El origen de la técnica o método del triaje surgió como consecuencia de las necesidades de la guerra y la Medicina Militar. Durante las guerras napoleónicas, el cirujano Dominique Jean Larrey se dio cuenta de que para mejorar la supervivencia de los soldados era necesario atender primero a los más graves (ese era el criterio entonces), por lo que decidió instruir a los soldados camilleros para que en el campo de batalla, utilizaran una clasificación simple y eficaz, priorizando la evacuación y mejorando, con ello, la eficiencia del dispositivo sanitario y por consiguiente la supervivencia del conjunto de la tropa.
El triaje es un proceso que permite una gestión del riesgo clínico para poder manejar adecuadamente y con seguridad los flujos de pacientes cuando la demanda y las necesidades clínicas superan a los recursos. Actualmente se utilizan sistemas de triaje estructurado, en el uso ordinario de la práctica asistencial, con cinco niveles de prioridad que se asignan asumiendo el concepto de que lo urgente no siempre es grave y lo grave no es siempre urgente y hacen posible clasificar a los pacientes a partir del «grado de urgencia», de tal modo que los pacientes más urgentes serán asistidos primero y el resto serán reevaluados hasta ser vistos por el médico. El sistema español de triaje (SET) y el sistema de triaje Manchester (MTS) son los dos sistemas normalizados de mayor implantación en nuestro país (1).
Se clasifica, así, a las personas necesitadas de asistencia por la urgencia con que precisan ser atendidas y no por la gravedad de los procesos que les aquejan. Se desglosa en los siguientes cinco niveles:
  • Nivel I: prioridad absoluta con atención inmediata y sin demora. Son situaciones que requieren resucitación, con riesgo vital inmediato o inminente de deterioro.
  • Nivel II: situaciones muy urgentes de riesgo vital, inestabilidad o dolor muy intenso. Situaciones con riesgo inminente para la vida o la función. El estado del paciente es serio y de no ser tratado en los siguientes minutos puede haber disfunción orgánica o riesgo para la vida. Los tratamientos, como la trombólisis o antídotos, quedan englobados en este nivel.
  • Nivel III: urgente pero estable hemodinámicamente con potencial riesgo vital que probablemente exige pruebas diagnósticas y/o terapéuticas.
  • Nivel IV: urgencia menor. Situaciones menos urgentes, potencialmente sin riesgo vital para el paciente.
  • Nivel V: no urgencia. Son situaciones menos urgentes o no urgentes, a veces son problemas clínico-administrativos que no requieren ninguna exploración diagnóstica o terapéutica. Permite la espera incluso hasta de 4 horas.

Este sistema clasificatorio es, como vengo diciendo, el asistencial general y he querido dejarlo expuesto para que podamos comprobar las diferencias de su uso, como punto de partida, en un estado emergente como el provocado por el actual COVID-19 en el uso de la prioridad de asistencia.
El COVID-19 y el triaje
Es conocida de todos la gravedad de la pandemia que nos está causando el mencionado virus y que es contemporánea, fatalmente, con una insuficiencia de medios para hacerla frente. Nos conmueve a todos la imagen de los sanitarios reutilizando mascarillas (cuando las tienen) o improvisando equipos de protección con bolsas de basura, EPI en la terminología clínica al uso. El escenario asistencial en el que luchan es de sobresaturación de los medios asistenciales más sensibles (UCI y Urgencias) pero es que hasta el dispositivo básico disponible de hospitalización es insuficiente.
El colectivo que ejemplarmente atiende todo esto está infectado se estima que en torno a un 12 por ciento. Con estos recursos hay que diseñar medidas estratégicas y criterios de emergencia para poder trabajar cada día sin desatender al ingente número de enfermos de COVID-19, que deben compartir recursos asistenciales con la población general, portadora de otras patologías, algunas leves y otras no. Recursos palmariamente mermados, en lo personal y lo material por las políticas restrictivas llevadas a cabo en los últimos lustros con la Sanidad, ante una población creciente en número y en longevidad. La situación del dispositivo asistencial disponible para enfrentar la pandemia no es tranquilizador precisamente, ni para los profesionales ni para la ciudadanía en general.
En el contexto bélico el objetivo es recuperar, mediante la atención sanitaria, el máximo número posible de soldados capaces de combatir de nuevo. En un escenario civil, fuera de contienda bélica, el objetivo, en criterio de la Organización Mundial de la Salud, es maximizar el número de vidas salvadas, con independencia de los años que les puedan quedar, a sus portadores, por vivir o en consideración a la calidad de sus existencias. Esta precisión complementaria es importante en extremo, como trataré de mostrar.
El planeamiento finalista expresado no es, sin embargo, nada fácil de aplicar y requiere de reflexiones de partida en una situación de recursos asistenciales escasos. De entrada, todos los pacientes, todos, deben ser objeto de consideración a la hora de tomar decisiones sobre la asignación del recurso escaso. La edad puede ser un elemento orientativo, pero sólo eso, sin ser criterio determinante de preferencia y menos de exclusión, según el extremo en el que nos situemos. Los criterios a considerar deben ser clínicos, pero no exclusivamente, no podemos olvidar, debiendo entrar en consideraciones de índole social, con las evidentes dificultades que aquellas introducen en el análisis no sólo asistencial, sino también ético y jurídico del criterio del triaje. No olvidemos que la decisión del modo y criterio de aplicar puede constituir salvación o condena a un sujeto.
Imaginemos que entre las personas a ordenar en prioridad para recibir la asistencia tenemos personal sanitario. Parece que desde un aspecto ético deben ser preferentes, por pura correspondencia a su entrega y riesgo asumido en atendernos a todos. Pero es que, además, procede hacerlo desde un punto de vista puramente utilitarista, considerando que “les necesitamos”. Su vida nos es “más útil”, a la colectividad, que la del ciudadano medio. Estas consideraciones, que nos parecen de una evidencia absoluta, nos llevan sin embargo a dilemas de muy compleja resolución. ¿Qué otras profesiones deben ser reconocidas, también, por su entrega de servicio? ¿Qué actividades necesita, igualmente, la sociedad? Bomberos, policías, transportistas… Estamos en riesgo de aplicar criterio bélico. Atender primero a quien pueda volver al combate, una vez atendido. Cuidado, además quedaríamos sujetos a hacer una prelación entre todos aquellos. Así ha ocurrido en un importante hospital de Castilla y León en el que se planteó la necesidad de priorizar la atención al colectivo médico sobre el conjunto del personal sanitario (para la realización de test rápidos de detección de coronavirus, frente a los enfermeros y auxiliares), decisión que se vieron obligados a retractar, poniendo a todos los sanitarios en plano de igualdad (2).
La dificultad, en realidad, no es solamente de aplicación del triaje, sino también de su consideración de partida cuando hablamos de derechos sociales. No podemos olvidar que nuestra normativa sobre usuarios y pacientes (3) parte de su aplicación a individuos (usuarios y pacientes), pero no está orientada a la sociedad como figura colectiva.
Sobre esta aplicación del triaje bajo criterio de utilidad social y su problemática ética haré unos comentarios finales
El principio ético de justicia
Los cinco niveles expuestos con anterioridad para la atención de urgencia nos pueden servir para entender que el criterio de atención a personas que necesitan esa asistencia no puede ser el orden de llegada, como si fuera la cola del pan (perdón por la rudeza de la expresión), sino que han de manejarse criterios clínicos para la priorización. Añadir a esos criterios otros conexos, pero distintos es la gravísima dificultad que encontramos.
Esta es, en realidad, la piedra angular de estas situaciones. Como es sabido se trata de obtener criterio para saber si una actuación es o no ética, desde el punto de vista de la justicia. Consiste en valorar si la actuación es equitativa. Debe ser posible la aplicación del recurso escaso para todos aquellos que lo necesiten. Incluye el rechazo a la discriminación por cualquier motivo. Si no es posible el acceso de todos al recurso escaso habrá que determinar el orden de aplicación del mismo y sus criterios. Nada menos.
Todo se complica si en lugar de hablar de asignación del recurso nos referimos a su reasignación. Es decir, a la procedencia y licitud de retirada a alguien de un recurso que estaba utilizando, cuando obtiene escasos beneficios de aquel, bajo criterio de que tendrá mayor provecho sobre otra persona que no lo utiliza y espera acceder a ello.
En dilemas éticos y deontológicos (y jurídicos) siempre es más problemática la retirada del recurso que la decisión de no aplicarlo. Recordamos los casos de la nutrición enteral o la hidratación de pacientes. En el caso de tomar la decisión de no aplicar se cimenta ésta sobre la consideración de futilidad, normalmente, mientras que en el segundo caso estamos en el terreno de la evitación del sobreuso clínico (no me gusta el término, tan utilizado, de encarnizamiento terapéutico).
¿Podría ser este el punto de inflexión para la reasignación del recurso? Considerar que si, en un caso concreto, el provecho que obtiene un paciente del uso de su recurso es escaso (futilidad) debe reasignarse para obtener su aprovechamiento.
La situación que vivimos, con el COVID-19, nos ha instalado con frecuencia en decisiones de emergencia, cuya muestra son los dispositivos asistenciales puestos en marcha: hospitales de campaña, hoteles habilitados, equipos de protección improvisados…
El controvertido criterio de la utilidad social del triaje
“Todo ser humano por el mero hecho de serlo es socialmente útil, en atención al propio valor ontológico de la dignidad”, en palabras del Comité de Bioética de España. Dicho esto, se percibe, a la luz de lo aquí expresado la peligrosidad de diseñar y aplicar criterios de utilidad social para orientar el triaje.
¿Deben ser postergadas en la atención las personas de avanzada edad o con menos posibilidades de sobrevivir? Ancianos, enfermos graves, cualquiera con una salud amenazada perdería, evidentemente, puestos en la prelación asistencial, según este criterio.
Recuerda, el antes citado Comité que la Organización Mundial de la Salud en 2016 publicó sus Recomendaciones para la gestión de cuestiones éticas en epidemias, donde señala que los principios éticos que deben guiar las decisiones de asignación de recurso en estas situaciones excepcionales son el de utilidad y equidad. Y explican que “si bien el principio de utilidad requiere la asignación de recursos para maximizar los beneficios y minimizar las cargas, el principio de equidad exige la distribución justa de los beneficios y las cargas. En algunos casos, una distribución equitativa de los beneficios y las cargas puede considerarse justa, pero en otros, puede ser más justo dar preferencia a los grupos que están en peor situación, como las personas de menos recursos, los enfermos o los vulnerables. No siempre es posible lograr plenamente tanto la utilidad como la equidad”.
Dejan claro, desde el citado órgano asesor, que ni la edad ni el orden de llegada pueden utilizarse como criterios de prioridad. Con una excepción, en el primer caso, la atención a los menores: “el principio del interés superior del menor exige dar prioridad a la asistencia a niños y adolescentes” (4). De modo que “el criterio de la edad solo puede ser empleado, pues, para priorizar, pero no para denegar o limitar la asistencia sanitaria y el recurso a determinadas medidas de soporte vital”.
Como vamos viendo, bajo un básico planteamiento previo de no desatender a nadie, hay que priorizar y el hecho de retrasar la atención puede suponer llegar tarde a la oportunidad de sobrevivir. Se trata, nada menos, que de plantear la posibilidad de limitar o suspender el derecho constitucional a la vida, del Artículo 15 de la Constitución y el subsiguiente derecho a la protección de la salud del Artículo 43 del mismo texto fundamental.
El Comité recuerda, con notorio acierto, que las sociedades científicas, colegios profesionales, comités de bioética nacional y autonómicos “son unos actores fundamentales para proveer a la autoridad pública de los conocimientos necesarios para establecer unos criterios nacionales de priorización, pero en modo alguno constituyen las entidades adecuadas para fijar dicha priorización”, como en algún caso han venido haciendo. Única y exclusivamente la autoridad pública prestadora de la asistencia es la única facultada constitucionalmente para limitar y suspender derechos de tan notorio relieve y deben hacerlo con criterios sopesados y uniformes en el ámbito estatal.
A modo de reflexiones finales
Ningún sistema sanitario puede estar preparado para funcionar con normalidad y alto rendimiento en situaciones críticas, pues está diseñado para la normalidad. El problema ha sido someter a una necesidad extraordinaria de rendimiento y eficiencia a un sistema diseñado para situaciones normales y adelgazado de recursos de todo tipo desde tiempo atrás. Hemos recibido la lección. Ahora vemos en qué modo las políticas de austeridad han rozado el desmantelamiento en los pasados años y el grave peligro en el que nos ponen a todos cuando se estresa el sistema.
Otra reflexión ha de ser la de valorar el trabajo de los profesionales sanitarios (5) que pelean en un esfuerzo desmedido, reconociendo su lucha no tanto (y no solo) por la escasez de medios, sino por la incertidumbre en la que se encuentran inmersos. Hay una vieja mención en Medicina, con la que concluyo estas reflexiones, que reza de este modo:
En la práctica asistencial rara vez se trabaja con horizontes de certeza, es muy frecuente, sin embargo, buscar la probabilidad y a veces nos encontramos, lamentablemente, inmersos en la incertidumbre
Notas
  1. El triaje: herramienta fundamental en urgencias y emergencias. Anales Sis San Navarra vol.33 supl.1
  2. El criterio de esta discriminación fue la diferente disponibilidad de determinadas categorías profesionales en la bolsa de reserva de personal para contratar.
  3. Ley 14/1986, General de Sanidad, Ley 41/2002, Básica de Autonomía del Paciente y Ley 33/2011, General de Salud Pública, entre otras.
  4. Ley Orgánica 1/1996, de Protección Jurídica del Menor en su Artículo 2
  5. Sin poder olvidar, naturalmente, a cuantos trabajadores del sector público y privado luchan diariamente para que “esto funcione”, desde fuera del sector sanitario y desde dentro de él, espacio que motiva este artículo.