viernes, 24 de enero de 2020

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Historias de un médico forense | 20 ENE 20

Horizonte

Una muerte brutal y sus significados ocultos
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Autor: Julio Cesar Guerini 
Ahí, sentado en el consultorio previo finalizar el informe del imputado, con la cabeza desecha por lo que acaba de pasar, de repente se me vino esa frase que escuché en Buenos Aires, al pasar, entre dos viejitos mientras viajaba creo que en el Subte D hacia Juramento. Lo tomaba siempre en la estación de Plaza Italia más o menos a las siete de la mañana.

Ese día, me retrasé quince minutos y el hormiguero de gente invadió el subsuelo de la estación. Quedamos tan apretados, que parecíamos piezas de un tetris. Podía escuchar las conversaciones de los demás, inclusive la música en los auriculares de los más cercanos.

Sin embargo, a pesar del tumulto, hubo una frase que se destacó de entre el bullicio. Eran dos viejitos de unos setenta y cinco años. Ella le decía muy convencida, que la verdad de las cosas era como el horizonte. En ese momento no entendí a qué se refería, e intenté dejarla pasar como a tantas otras frases que había escuchado ese día. Sin embargo, no pude o no quise que se borre.

Al tiempo, ya de regreso en Córdoba, mientras viajaba en un colectivo interurbano hacia Villa Allende, leí un grafiti que decía que la utopía era como el horizonte. Y me resonó, como resuena una bandeja de acero inoxidable que cae al suelo. Me quedó haciendo eco durante unos minutos.

Tres años después, cuando me despertó el teléfono a la una de la madrugada, no imaginé que esa noche, en un pueblito del interior de la provincia de Córdoba, iba a comenzar a cobrar significado aquella frase y aquel grafiti.

Estaba durmiendo boca abajo, mirando hacia la pared. Con la mano izquierda empecé a tantear sobre el suelo al costado de la cama, buscando el celular. En ese trance onírico, creí que era la alarma y lo silencié. Lo hice de forma automática y al tacto, sin mirar. Ese aparato se había convertido en un órgano más y casi que se podría decir que lo percibía de manera propioceptiva. Al minuto, volvió a sonar. Ahí sí, miré la pantalla y atendí, tratando de poner la voz más natural y neutral que pude, intentando en vano disimular que dormía.

-¿Hola? – dije previo a carraspear dos veces para aclarar la voz– .

-Doctor, disculpe que lo despierte. Hay un femicidio en el interior, a unos 120 Km. Tenemos que salir ya porque el fiscal está en el lugar.

-No estaba durmiendo, no te preocupes – le contesté mintiendo innecesariamente, sabiendo que no me creería – Agarro el equipo y salimos.

Me levanté, me senté en la cama, miré fijo el suelo repasando en mi cabeza todos los elementos que tenía que llevar, particularmente para éste caso. Busqué los borceguís negros que estaban debajo de una silla y me los puse sin ajustar los cordones.

Noté en la penumbra de la habitación unas manchas de sangre seca, brillantes, sobre la punta y los laterales de los borceguís. Eran seguramente de algunos de los cadáveres que había tenido trabajar durante el día. Quizás era del viejo que se había matado en un accidente y lo había tenido que sacar dentro de un automóvil a la tarde, o el pibe que se había pegado un tiro en la boca al medio día, o de la chica que se había ahorcado durante la mañana, o algún otro anterior.

No lo recordaba y la verdad que tampoco importaba, pero ese simple pensamiento me llevó a recordar cómo durante los últimos años había naturalizado la muerte. Me había acostumbrado a decir “el viejo, el pibe, la chica”. El problema en verdad no era naturalizar la muerte en sí misma, sino la muerte violenta en particular ya sean accidentes, suicidios, homicidios.

Me paré, estiré las piernas, los brazos, me puse las manos en la cintura y me encorvé hacia adelante y atrás para estirar la espalda. Sacudí lentamente la cabeza hacia los costados y la columna cervical crujió un poco, como siempre, como las maderas del techo crujen con los cambios de temperatura y humedad.  Era una especie de pre-calentamiento antes de salir. Levanté el celular que me había quedado en el suelo, lo metí en el bolsillo delantero derecho del pantalón y me fui de la habitación.

Una vez en el baño, abrí la canilla del lavabo para mojarme la cara y espabilarme. Con las manos apoyadas en ambos lados de la bacha, me miré al espejo. Mientras me caían algunas gotas de agua de la frente y las mejillas, observé el pelo desordenado, sucio, revuelto, ojeras hasta el piso, la remera arrugada, la piel grasosa, la barba mal afeitada. El espejo me devolvía el reflejo de la versión tercermundista de la serie CSI. Pero esto no era como en las series o películas, en donde los criminalistas trabajan de traje y corbata con cadáveres impolutos.

En la televisión, no se perciben los olores hediondos de la muerte, no te penetra por los poros la presión del fiscal de instrucción con la mirada clavada en tu nuca esperando que resuelvas el caso, ni la angustia del dolor de la familia de la víctima; ni se te impregna el olor a sangre fresca, que salió de una herida y poco a poco se coagula en el suelo, en la ropa, en las paredes, como si estuviese en la bandeja de una carnicería del mercado; no te hace apretar los dientes y contener la respiración el olor nauseabundo de un cuerpo podrido, en descomposición, mientras los gusanos lo desintegran poco a poco en un festín caníbal. Realmente la palabra cadáver (caro data vermibusetimológicamente “carne dada a los gusanos”) es precisa. En fin, nada de eso pasa en la televisión.

De alguna manera acostumbrado a estas escenas, armé mi equipo y salí a trabajar en ese hecho posiblemente mediático al otro día y sabiendo además que, de esa cadencia de la mediatización del caso, dependería la urgencia con la que debería entregar mi informe pericial sin el más mínimo error. Detallar las 27 puñaladas, número que se convertiría en titular de diarios y noticieros: “Otro Femicidio: La mató de 27 puñaladas”. Como si por número de lesiones, hiciera que la víctima estuviese más muerta aún. Con una sola puñalada también es Femicidio, pero no vende tanto en los medios, ni en la justicia.

Salimos a trabajar en ese hecho y durante el viaje charlamos de cosas sin importancia, del calor, del estado de la ruta, de cuál era el camino más corto, de que en tal o cual curva habíamos buscado algún muerto. Una vez en que llegamos al lugar, a ese pueblito perdido en medio de las sierras, un patrullero nos esperaba sobre la ruta para guiarnos al lugar del hecho propiamente dicho.

Media cuadra antes ya podíamos ver el mismo preámbulo de siempre. Varios móviles policiales con las luces del techo encendidas y las radios con su interferencia formando parte del murmullo del lugar, vecinos, amigos, transeúntes ocasionales, chusmas, metidos, periodistas (aunque los tres últimos son lo mismo), alguno que otro sacando fotos o filmando con sus celulares haciendo las veces de periodista frustrado.

La misma civilización del espectáculo de siempre, la de Mario Vargas Llosa, en la cual el análisis de los hechos tiene la profundidad de un charco. Sólo interesa lo que se ve, lo que impacta visualmente (sea real o falso), lo que la gente desde el discurso detesta, pero de su interior desea ver. Un asco.

Curtido de varias discusiones en mi haber para que ya no tomen imágenes, para que la policía marque el perímetro, para que cada uno cumpla su función, sólo eso; decidí mantenerme inerte y focalizarme en mi trabajo.

Pasamos por debajo el cordón criminalístico e ingresé a la vivienda que estaba en el centro de la manzana, por medio de un pasillo con piso de cemento. Noté unas improntas de pisadas de sangre. Seguí caminando hasta el final del pasillo, giré a la izquierda, siguiendo las huellas en sentido inverso. Había un policía mirando el techo junto a la puerta entornada de la vivienda. Cuando sintió mis pasos, giró la mirada y pude notar un dejo de alivio en él. Me miró fijo y sin decir nada, se corrió hacia un costado para dejarme pasar. Cuando estaba caminando justo en frente, me susurró:

-Ahí está el cuerpo, en la cocina.

Ingresé al departamento y la vi. Como me había sucedido en algún que otro caso, en el momento inmediato de ingresar a la escena del crimen, una fuerza que no puedo explicar racionalmente, me detiene como si se interpusiera una mampara de vidrio y trato en ese mismo instante de no parpadear. Trato porque sé que no puedo y sé también que en ese flash del parpadeo voy a visualizar la escena inmediata previa a la muerte. Ya me pasó, algunas veces.

Me quedé parado, analizando críticamente con ojos criminalísticos cada detalle de la escena, sin parpadear. Vi el cadáver de ella, boca arriba con los ojos abiertos, cuchillos tirados en el suelo, uno cerca de su mano derecha. Un charco de sangre, diferentes pisadas sobre el charco, una mesa corrida, sillas desparramadas por el piso, improntas de manos ensangrentadas sobre la mesa, sobre la cocina, sobre las paredes.

Marcas de arrastre. Traté de reunir todas esas imágenes en mi cabeza antes de parpadear y asimilar lo que se me venía. Los ojos empezaron a arder, como si una nube de humo me entrara por la esclerótica. Ardieron hasta que no aguanté y los párpados se unieron. Me preparé para el impacto inminente, como se prepara el conductor de un automóvil inmediatamente previo a un accidente, sabiendo que va a golpear, pero esperando salir lo menos lesionado posible.

La primera imagen que la mente me trajo, fue la de esa chica, parada, con un bebe en el brazo izquierdo y una cuchilla en la mano derecha, amenazándolo. Parpardeé rápido y varias veces intentando borrar esa imagen sin sentido. Al cerrar los ojos, otra vez la misma imagen.

Escuchaba un murmullo de fondo de mis compañeros de trabajo, como se escuchan las conversaciones apagadas en un velorio. Una mano en mi hombro derecho me trajo a la realidad otra vez.

-¿Estás bien doc? – me preguntó el fotógrafo.

-Sí, sí, todo bien – me apuré a responder, con tal de no dar explicaciones –

Ingresamos sin más al departamento. A los pocos segundos, nos quedamos todos helados. El llanto de un bebé irrumpió en la escena. Comenzamos a mirarnos a los ojos como tratando de comprobar que todos habíamos escuchado lo mismo, y a su vez, esperando que no; o quizás rogando que fuera el sonido del celular de alguno de nosotros. Tensa calma…dos sollozos y de nuevo el llanto.

Salí disparado como un perro pointer de caza siguiendo el rastro de una perdiz. El sonido parecía venir del baño. Abrí la puerta con extremo cuidado y esperando despertarme de una puta vez de esa pesadilla. A penas pude meter la cabeza, vi un bebe en el suelo, llorando, envuelto en una toalla blanca, con manchas de sangre. Lo levanté, con desesperación le saqué la toalla esperando encontrar lo peor. Nada. Piel intacta.

No lo habían lastimado, por lo menos físicamente. Pude sentir a través de la ropa el temblor de la piel de ese bebe; pude sentir su miedo, su angustia, su dolor. Pude sentir, sobre todo, que volvía a desnaturalizar la muerte, que no era inerte, que sentía. Pude sentir que sentía.

Llamamos de inmediato al servicio de emergencias y se lo llevaron. No podíamos creer lo que nos acababa de pasar. Teníamos que seguir trabajando, o mejor dicho empezar a trabajar con semejante preludio.

A medida que continuábamos recorriendo la escena, recolectando evidencia, no podía separar de mí el sentimiento de querer matar a la persona que había asesinado a esa mujer y abandonado ese bebé. Quería tenerlo cara a cara y despedazarlo de a poquito por lo que había hecho. Más tarde entendería que hay que tener mucho cuidado con lo que uno desea, porque la vida, el destino, o como queramos llamarlo, te lo puede poner en la jeta cuando menos te lo esperas.  

Después de trabajar casi cinco horas, una vez terminado el relevamiento del lugar, procedimos al levantamiento y traslado del cadáver hasta la morgue judicial.

A la salida de la vivienda, el Fiscal que llevaba el caso nos comentó que había una orden de restricción mutua entre víctima y victimario, pero que sistemáticamente la violaban. Tenían hijos en común. Uno de tres años, y otra de 45 días (la que encontramos en el baño); y que luego de la denuncia de un vecino, habían logrado detener al culpable.

Con esa información, emprendimos el camino de regreso. Durante todo el viaje, no hubo diálogos. Sólo miradas perdidas hacia la banquina, esquivas a otras miradas. De vez en cuando, alguno de nosotros decía “que hijo de puta, ojalá se pudra en la cárcel”, sin siquiera mover la cabeza. La frase salía por una fístula permeable entre el inconsciente y la boca.

Una vez en la morgue, la cosa se tornó más o menos rutinaria. Lavar el cuerpo, identificar las lesiones, describirlas e interpretarlas. Salir con el número de puñaladas que había recibido la víctima, para alimentar a la prensa el día siguiente. Ese numerito de mierda que volvería noticia el caso por unos días, hasta que otro numerito de mierda (la cotización del dólar) tapara esta noticia. Mierda que tapa más mierda. Revulsivo.

Querían el número y ahí estábamos nosotros contando y fotografiando cada una de las 27 heridas. Con cada una que encontrábamos, se reavivaba el odio hacia el culpable.

Alrededor de las diez de la mañana terminamos. Finalizó la guardia. Volví a casa demolido. Ya no era el mismo que hacía más de 24 horas había salido de mi departamento. Ese que salió ya no iba a estar más.

Me bañé, sacándome de encima algunas manchas de sangre seca en los antebrazos. Con las manos apoyadas sobre la pared, dejé que el agua tibia me cayera sobre la nuca, como si de esa manera pudiera limpiar las imágenes de la violencia. Otro femicidio más. Y esperar durante la semana ver replicada la noticia en cada programa de televisión, en la radio y en cada diario, recordándome lo que quería olvidar.

Salí del baño, me cambié y junto con unos amigos fuimos a la Fiesta del Vino en una localidad serrana. La idea era pasar un día despejado de todo. Pero no suelen ser las cosas como uno quiere. El color del vino era el mismo que el de la sangre coagulada en el suelo la noche anterior. Tuve que tomar vino blanco, cuando siempre había preferido el tinto. Después nos fuimos nadar al lago del Dique Los Molinos; pero en ese lago hacía una semana había ido a buscar a un chico que se había ahogado mientras pescaba en una balsa. La provincia estaba sembrada de violencia, de muerte, de tragedia, y yo la cosechaba a cada paso.

Casualidad o causalidad, tres días después volví a estar de guardia. Alrededor de las dos de la tarde, mientras estaba en la rutina de examinar presos y darles alojamiento en los diferentes centros de detención, pasó lo inesperado. Automatizado como una maquinita, agarré el pedido de la Unidad Judicial, y ni bien leí la causa (Homicidio Calificado), y la localidad (el pueblito donde había ocurrido el femicidio) una sensación gélida me bajó desde la nuca al sacro.

Levanté la mirada y tenía paradito ante mí lo que hace tres días había deseado. Tenía al asesino a cuarenta y cinco centímetros de distancia, mirándome con respeto. Ignorando él que yo había sido quien tuvo que juntar los desperdicios de su homicidio, que yo había sido quien había olido el hedor de la sangre coagulada que él había hecho derramar de cada herida, que yo había sido el que había escuchado a esa beba llorar dentro del baño, que yo había sentido el dolor y el terror de esa beba, que yo había deseado que pase lo que ahora estaba pasando y que sin embargo no iba a poder matarlo como había querido. Justito en frente mío, cara a cara mirándonos, observándonos, midiéndonos. Sentí que la sien me apretaba como si tuviese la cabeza en una prensa.

Me paré, la cara me quemaba desde adentro. Le sacaba más de cincuenta centímetros de altura. Lo miré fijo, posiblemente con ira y con mirada incendiaria de asesino, la misma que él seguramente había tenido hace tres días. Me acerqué y lo increpé:

-¿Vos tenés idea de lo que hiciste? – En ese instante, traté de controlar el impulso y sostener una respiración normal.

Me miró, fijo, por unos segundos y sin bajar la vista me respondió...

- Sí.

No le bajé la mirada tampoco. Esperaba un gesto, un mínimo movimiento, una señal de arrepentimiento. Nada. Y a los segundos agregó…

- Le salvé la vida a mi hija. La quiso matar con una cuchilla. Ya me mató una hace tres años. No podía dejar que haga otra vez lo mismo. No tuve otra opción. Hice lo que me salió en el momento. Lo que pude. Le juro doctor que no es lo que hubiese querido.

Los ojos se le empezaron a empañar, a poner vidriosos. Y los míos también. Ya no podía enfocar. Esas palabras fueron una puñalada para mí. Me quedé mirándolo. Noté que su mirada se suavizaba y la mía también. Y sin saber por qué, en un relámpago me llegó a la mente las palabras de aquella viejita en el subte y la frase del grafiti: la verdad es como el horizonte; la utopía es como el horizonte. Entendí que era la mejor analogía que se podía hacer.

El peso de la situación me cayó sobre los hombros y me senté otra vez frente a la computadora para terminar el informe.

No dejaba de ser un asesino, pero que había salvado a su hija. A su vez, había despertado en mí las ganas de querer matarlo ¿qué es la verdad? ¿cuál es la verdad?

La verdad es como el horizonte, tal cual. Siempre lo vemos, sabemos dónde está, pero a medida que nos vamos acercado, se va corriendo, se va alejando, pero ahí está, a simple vista sin que lo podamos alcanzar. Repito, ¿qué es la verdad? ¿qué es lo que está bien y lo que está mal? Depende el momento, la circunstancia.  Utopía, verdad, horizonte…sinónimos. Todo es relativo. La verdad, una entelequia.



 
 El autor
 
Julio César Guerini
Oriundo de Venado Tuerto, Santa Fe
Médico (UNC)
Especialista en Medicina interna (UNC)
Especialista en Medicina legal (UNC)
Médico del Gabinete Médico-Químico-Psicológico de la Policía Científica de la Dirección General de Policía Judicial. Poder Judicial del la Provincia de Córdoba. Ministerio Público Fiscal.
Prof. Asist. de Semiología (Hospital Nacional de Clínicas - Córdoba)
Prof. Asist. de Patología (IIda Cátedra de Patología - UNC)
Docente de Postgrado en la Especialidad de Medicina Legal (UNC)
Fanático de la pesca

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