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Desde enero de 2014, tal como informó la prensa internacional, el escritor sueco Henning Mankell se enfrenta al cáncer que le ha sido diagnosticado con una valentía fuera de lo común: ha decidido contar, «desde la perspectiva de la vida», cómo libra su lucha contra la enfermedad, y lo hace en unas crónicas que publica en su página web oficial y que ofreceremos puntualmente a sus muchos seguidores. 29 de enero de 2014 Hace un par de semanas viajé a Estocolmo para ver a un traumatólogo que me había tratado anteriormente. Acudí con un diagnóstico de hernia discal dolorosa en el cuello, pero al día siguiente volví a Gotemburgo con un diagnóstico de cáncer grave. No guardo ningún recuerdo en particular del viaje de vuelta a Gotemburgo, salvo la intensa gratitud que sentí porque mi mujer, Eva, estaba conmigo. Al cabo de unos días, en el centro para enfermedades pulmonares del Hospital Universitario de Sahlgrenska, me lo dejaron bien claro: era grave. Tenía un tumor en la parte posterior del cuello y otro en el pulmón izquierdo. El cáncer también podría haberse extendido a otras partes del cuerpo. Ahora me estoy sometiendo a las últimas pruebas antes de que se decida qué tratamientos voy a recibir. Mi ansiedad es muy profunda, aunque por lo general consigo mantenerla a raya. Desde el principio quise escribir acerca de lo que me sucede. He decidido contarlo tal y como es. Sin embargo, lo haré desde la perspectiva de la vida, no de la muerte. Lo publicaré ahora aquí y después en el periódico sueco Göteborgs-Posten. Empiezo ahora. Acabo de empezar. Henning Mankell 14 de febrero de 2014 Después de que, a principios de enero, me diagnosticaran un cáncer, durante diez días sufrí un descenso a los infiernos. Recuerdo ese periodo como una neblina, un demoledor escalofrío mental que de vez en cuando se transmutaba en fiebre imaginaria. Momentos de desesperación breves y nítidos, acompañados de toda la resistencia que mi voluntad podía ofrecer. Al mirar atrás, lo veo como una interminable pesadilla que me acosaba constantemente, mientras dormía y mientras estaba despierto. Entonces comencé a salir del agujero, y creo que ahora vuelvo a salir a la superficie. Nací en los años cuarenta, por lo que pertenezco a una generación que asocia automáticamente el cáncer con la muerte. Pese a saber, como saben otros, que la investigación oncológica ha avanzado de modo asombroso en los últimos cincuenta años y que el cáncer ya no conduce a un final inevitable, es evidente que esa vieja creencia continúa viva en mi interior. Trato de compensar mi falta de conocimientos leyendo todo lo que cae en mis manos sobre el tema y, muy especialmente, escuchando a los médicos y al personal sanitario con los que me encuentro en el hospital universitario Sahlgrenska de Gotemburgo. Un día Eva, mi mujer, me dijo: «Deberías escribir acerca de la espera. Los diagnósticos de cáncer y los tratamientos oncológicos implican esperar, algo que resulta muy difícil para todos los afectados». Eva tiene razón, por supuesto. Pero hay un aspecto de la espera que me parece fundamental, relacionado con los análisis exhaustivos que médicos, patólogos y otros profesionales llevan a cabo para determinar con precisión la clase de tumores que padezco y los tratamientos que podrían ser más eficaces para combatirlos. V., una neumóloga que ya desempeñaba su profesión hace veinte años, me explica que, en comparación con los fármacos citotóxicos disponibles en la actualidad, los cuales pueden diseñarse más o menos a medida para tratar tumores específicos, veinte años atrás los pacientes tenían que soportar auténticos raticidas. Esta espera es dura, a veces insoportable, pero nadie puede hacer nada al respecto. Se trata de una espera inevitable, siempre que no se produzcan atascos que entorpezcan el proceso diagnóstico de forma innecesaria. Como es natural, al esperar uno se siente totalmente indefenso. En mi caso, durante los diez o doce días transcurridos mientras esperaba los resultados, me invadió un miedo muy peculiar. Me habían detectado metástasis en una vértebra cervical. ¿Habría tenido tiempo de propagárseme al cerebro? De ser así, cabía suponer que la batalla había concluido antes de empezar. Cuando Eva y yo hablamos con la doctora M. y ésta nos dijo que no me habían encontrado nada en el cerebro, experimenté una auténtica liberación. Mi cáncer continuaba siendo tan grave como antes, pero esa espera, tan terrible a veces, se había visto recompensada con una noticia positiva. Era consciente de que tanto los médicos como otros profesionales sanitarios habían actuado con toda la rapidez de que fueron capaces. Sin embargo, no puedo evitar pensar en todos aquellos que quizá no tengan a nadie con quien compartir la angustia que conlleva la espera. Pacientes con síntomas poco claros, que pueden verse obligados a esperar durante un periodo innecesariamente largo antes de recibir un diagnóstico y empezar el tratamiento. Como todos sabemos, el cuidado oncológico también está sujeto a esperas innecesarias debido a la escasez de personal, a la burocracia o a la indecisión de los políticos. Durante las últimas semanas he visitado un número interminable de consultorios en el hospital Sahlgrenska, donde sólo he encontrado a personas entregadas, competentes y trabajadoras. Algunas no parecen tener tiempo libre, y a todas las mueve la determinación de reducir al máximo el tiempo de espera de sus pacientes. No hace falta ser demasiado perspicaz para darse cuenta de que la falta de personal provoca graves problemas, por no mencionar los sueldos del personal médico. En el ámbito del cuidado oncológico nunca debería olvidarse todo lo que implica el hecho de esperar. Estoy convencido de que muchísimos pacientes sufren de forma totalmente innecesaria porque quizá ni siquiera sepan adónde acudir en busca de apoyo. Estamos a principios de febrero, y hace alrededor de un mes que me descubrieron el cáncer. Dentro de pocos días empezaré un tratamiento que supondrá una lucha sin cuartel contra la enfermedad. La primera fase de esta espera ya ha terminado; ahora empieza el contraataque a mis tumores. Recurriendo de nuevo al símil bélico, es como si la caballería saliera de los límites del bosque para lanzar un asalto frontal contra los enemigos que han invadido mi cuerpo. Agradezco profundamente que este asalto ya se esté produciendo, y que todo haya ido tan rápido. Cuando pienso en el mes que acaba de transcurrir, aparecen fugazmente ante mis ojos las imágenes parpadeantes de numerosos médicos, enfermeros y personal sanitario. Sin ellos, hoy no estaría donde estoy. Comienza otro periodo de espera, pero, a diferencia de lo que sucedió hace un mes, ahora soy yo el que ha pasado a la ofensiva. Henning Mankell Henning Mankell (Estocolmo, 1948) es conocido en todo el mundo por su serie de novelas policiacas protagonizadas por Kurt Wallander, traducidas a treinta y siete idiomas, aclamadas por el público, merecedoras de numerosos galardones (como, entre nosotros, el II Premio Pepe Carvalho) y adaptadas al cine y la televisión (entre otros, por el actor Kenneth Branagh). Tusquets Editores ha publicado la serie completa, junto a otras doce obras, entre ellas el thriller titulado El chino. Con Huesos en el jardín se cierran los casos protagonizados por Wallander o relacionados con él: Asesinos sin rostro, Los perros de Riga, La leona blanca, El hombre sonriente, La falsa pista, La quinta mujer, Pisando los talones, Cortafuegos, Antes de que hiele (protagonizado por Linda Wallander), Huesos en el jardín y El hombre inquieto, además del volumen de relatos La pirámide, que recoge las investigaciones del joven Wallander, previas a la serie completa. Con ocasión de la publicación de esta obra, Henning Mankell ha escrito un posfacio en el que narra su relación con el aclamado detective a lo largo de los años. |
domingo, 23 de marzo de 2014
Henning Mankell en primera persona - IntraMed - Arte y Cultura
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