jueves, 1 de marzo de 2018

Apología del aprovechamiento cadavérico - Arte y Cultura - IntraMed

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Un relato descarnado y veraz | 23 FEB 18

Apología del aprovechamiento cadavérico

La educación médica y los abusos acerca de los que nadie se detiene a reflexionar
Autor: Dr. Jorge A. Guzmán Lozano Fuente: IntraMed 
Almuerzo en marcha, 12:33 y comunicado. El interno responsable por el paciente de la cama 33 recibe el indeseado mensaje: ¡33 hizo parada cardiorrespiratoria!

En pocos segundos la solitaria sala se desborda de un mocerío de delantales blancos que pese a sus aguerridos y asincrónicos esfuerzos no impiden que la existencia de 33 se diluya hacia su fin.

Cesadas las maniobras, y muy de repente, el gran jefe del servicio emite un comando inesperado.    

Vamos a “aprovechar” al 33 para practicar intubación

Respuestas mixtas, unos se emocionan, otros sucumben al pánico, y otros, quizás los menos, se anulan. Pertenezco a los últimos.

Afuera en el corredor, y sin noticia alguna, los familiares de 33 aguardan esperanzados mientras persisten e intensifican sus respectivas oraciones, las cuales ahora se tornan estériles pues hace 13 minutos que se determinó la muerte clínica.

Larga y eternamente transita por el lecho una temblorosa y serpenteante fila de delantales blancos, acertando y errando, abriendo y cerrando las fauces de 33. Unos logran insuflar los pulmones, otros insuflan el estómago; los primeros satisfechos, los segundos avergonzados. Cada resonar de dientes contra el crudo metal del laringoscopio puebla enérgicamente el dominante silencio, hecho que desata un torbellino de risas de medianos decibeles. A cada Planck! gran jefe gruñe, a cada falsa vía gran jefe ciñe la frente.

Agrega con orgullo y falsa empatía.

–Tranquilo flaco, al fin y al cabo “no le está doliendo”.

Torbellinos.

Casi sin percibirlo estoy primero en la fila, me afirmo, o al menos lo intento, pero los enormes ojos sin brillo de 33 se clavan en mis pequeños ojos confusos. Tiemblo.

Frente a mi demora, el voraz complementa.

–Vamos, vamos, es aprender ahora o nunca…

Al percibir la duda, protesta.

–Vamos que el “fiambre” ni se está enterando... Esta falta de “personalidad” de estos chicos me espanta…

Torbellinos, torbellinos.

Por grosería de la casualidad o por resguardo divino, una enfermera descuida una hoja de la puerta por la que alcanzo a vislumbrar la mirada atónita de la mujer que oraba, quien por algunos segundos, los suficientes, presencia el primitivo espectáculo.  

Su mirada me transmite su espanto, su desazón, su indignación. Desde este lado nada tendría que estar mal, con soberbio énfasis se nos inculcó esa ligereza: el afán didáctico era de tal medida que ni la muerte de un desdichado privaría esa posibilidad. Ya en cambio visto desde su lugar, se figura un grupo de jóvenes, casi niños, agolpados sobre el cuerpo de un padre recién dispuesto cadáver, practicando el sinsentido de un acto no consentido.

La fría mejilla de 33 me congela las manos. Llanamente inhalo un aire de vergüenza que revolotea en mis alveolos y entumece mi pecho; así, por impulso inexplicable, por presiones incomprensibles, decido exhalar un poco de valentía. Libero el laringoscopio sobre la almohada y me dirijo hacia gran jefe. Es mi momento de rebeldía.

–Do… do… doctor los familiares están mirando…

Sí. Solo eso. Nada valiente ni nada rebelde, simplemente un comunicado tan lógico como cobarde. Mi consuelo: un comunicado oportuno. ¿Quién dijo que siempre decimos lo que pensamos decir?

Se suspende el teatro y el grupo se escurre en bloque por el corredor en un movimiento que recuerda una procesión de máscaras florentinas, afásicas e inexpresivas. Al pasar junto a la familia que oraba nadie mira, nadie habla, nadie siente.

Junto a mí solo restan gran jefe, el interno viejo y un cadáver violentado. Cadáver que ganó sin pedirlo una mera condición mobiliaria. Que de la pena a la repulsión solo le separaban algunos minutos. Cadáver todavía tibio, todavía anatómico, todavía productivo. Cadáver al que nadie atinó a dirigirse en su real condición, su “cadavérica humanidad”. Nadie.

Una vez más se afinca la didáctica de la imposición, escuela a la que el voraz adscribe desde joven, y que por lógico motivo le impide despedirse sin una estocada final. Volviéndose hacia interno viejo rezonga.

–Flaco, comunícale a la familia.

Y se va.

Silencio.

Allí aquel interno, ni estudiante ni médico, simplemente un simple interno, hizo lo que acostumbramos hacer: obedecer. ¿Cómo lo hizo? Solo Dios sabe. ¿Cómo se sintió? Ciertamente ya trabaja en olvidarlo. ¿Cómo se sintió la familia? Quizás sea bellamente relatado en los yermos legajos judiciales.

Ya en el comedor nadie osa hacer comentario alguno y curiosamente aquella extraña sensación en mi pecho duró menos de lo que hubiera deseado.

–Que buenas que están las papas. Dije.

–Que linda que es la medicina. Pensamos.   

– ¿Habrá partido el domingo? Demandaron.

– Torbellinos, torbellinos, torbellinos. Entonamos.

En la sala 33 el llanto cundía, en el comedor la risa reinaba. A la mujer que oraba al dolor de la pérdida se le sumó el dolor del ultraje. A nosotros nos sirvieron milanesas y nadie pidió postre. Lágrima que cae, mirada que esquiva; indignación muda y conformismo que atenúa; conciencia confusa e hipócrita escuela. – Bla, bla, bla – bla, bla, bla; la vida sigue. Son las 13:33 y aquí no murió nadie.

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