Los técnicos de radiología le realizaron la placa de tórax y se la llevaron para revelarla.
Pero su abdomen tenía una alta probabilidad de portar una lesión quirúrgica. Tenía una herida en la región toracoabominal izquierda, en el décimo espacio intercostal a nivel de la línea axilar anterior.
Una herida en la región toracoabominal izquierda obliga a descartar una herida en el diafragma.
Y otras dos en el abdomen, una en el epigastrio y la otra en el flanco izquierdo. Ese abdomen estaba muy tenso y su palpación percibía una defensa muscular generalizada y dolorosa.
Los signos clínicos de una peritonitis sobrepasan a una ecografía negativa.
Estaba decidida la laparotomía exploradora. Mi única duda antes de ir al quirófano era si debíamos o no colocar un drenaje pleural izquierdo. Una herida toracoabdominal asociada a un abdomen doloroso nos hacía pensar en la alta posibilidad de un trayecto a través de la cavidad pleural y del diafragma.
Pero la saturación se había mantenido en 98% y recibimos una radiografía de tórax que no evidenciaba un neumotórax o un velamiento en el hemitórax izquierdo. Decidí que subiéramos directamente a quirófano. Al salir de la sala de shock y atravesar la guardia rumbo al primer piso percibí el ambiente turbulento y ruidoso que se imponía. Había policías por todas partes y casi podían palparse el nerviosismo y la tensión del momento. Pregunté a los policías si había allegados al paciente para notificarles de la cirugía que íbamos a realizarle. Me dijeron que era más seguro que no saliera, que afuera había mucha gente que había venido desde el estadio, y que ellos se iban a encargar.
Era la 1.00 a.m. cuando llegamos al quirófano junto con José, Germán y un camillero que nos ayudó a trasladar al paciente. Lo entregamos al anestesiólogo Marcelo S. en la puerta del quirófano y fuimos a cambiarnos a los vestuarios. La tensión arterial sistólica del paciente se mantuvo estable, aunque no pudo superar el nivel de 95 a 100.
-Marcelo, vamos a pintarlo con iodopovidona y a colocar los campos de tela antes de que lo intubes…Por si aparece un neumotórax hipertensivo cuando le apliquen la ventilación del respirador. No está claro si hay un neumotórax o no del lado izquierdo.
Marcelo asintió y procedió luego con la intubación. La saturación no se modificó y se mantuvo en 99%, igual que la tensión arterial sistólica que se mantuvo estable en 100.
Operaba José y le ayudábamos con Germán, quien se ubicó a mi izquierda. José era ya un residente avanzado y cada vez yo me veía menos obligado a darle muchas indicaciones. Le realizamos una incisión mediana suprainfraumbilical y colocamos un separador autoestático grande. Después de evacuar un hemoperitoneo con coágulos percibimos un olor fecal desde la cavidad. Pero a mí me preocupaba más que hubiera un neumotórax. Mi primera acción fue llevar mi mano derecha hacia el hemidiafragma izquierdo y palparlo. Y allí había una laceración diafragmática de dos centímetros de longitud, de esas que tan frecuentemente pasaban desapercibidas en los estudios preoperatorios.
-¡Germán, colocale un tubo de tórax, vamos!
Le ayude a colocar ese drenaje pleural en el hemitórax izquierdo y el débito fue de 300 centímetros cúbicos de sangre. Volvimos al abdomen.
-Cerremos el diafragma ante todo, para prevenir una mayor contaminación- le indiqué a José- pero antes introducí el aspirador dentro de la cavidad pleural, para asegurarnos que quede limpia…
Siempre realizábamos ese gesto antes de cerrar una herida diafragmática. Aprovechábamos así un acceso adicional, además del drenaje pleural, para drenar colecciones desde la cavidad torácica. José introdujo ahí la cánula rígida de la aspiración y extrajo varios coágulos. Luego cerramos esa brecha del diafragma con puntos separados de lino 40. Esa acción fue laboriosa dado el físico corpulento del paciente, pero la separación vigorosa de Germán desde la izquierda amplio el campo operatorio en forma decisiva.
Entonces fuimos en búsqueda de un lesión intestinal que sabíamos que tendría. Las dos heridas punzocortantes restantes eran penetrantes y la del epigastrio parecía ser la responsable de una lesión en el colon transverso. En ese sector del colon próximo al ángulo esplénico había un hematoma que exploramos. También abrimos la transcavidad de los epiplones y decolamos el ángulo esplénico y el colon descendente. Recién luego de finalizar esas movilizaciones y de recorrer el intestino delgado pudimos concluir con el inventario de las lesiones viscerales: una herida transfixiante, doble, del colon transverso.
Dudé en ese momento si realizar un cierre primario de esa lesión doble o si exteriorizarla como una colostomía en asa. El paciente se había compensado, pero por otro lado tenía un hematoma en el meso de ese sector de colon lesionado. Esa zona del intestino grueso no estaba desvascularizada, pero presentaba una contusión en su pared. Esos factores locales me hicieron dudar de la seguridad de un cierre primario y finalmente opté por la exteriorización de las lesiones.
Cuando en el camino de un traumatizado encontramos una encrucijada cerrada.
Que dirección tomar?
La que tenga menos probabilidades de complicarse gravemente.
Seccionamos un puente de tejido maltrecho en la pared intestinal entre ambos orificios y convertimos a esa nueva boca en una colostomía. La pared abdominal era muy gruesa, pero la amplia movilización colónica que habíamos realizado permitió que el intestino llegara sin dificultad a la piel.
La colostomía en asa emergió en el cuadrante superior izquierdo del abdomen y colocamos una varilla plástica por debajo de ambos cabos colónicos.
Completamos la cirugía con un extenso lavado de la cavidad abdominal con solución fisiológica caliente. El cierre de la pared fue laborioso y nos tomamos unos buenos minutos para asegurarnos que fuera lo más sólido posible. El paciente pudo ser extubado y mantuvo la compensación hemodinámica en el final de la intervención. A las 3.15 a.m. lo llevamos a la UCI junto con el anestesiólogo. Hablé brevemente con los intensivistas de guardia y a la salida no encontramos a ningún allegado del paciente para dar un informe.
Bajé con los residentes a la guardia. El ambiente ahí seguía convulsionado y parecía haber más gente que cuando nosotros nos fuimos a quirófano. Me encontré en el pasillo con el Jefe, que estaba asistiendo a varios traumatizados junto con los traumatólogos y que nos confirmó que no había otros heridos graves. Pero también tenía algo más para decirnos. Acababa de recibir la información de la policía acerca de otro hecho en esa madrugada. En el centro de la ciudad se había producido otro encuentro entre los hinchas rivales y un joven había muerto exsanguinado luego de recibir varias puñaladas en plena calle.
Me quedé mudo y de pie en medio del pasillo de los consultorios de la guardia. Me costaba asimilar el resultado final de esa noche que se había iniciado con un partido de fútbol. No podía aceptar esa noticia así nomás, de un modo simple. Y me costaba resignarme al poder de esa violencia, que parecía un gas tóxico que invadía y nublaba la razón de muchos.
Descendimos con José y Germán a la sala de médicos del subsuelo. La mesa estaba limpia nuevamente y habían retirado los restos de la cena. Nos sentamos los tres en silencio a tomar la última botella de gaseosa que había quedado en la heladera. No conversamos nada, y de fondo solo se oían los comentarios de los periodistas en el televisor. En esa pantalla se repetían una y otra vez las imágenes de los desmanes que habían provocado la suspensión del partido en el segundo tiempo.
La violencia que suspende al deporte.
Germán volvió a la guardia para cumplir su horario de nocheria de 4 a 6 a.m. y José y yo nos fuimos a dormir.
A las 7.30 a.m. pase por la UCI antes de retirarme de la guardia. El paciente se encontraba compensado y lúcido. La colostomía lucía vital y el drenaje torácico sin débito.
Me fui satisfecho por nuestra actuación, pero también perturbado por todos esos incidentes sociales contra los que colisionábamos.
Pasé buena parte de ese domingo durmiendo la larga siesta post guardia. En el anochecer los programas de televisión continuaron haciendo eco de todo lo sucedido en el estadio.
El lunes por la mañana fui a la UCI a ver a nuestro operado de la madrugada del domingo y hallé a otro paciente en su cama. Pensé que lo habrían transferido a una cama de la sala general en base a una rápida recuperación, pero pronto supe que había sucedido. Un residente intensivista me contó que la familia había decidido trasladarlo en ambulancia ese mismo domingo. Deseaban llevarlo a un centro asistencial en el oeste del conurbano bonaerense, pocas horas después de finalizada nuestra cirugía. Los intensivistas de guardia en ese tarde le habían desaconsejado a la familia un traslado tan precoz, pero esos allegados habían decidido hacerlo bajo su responsabilidad.
Todos esos recuerdos volvieron a hundirse en el pasado y me vi de nuevo en el presente, en una mañana fría en la sala de médicos del subsuelo.
No podía dejar de investigar que había ocurrido después con aquellos dos heridos de esa noche sofocante de verano.
Supe que al caído en el foso del estadio le decían Turco y al que nosotros habíamos operado lo llamaban Topadora o Topa. Eran simpatizantes rivales, férreos seguidores de los equipos enfrentados en aquella noche.
El Turco murió años después, a raíz de un balazo en la cabeza. Su cuerpo fue hallado en un zanjón, cerca de una localidad al oeste del conurbano bonaerense.
El Topa murió años más tarde, luego de recibir un disparo en el tórax. Ocurrió cerca de un estadio en la previa de un partido que iban a jugar entre su equipo y otro clásico rival. Se había desatado un enfrentamiento entre dos facciones de barrabravas de su propio club y el Topa quedó en medio de esa acción. Luego de herido fue llevado en un auto particular a la guardia de un hospital de Capital Federal, pero allí sería declarado DOA: death on arrival, muerto al llegar. Parte de lo que había sido su vida mostraba imágenes más claras que las del Turco. Pero eso también tornaba su caso más perturbador aún. Yo no podía relacionar sus fotos familiares entrañables, esas junto a seres queridos en un cumpleaños o en la playa, con su imagen final sobre la mesa de la morgue: un cuerpo helado con un orificio en el tórax y con la cicatriz de la laparotomía que nosotros le realizáramos.
Volví a pensar en los barrabravas, esa extraña raza que un día había irrumpido en nuestro futbol.
Pensé en el derrotero trágico de buena parte de ellos, yendo como moscas ciegas hacia una telaraña implacable que sería su destino: muertos o presos.
Y volvió a mí la imagen de un foso.
El del estadio, profundo y lleno de barro.
Y otro foso, más oscuro y grande, en el que había caído nuestra sociedad. Un pozo invisible, pero presente y amenazador desde su profundidad. Un zanjón lleno de la violencia que nos rodeaba y rodeaba al futbol.
¿Cómo podríamos todos salir de ahí?
¿Cómo sellar esa excavación para que nadie más cayera dentro?
Cada vez que iba a buscar un historial médico a los archivos del hospital tenía la esperanza de hallar un registro completo de lo que había sucedido con un paciente. Pero eso nunca resultaba así. La información podía ser más o menos detallada y la caligrafía más o menos legible, pero luego la lectura creaba nuevos interrogantes y un misterio comenzaba a inquietarme. Esa sensación iba creciendo y terminaba acosándome: nunca conocería la totalidad de esos hechos.
Uno de los empleados que trabajaba en el área de Archivos me acompañó hasta un sector de esa área. Se trataba de una habitación apartada del resto y cuya puerta estaba cerrada con llave. Un cartel en esa puerta lo definía claramente: el archivo de óbitos. Por unos segundos reparé en esa separación arbitraria entre las historias clínicas de los vivos y las de los fallecidos: otro sitio más donde la muerte determinaba un estado diferente.
Cuando el muchacho que me acompañaba encendió la única luz de ese cuarto, vi que estaba repleto de estanterías metálicas atiborradas de carpetas. Los anaqueles llegaban hasta el techo y se hallaban tan próximos entre sí que apenas permitían el paso de una persona o de la escalera con ruedas. Cuando el joven cerró la puerta el volumen sonoro del HGU descendió al mínimo y se abatió un silencio sepulcral en esa habitación. Miré esas carpetas que rebalsaban en los estantes, algunas de ellas a punto de caerse.
¿Qué había detrás de ellas? Miles de crónicas acerca de personas fallecidas por distintas causas. Noté que el joven y yo estábamos en el lado opuesto a esas historias, es decir aún vivos. Celebré ese hecho, y pensé en los minutos que me quedaban por vivir en las próximas 36 horas de guardia. Las cirugías que íbamos a realizar, los casos que discutiríamos en la reunión de Trauma con los residentes mientras tomáramos unos mates, los pacientes que recibiríamos en el shock room, y luego el regreso a mi familia. Parecía extraño, pero pensar en la muerte me arrojaba a pensar también en cada pequeña cosa que disfrutaba de la vida.
-No está-anunció fríamente el muchacho, interrumpiendo mis pensamientos.
Experimenté desilusión ante esa ausencia pero me resigné rápidamente. También era muy frecuente la desaparición de los historiales médicos de más de 10 años de antigüedad. Le agradecí la gestión y volví a la sala de médicos del subsuelo.
Era un viernes a media mañana y la sala estaba desierta, con su televisor apagado y con su frío habitual en invierno. Daniela y Beto Boca, mis compañeros cirujanos de planta en ese día de guardia, estaban en los quirófanos de las cirugías programadas. Antes de ir al Archivo yo había estado en los consultorios de la guardia y en el shock room, y había controlado que no hubiera pacientes para evaluar o urgencias quirúrgicas para resolver.
Me senté junto esa larga mesa blanca que era uno de los pocos muebles de la sala. Una referencia histórica donde varias generaciones de médicos del servicio de emergencias habían comido y conversado durante décadas. Revisé la lista y la base de datos que tenía hasta ese momento para armar ese trabajo en el que había pensado. Taché una nota que estaba a un costado de la fila de los nombres de pacientes ya investigados. Ese recordatorio que estaba eliminando correspondía al paciente cuya historia había ido a buscar al Archivo. Descartaba del trabajo a ese caso, dado que no tendría los datos necesarios para incorporarlo en la base de datos.
Pero luego me costó concentrarme en el resto de los pacientes del listado de la investigación.
Volví a mirar esa nota tachada.
Como si viajara a través de un túnel del tiempo, imágenes borrosas comenzaron a venir sin esfuerzo hacia mí. Había ocurrido durante un verano muchos años atrás. Ese paciente vivía en Buenos Aires y había sufrido una herida por arma de fuego cuando se hallaba transitoriamente en nuestra ciudad. Yo estaba de guardia esa noche, aunque no había participado en su atención sino en la de los otros heridos. Con esos elementos internos volátiles comencé a reconstruir lo más posible aquel caso.
Tenía alrededor de 45 años y había ingresado a la sala de emergencias junto con otros cinco baleados. Todos ellos eran barrabravas de un club de futbol poderoso. Todos involucrados en la misma balacera, desatada por una lucha de poderes dentro de esa institución. Un tiroteo en la previa de un partido importante, una situación confusa que había conmovido a nuestra ciudad.
Pero ese evento tenía otro significado para nosotros, que veíamos esos hechos desde un ángulo particular. Ese incidente era algo diferente para nosotros: un nuevo test para nuestra capacidad de realizar un triage.
Así llamaban al proceso de selección y clasificación que realizábamos cuando nos tocaba asistir a victimas múltiples. Su objetivo era definir las prioridades de atención de esos pacientes de acuerdo con sus necesidades y con los recursos de los que nosotros disponíamos.
¿De todos ellos, cuales son los más graves?
¿Si hay que operar a varios, a quienes operar primero?
Y en esos escenarios nosotros teníamos una fortuna: la posibilidad de trabajar en un hospital de alta complejidad, con muchos recursos humanos y materiales. Nuestra situación era diferente a la de los ambientes austeros y con recursos limitados, donde pesaba más la probabilidad de supervivencia de una persona a la hora de asignarle un lugar en la lista de prioridades. Nosotros podíamos asistir y operar a varios pacientes al mismo tiempo, y ya conocíamos las normativas del curso ATLS. Pero estas ventajas también nos metían presión: estábamos obligados a lograr mejores resultados que en otros sitios menos favorecidos.
Tenemos que estar a la altura de estos desafíos, que no son de todos los días.
Hoy es ese día.
Aquel triage inicial no había resultado difícil. Cada uno de esos seis heridos fue evaluado en base a lo que nosotros llamábamos el acrónimo angular del ATLS: el ABC. Esa sigla estaba siempre en nuestras cabezas y nos recordaba el orden de lo más importante a considerar en el ingreso de esos traumatizados. La Acorrespondía a Asegurar la vía Aérea, la B se relacionaba con la “Bentilación” y lo torácico, y la C era por la Circulación sanguínea y el Control de hemorragias.
Pronto había quedado claro que había un solo paciente que constituía una emergencia. Ese era el más grave de todos y el prioritario. Los otros cinco no calificaban para una amenaza inmediata a sus vidas y quedaron internados en un sector de la sala de emergencias conocido como el Cuadrilátero.
Me había sorprendido que entre esos cinco pacientes ninguno tuviera lesiones de gravedad. Todas las heridas por arma de fuego en ellos habían sido tangenciales en el torso o habían atravesado miembros, sin lesiones vasculares o viscerales asociadas. Si el azar en las trayectorias de los proyectiles era algo que sorprendía en los casos aislados, llamaba más la atención todavía cuando los baleados era múltiples. Había imaginado caos y furia en esa escena y a las balas partiendo en todas las direcciones. ¿Habían intentado matarse realmente, o eran balas de advertencia? Nunca investigaba los detalles sociales en los incidentes traumáticos penetrantes que asistíamos. Distinto era el caso de los traumatismos cerrados, en los cuales conocer su mecanismo podía ser más influyente para sospechar ciertas lesiones.
Pero al paciente que yo investigaba una bala le había atravesado el abdomen. Entraba por su flanco derecho y salía por su región lumbar izquierda. Estaba descompensado y luego de una rápida reanimación fue llevado a quirófano. No se habían planteado dudas en su recepción inicial. Era lo que llamábamos un caso directo, por el grado bajo de dificultad para tomar decisiones en él.
Recordé también, en el momento de su transferencia a quirófano, el ambiente enrarecido y violento que reinaba en la sala de emergencias. Nunca había visto tantos policías allí y ellos debieron intervenir ante la posibilidad de más incidentes. Los cinco heridos del Cuadrilátero estaban internados muy cerca unos de otros y apenas separados por biombos. En cuanto se vieron comenzaron las agresiones verbales y las amenazas de más violencia, dado que entre esos baleados había integrantes de los dos bandos contrarios. Y a esa tensión interna se le sumaba la que venía desde la entrada al servicio de emergencias, donde había más policías y cerca de 30 personas. Esa gente gritaba ¡ratas! y aparentemente estaba relacionada con los hechos previos y con los barrabravas ingresados.
Allí la historia saltaba directamente al quirófano. Yo no había estado en esa cirugía, habían transcurrido muchos años y los cirujanos actuantes ya no estaban en el HGU. Todas esas puertas cerraban el acceso para que conociera con exactitud que lesiones tenia aquel paciente y porque había tenido su evolución posterior. Solo recordaba lo que me habían contado en esa madrugada acerca de la intervención: la presencia de varias perforaciones de intestino delgado y la de un hematoma retroperitoneal. No especificaban el área anatómica afectada por el hematoma ni que maniobras exploradoras se hubieran realizado dentro del mismo. Esas perforaciones de íleon habían sido tratadas con dos resecciones y dos anastomosis. Y luego el abdomen había sido cerrado.
Recordaba también que ese relato no me había impresionado más que lo habitual. No era la descripción de una lesión rara o letal. Siempre he tenido muy buena memoria y si me hubieran contado que tenía una lesión de grandes vasos o que habían llamado al cirujano vascular lo tendría presente. Pero no había sido así, y existía cierta expectativa de que ese paciente evolucionaria bien.
Cada vez que leía un parte operatorio o me relataban como se había procedido en una cirugía de urgencia, imaginaba que hubiera hecho yo en esa instancia. Era como estar ahí. Un ejercicio mental que practicaba desde cuando era residente y con el cual aprovechaba todos los casos quirúrgicos de los cuales tomaba conocimiento. Había notado que ese entrenamiento mental agilizaba y fortalecía mi capacidad para tomar decisiones intraoperatorias. Y ese tema me había obsesionado desde aquellos años tempranos de la carrera. Pronto había percibido que durante una cirugía de urgencia el tiempo parecía transcurrir más rápidamente y que en medio del vértigo y del cansancio aumentaba la posibilidad de cometer errores. Uno se enfrentaba a pacientes desconocidos de modo urgente, muchas veces sin una tomografía previa. La apertura del abdomen de esos heridos abría también un abanico de hallazgos para interpretar. No todos esos abanicos eran iguales y esas apariciones traían dos desafíos: las conductas a tomar con las lesiones halladas y el riesgo de omitir a otras, ocultas entre los pliegues del abanico. Simular que nos encontrábamos en esos escenarios era un valioso ensayo que nos preparaba para actuar con fluidez cuando ese momento realmente llegara. Y ese ejercicio después lo trasladaría a las reuniones semanales con los residentes de cirugía, donde se transformaría en una de las actividades favoritas de ellos: la presentación interactiva de casos.
Un hematoma retroperitoneal me preocupa más por su amenaza que las lesiones del intestino delgado. Primero me ocuparía de lo hemorrágico y luego de lo visceral. Solo colocaría clamps en sitios proximales y distales a esas perforaciones de víscera hueca para prevenir una mayor contaminación, y procedería enseguida a explorar el hematoma.
Un hematoma retroperitoneal producido por un arma de fuego: explorarlo siempre. Allí puede ocultarse una hemorragia de grandes vasos, un sangrado contenido o en expansión; o allí puede ocultarse también una lesión del uréter o de la cara retroperitoneal de una víscera hueca.
Recordaba vagamente lo que había sucedido después de la laparotomía de ese paciente, también en base lo que me habían contado. Su curso postoperatorio había sido tórpido desde el primer momento y debió ser reoperado en el día siguiente. En condición de shock fue llevado nuevamente a quirófano y en esa relaparotomía se había explorado su hematoma retroperitoneal sin hallar lesiones significativas aparentemente.
¿Porque podría estar shockado en su postoperatorio inmediato?
Hasta demostrar lo contrario sería a raíz de una hemorragia. Un resangrado desde una lesión desapercibida durante la primera cirugía, un evento que a veces podía ocurrir en cualquier hospital del mundo. Pero su shock también podría deberse a un síndrome compartimental, a un aumento de la presión dentro de un abdomen cerrado de modo anatómico. Ese síndrome podía ser originado por una acumulación de sangre dentro de su abdomen o bien por una reanimación agresiva con líquidos. El paciente había ingresado con una descompensación hemodinámica y había sido reanimado con fluidos de modo intenso. Ese tipo de reanimación podía provocar edema de los tejidos y distensión intestinal, lo cual a su vez podía causar una elevación de la presión intraabdominal.
¿Estaba en condiciones de ser cerrado su abdomen en la primera cirugía? ¿O debió ser dejado abierto, en un modo de control de daños para una segunda revisión?
Pero en esa época no se conocían ni aplicaban los conceptos de la reanimación selectiva o controlada en los traumatizados. Tampoco se sospechaba de la posibilidad de un síndrome compartimental, el cual podía investigarse midiendo la presión del abdomen a través de la sonda vesical con el método de Kron. Todas esas cuestiones recién se difundirían en el mundo años después, provocado cambios notables en el manejo de los traumatizados.
El herido fue transferido a la UCI y allí su condición siguió empeorando en un descenso irreversible. Cayó en picada. Comenzó a presentar fallas en el funcionamiento de distintos órganos y falleció 48 horas después de su segunda intervención.
Como un rato antes, volví a sentir esa inquietud que dejaban los enigmas sin resolver. Nunca sabría que le había sucedido realmente a ese paciente. Cuando los traumatizados fallecían nunca se iban en silencio: siempre dejaban ruidos dentro de mi cabeza y yo necesitaba definir que significaban esos signos. Pero esa vez, al igual que otras, solo podía repetir ese ejercicio del pensamiento de las posibilidades. Y al menos rescatar algo positivo: seguir entrenando la mente para el encuentro con un próximo traumatizado.
Me quedé observando el televisor de la sala de médicos, ese que estaba dentro de una jaula para prevenir que intentaran robarlo como una vez había ocurrido. Me parecía que se trataba de un objeto al que estaba viendo por primera vez. Estaba apagado en ese momento y recordé los partidos de campeonatos mundiales de futbol que habíamos visto en su pantalla.
Sin previo aviso otra noche tórrida de verano me asaltó desde el pasado. Otro torrente de imágenes corriendo a través de un caño oscuro y precipitándose hacia mí. Otra noche de sábado y de fútbol, muchos años atrás. Me pareció ver que la mesa desierta de la sala de médicos comenzaba a llenarse de cajas de pizzas y a rodearse de médicos residentes que hablaban alegremente. Era la hora de la cena y ese momento tan esperado levantaba el ánimo de todos, después de horas de trabajar sin descanso. Se precipitaban el apetito y el deseo de conversar acerca de temas que no fueran lo que habíamos visto durante la jornada. Todos los presentes comenzaron a abrir las cajas y a repartir las porciones de pizza. Yo estaba de guardia en esa noche con los residentes de cirugía José el Pepe, R3, y Germán Beach, R1. Ambos serían dos de los residentes más electrizantes con los que alguna vez trabajara. Estaban cerca de mí la mayor parte del tiempo, pero por momentos los perdía de vista. Se movían frenéticamente por todo el hospital hasta que los veía reaparecer por algún costado, uno de ellos trayendo placas radiográficas para que viera y el otro a un paciente en una camilla para que yo confirmara si había que operarlo.
En esa noche me distraje con las imágenes del televisor mientras me rodeaba el bullicio masivo de los demás. Se estaba jugando un clásico de fútbol a cancha llena, en ese hermoso estadio que podía verse desde la terraza del HGU. Las pizzas estaban muy buenas, pero deje de masticar cuando algo que mostraba el televisor me llamó la atención. La cámara había abandonado el campo de juego y mostraba la platea sin techo del estadio. Allí el público había comenzado a dispersarse y dejaba la escena a grupos más reducidos de simpatizantes. Dos bandos se enfrentaban a golpes por momentos, y por momentos se perseguían unos a otros. Avances y retrocesos, caminando o corriendo sobre los asientos sin respaldos de esa platea, para dar lugar a encontronazos, mientras entre ellos ya caían los gases lacrimógenos que arrojaba la policía.
Un acto de esa obra teatral repleta de extras de pronto me hipnotizó: un grupo pequeño persiguió y arrinconó a un solo hincha contra la baranda de la platea baja, en su límite inferior al lado del foso que circundaba la cancha. Y ese hincha bruscamente voló sobre esa baranda y cayó al foso, desapareciendo de la visión de la cámara.
El fútbol.
Una fiesta del deporte y de la familia.
Dejé de tener apetito y hasta pareció que me llegaban náuseas.
-¿¡Viste eso?!- exclamó José con una porción de pizza en su mano y con su boca llena.
-Lo traen para acá-fue mi pensamiento instantáneo y que manifesté en voz alta.
Pero los incidentes no finalizaron ahí y los hinchas de ambos equipos se desplazaron a un playón adyacente a las plateas. Allí continuaron los enfrentamientos y los destrozos de elementos que iban encontrando a su paso.
-¡Bueno… No se opera otra cosa ahora, eh!-la voz de Norberto Nono, el jefe de guardia, se elevó por encima de las voces de todos los presentes, quienes comentaban acerca de lo que estaban viendo. El jefe nos indicaba dejar los quirófanos libres ante la posibilidad del arribo de victimas múltiples.
Nono era un veterano de mil batallas. En su más temprana etapa, como residente de cirugía en el Buenos Aires en la década del ‘70, había convivido con la violencia de esos años de plomo. Yo siempre recordaba su relato vívido de como le había tocado asistir al padre Carlos Mugica, cuando se lo llevaron agonizante luego de sufrir varias heridas por arma de fuego en un brutal atentado.
-….Vamos a ver que nos traen de ahí-agregó, mientras se acercaba al televisor para ver sus imágenes de cerca.
Subimos al shock room junto con José y Germán. Yo pensaba en ese sujeto a quien había visto caer en el foso.
-¡Preparemos todo, para intubar, toracotomía, para lo que sea!- les indiqué a los residentes, quienes comenzaron a verificar que la caja de instrumental del shock room estuviera completa.
Siguiendo las indicaciones del Jefe, los enfermeros comenzaron a desalojar a esa sala llevando pacientes al Cuadrilátero, de modo de crear espacio para muchas víctimas que pudieran llegar.
Y en la medianoche arribaron seis traumatizados: cuatro policías y dos civiles. Los uniformados y uno de esos hinchas pasaron por el proceso del triage sin presentar aparentemente lesiones de gravedad. El otro hincha de inmediato calificó como el paciente más importante, el prioritario. Era un hombre fornido y de alrededor de 30 años. Estaba lúcido y no respiraba con dificultad, pero costaba dialogar con él. Acusaba un intenso dolor abdominal. Su pulso radial era débil y rápido. Estaba bañado en sangre la cual provenía desde tres heridas punzocortantes en el lado izquierdo de su torso. Mientras Germán le colocaba la mascarilla con oxígeno y José le auscultaba el tórax, los enfermeros la habían insertado dos vías venosas y a través de ellas lo reanimaban con un litro de Ringer lactato. Me acerqué a un policía que estaba detrás de nosotros y le pregunté:
-¿Este es el que cayó al foso?
-No, él fue atacado por varios en el playón... Lo arrojaron al piso y recibió puntazos y golpes.
Entonces me impresionó que sus lesiones podían tener menor gravedad que si hubiera caído desde 3 metros de altura. Pero nunca había que subestimar a ningún mecanismo del trauma.
-Me parece que entra menos el aire a la izquierda, pero no lo puedo auscultar bien, no respira profundamente-dijo José-…Le pedí una placa de tórax.
El residente de diagnóstico por imágenes ya le estaba realizando una ecografía abdominal y pericárdica.
-No le veo líquido libre-manifestó, mientras realizaba las últimas pasadas con el transductor del ecógrafo.
Una ecografía negativa no descarta una lesión intraabdominal que requiera cirugía.
Luego de la reanimación el paciente tenía una tensión arterial de 90 y una saturación de 98%. La frecuencia cardiaca continuaba veloz y era de 110. No impresionaba que tuviera un hemoneumotórax, al menos no uno grande. Los técnicos de radiología le realizaron la placa de tórax y se la llevaron para revelarla.
Pero su abdomen tenía una alta probabilidad de portar una lesión quirúrgica. Tenía una herida en la región toracoabominal izquierda, en el décimo espacio intercostal a nivel de la línea axilar anterior.
Una herida en la región toracoabominal izquierda obliga a descartar una herida en el diafragma.
Y otras dos en el abdomen, una en el epigastrio y la otra en el flanco izquierdo. Ese abdomen estaba muy tenso y su palpación percibía una defensa muscular generalizada y dolorosa.
Los signos clínicos de una peritonitis sobrepasan a una ecografía negativa.
Estaba decidida la laparotomía exploradora. Mi única duda antes de ir al quirófano era si debíamos o no colocar un drenaje pleural izquierdo. Una herida toracoabdominal asociada a un abdomen doloroso nos hacía pensar en la alta posibilidad de un trayecto a través de la cavidad pleural y del diafragma.
Pero la saturación se había mantenido en 98% y recibimos una radiografía de tórax que no evidenciaba un neumotórax o un velamiento en el hemitórax izquierdo. Decidí que subiéramos directamente a quirófano. Al salir de la sala de shock y atravesar la guardia rumbo al primer piso percibí el ambiente turbulento y ruidoso que se imponía. Había policías por todas partes y casi podían palparse el nerviosismo y la tensión del momento. Pregunté a los policías si había allegados al paciente para notificarles de la cirugía que íbamos a realizarle. Me dijeron que era más seguro que no saliera, que afuera había mucha gente que había venido desde el estadio, y que ellos se iban a encargar.
Era la 1.00 a.m. cuando llegamos al quirófano junto con José, Germán y un camillero que nos ayudó a trasladar al paciente. Lo entregamos al anestesiólogo Marcelo S. en la puerta del quirófano y fuimos a cambiarnos a los vestuarios. La tensión arterial sistólica del paciente se mantuvo estable, aunque no pudo superar el nivel de 95 a 100.
-Marcelo, vamos a pintarlo con iodopovidona y a colocar los campos de tela antes de que lo intubes…Por si aparece un neumotórax hipertensivo cuando le apliquen la ventilación del respirador. No está claro si hay un neumotórax o no del lado izquierdo.
Marcelo asintió y procedió luego con la intubación. La saturación no se modificó y se mantuvo en 99%, igual que la tensión arterial sistólica que se mantuvo estable en 100.
Operaba José y le ayudábamos con Germán, quien se ubicó a mi izquierda. José era ya un residente avanzado y cada vez yo me veía menos obligado a darle muchas indicaciones. Le realizamos una incisión mediana suprainfraumbilical y colocamos un separador autoestático grande. Después de evacuar un hemoperitoneo con coágulos percibimos un olor fecal desde la cavidad. Pero a mí me preocupaba más que hubiera un neumotórax. Mi primera acción fue llevar mi mano derecha hacia el hemidiafragma izquierdo y palparlo. Y allí había una laceración diafragmática de dos centímetros de longitud, de esas que tan frecuentemente pasaban desapercibidas en los estudios preoperatorios.
-¡Germán, colocale un tubo de tórax, vamos!
Le ayude a colocar ese drenaje pleural en el hemitórax izquierdo y el débito fue de 300 centímetros cúbicos de sangre. Volvimos al abdomen.
-Cerremos el diafragma ante todo, para prevenir una mayor contaminación- le indiqué a José- pero antes introducí el aspirador dentro de la cavidad pleural, para asegurarnos que quede limpia…
Siempre realizábamos ese gesto antes de cerrar una herida diafragmática. Aprovechábamos así un acceso adicional, además del drenaje pleural, para drenar colecciones desde la cavidad torácica. José introdujo ahí la cánula rígida de la aspiración y extrajo varios coágulos. Luego cerramos esa brecha del diafragma con puntos separados de lino 40. Esa acción fue laboriosa dado el físico corpulento del paciente, pero la separación vigorosa de Germán desde la izquierda amplio el campo operatorio en forma decisiva.
Entonces fuimos en búsqueda de un lesión intestinal que sabíamos que tendría. Las dos heridas punzocortantes restantes eran penetrantes y la del epigastrio parecía ser la responsable de una lesión en el colon transverso. En ese sector del colon próximo al ángulo esplénico había un hematoma que exploramos. También abrimos la transcavidad de los epiplones y decolamos el ángulo esplénico y el colon descendente. Recién luego de finalizar esas movilizaciones y de recorrer el intestino delgado pudimos concluir con el inventario de las lesiones viscerales: una herida transfixiante, doble, del colon transverso.
Dudé en ese momento si realizar un cierre primario de esa lesión doble o si exteriorizarla como una colostomía en asa. El paciente se había compensado, pero por otro lado tenía un hematoma en el meso de ese sector de colon lesionado. Esa zona del intestino grueso no estaba desvascularizada, pero presentaba una contusión en su pared. Esos factores locales me hicieron dudar de la seguridad de un cierre primario y finalmente opté por la exteriorización de las lesiones.
Cuando en el camino de un traumatizado encontramos una encrucijada cerrada.
Que dirección tomar?
La que tenga menos probabilidades de complicarse gravemente.
Seccionamos un puente de tejido maltrecho en la pared intestinal entre ambos orificios y convertimos a esa nueva boca en una colostomía. La pared abdominal era muy gruesa, pero la amplia movilización colónica que habíamos realizado permitió que el intestino llegara sin dificultad a la piel.
La colostomía en asa emergió en el cuadrante superior izquierdo del abdomen y colocamos una varilla plástica por debajo de ambos cabos colónicos.
Completamos la cirugía con un extenso lavado de la cavidad abdominal con solución fisiológica caliente. El cierre de la pared fue laborioso y nos tomamos unos buenos minutos para asegurarnos que fuera lo más sólido posible. El paciente pudo ser extubado y mantuvo la compensación hemodinámica en el final de la intervención. A las 3.15 a.m. lo llevamos a la UCI junto con el anestesiólogo. Hablé brevemente con los intensivistas de guardia y a la salida no encontramos a ningún allegado del paciente para dar un informe.
Bajé con los residentes a la guardia. El ambiente ahí seguía convulsionado y parecía haber más gente que cuando nosotros nos fuimos a quirófano. Me encontré en el pasillo con el Jefe, que estaba asistiendo a varios traumatizados junto con los traumatólogos y que nos confirmó que no había otros heridos graves. Pero también tenía algo más para decirnos. Acababa de recibir la información de la policía acerca de otro hecho en esa madrugada. En el centro de la ciudad se había producido otro encuentro entre los hinchas rivales y un joven había muerto exsanguinado luego de recibir varias puñaladas en plena calle.
Me quedé mudo y de pie en medio del pasillo de los consultorios de la guardia. Me costaba asimilar el resultado final de esa noche que se había iniciado con un partido de fútbol. No podía aceptar esa noticia así nomás, de un modo simple. Y me costaba resignarme al poder de esa violencia, que parecía un gas tóxico que invadía y nublaba la razón de muchos.
Descendimos con José y Germán a la sala de médicos del subsuelo. La mesa estaba limpia nuevamente y habían retirado los restos de la cena. Nos sentamos los tres en silencio a tomar la última botella de gaseosa que había quedado en la heladera. No conversamos nada, y de fondo solo se oían los comentarios de los periodistas en el televisor. En esa pantalla se repetían una y otra vez las imágenes de los desmanes que habían provocado la suspensión del partido en el segundo tiempo.
La violencia que suspende al deporte.
Germán volvió a la guardia para cumplir su horario de nocheria de 4 a 6 a.m. y José y yo nos fuimos a dormir.
A las 7.30 a.m. pase por la UCI antes de retirarme de la guardia. El paciente se encontraba compensado y lúcido. La colostomía lucía vital y el drenaje torácico sin débito.
Me fui satisfecho por nuestra actuación, pero también perturbado por todos esos incidentes sociales contra los que colisionábamos.
Pasé buena parte de ese domingo durmiendo la larga siesta post guardia. En el anochecer los programas de televisión continuaron haciendo eco de todo lo sucedido en el estadio.
El lunes por la mañana fui a la UCI a ver a nuestro operado de la madrugada del domingo y hallé a otro paciente en su cama. Pensé que lo habrían transferido a una cama de la sala general en base a una rápida recuperación, pero pronto supe que había sucedido. Un residente intensivista me contó que la familia había decidido trasladarlo en ambulancia ese mismo domingo. Deseaban llevarlo a un centro asistencial en el oeste del conurbano bonaerense, pocas horas después de finalizada nuestra cirugía. Los intensivistas de guardia en ese tarde le habían desaconsejado a la familia un traslado tan precoz, pero esos allegados habían decidido hacerlo bajo su responsabilidad.
Todos esos recuerdos volvieron a hundirse en el pasado y me vi de nuevo en el presente, en una mañana fría en la sala de médicos del subsuelo.
No podía dejar de investigar que había ocurrido después con aquellos dos heridos de esa noche sofocante de verano.
Supe que al caído en el foso del estadio le decían Turco y al que nosotros habíamos operado lo llamaban Topadora o Topa. Eran simpatizantes rivales, férreos seguidores de los equipos enfrentados en aquella noche.
El Turco murió años después, a raíz de un balazo en la cabeza. Su cuerpo fue hallado en un zanjón, cerca de una localidad al oeste del conurbano bonaerense.
El Topa murió años más tarde, luego de recibir un disparo en el tórax. Ocurrió cerca de un estadio en la previa de un partido que iban a jugar entre su equipo y otro clásico rival. Se había desatado un enfrentamiento entre dos facciones de barrabravas de su propio club y el Topa quedó en medio de esa acción. Luego de herido fue llevado en un auto particular a la guardia de un hospital de Capital Federal, pero allí sería declarado DOA: death on arrival, muerto al llegar. Parte de lo que había sido su vida mostraba imágenes más claras que las del Turco. Pero eso también tornaba su caso más perturbador aún. Yo no podía relacionar sus fotos familiares entrañables, esas junto a seres queridos en un cumpleaños o en la playa, con su imagen final sobre la mesa de la morgue: un cuerpo helado con un orificio en el tórax y con la cicatriz de la laparotomía que nosotros le realizáramos.
Volví a pensar en los barrabravas, esa extraña raza que un día había irrumpido en nuestro futbol.
Pensé en el derrotero trágico de buena parte de ellos, yendo como moscas ciegas hacia una telaraña implacable que sería su destino: muertos o presos.
Y volvió a mí la imagen de un foso.
El del estadio, profundo y lleno de barro.
Y otro foso, más oscuro y grande, en el que había caído nuestra sociedad. Un pozo invisible, pero presente y amenazador desde su profundidad. Un zanjón lleno de la violencia que nos rodeaba y rodeaba al futbol.
¿Cómo podríamos todos salir de ahí?
¿Cómo sellar esa excavación para que nadie más cayera dentro?
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