Una historia de amor y compañerismo | 17 MAY 20
Matrimonio de médicos
Con mi esposa acostumbramos siempre a hablar los problemas, hacer explícitas las inquietudes y propender a resolver las diferencias de un modo inteligente y civilizado
Autor/a: Profesor Dr. Carlos Spector Fuente: IntraMed
Conocí a mi esposa hace 30 años durante la cursada de Anatomía Normal. Fue el amor a primera vista de dos alumnos brillantes. A partir de entonces formamos una pareja bien avenida hasta el día de hoy. Nuestro noviazgo se prolongó durante toda la carrera. Estudiamos juntos todas las materias y las aprobamos con altas notas muy parecidas en las mismas fechas. Nos casamos poco antes de graduarnos con una ceremonia sencilla pero muy emotiva.
Nuestros respectivos padres nos ayudaron mucho. Al principio vivimos en casa de mis suegros. Yo me decidí por la neurocirugía y mi esposa por clínica médica. Entramos en las residencias de dos centros distintos. Las guardias de ella y las mías nunca coincidían. Empezamos a vernos poco. Fueron muchísimos los fines de semana que no pudimos compartir y las vacaciones eran muy breves porque debían compatibilizarse con las de los compañeros de cada uno.
Fueron épocas muy difíciles debido a que la suma de los ingresos de ambos era insuficiente para solventar el alquiler, la comida y la movilidad. Por eso nuestros padres continuaron con su invalorable asistencia y por eso les estamos muy agradecidos.
Finalizadas nuestras residencias quisimos concretar el anhelo compartido de ser padres. Primero vino un varón y menos de dos años después la nena. Los hijos nos colman de satisfacciones hasta el día de hoy. Cada uno se labró su camino bajo nuestra tutela hasta que adquirieron una autonomía que nos enorgullece, aunque siempre estamos pendientes de sus éxitos, pero también de las dificultades que deben sortear, que por suerte lo hacen muy bien.
Durante los dos embarazos y la crianza de los chicos, yo continué con mi trabajo intenso, ya incorporado al servicio de la especialidad, mientras mi esposa hizo un prolongado paréntesis de 5 años en su trabajo. Cuando decidió dedicarse nuevamente a la tarea asistencial para la que se había formado, debió comenzar desde el principio. Entretanto, yo iba adquiriendo una elaborada experiencia en destrezas quirúrgicas, manejo de equipos complejos y razonamiento clínico, durante mi actividad intensiva de no menos de 14 horas diarias de lunes a sábados.
Mi esposa empezó a concurrir ad honorem por las mañanas a un hospital provincial donde la admitieron y por las tardes atendía un consultorio alquilado en una casa antigua situada en un barrio alejado del centro. Se anunciaba como “clínica médica y reumatología”. Su simpatía, buen trato, entrevistas prolongadas, muestras gratis y vaya uno a saber qué otros imponderables, resultaron en un crecimiento notable de su clientela. La totalidad de los pacientes tenían cobertura de obras sociales y algunos prepagos de bajo costo.
Entretanto, yo continuaba en el servicio del hospital universitario, con poco sueldo, pero provisto de recursos para investigar y algún tiempo dedicado al estudio. Al cabo de los 8 años trascurridos desde mi graduación, ya había publicado numerosos trabajos originales en revistas con referato, presentado ponencias en congresos y hasta pronunciado conferencias en cursos de posgrado. Todo ello engrosaba mi currículo pero mantenía muy magro mi bolsillo.
Con mi esposa acostumbramos siempre a hablar los problemas, hacer explícitas las inquietudes y propender a resolver las diferencias de un modo inteligente y civilizado. No niego que a veces los conflictos adquirieron mayor magnitud, pero nunca trascendieron a los chicos que siempre vieron paz y armonía familiar. Los momentos más críticos siempre se resolvieron después del trabajo por las noches, a veces entre las sábanas y otras durante una cena con velas en un buen restaurante.
Sin embargo las parejas de médicos trascurren por circunstancias específicas, diría que patognomónicas, para usar un término académico de la profesión: mientras el varón hace currículum, la mujer hace crianza. Eso deriva en que cuando se abren concursos, los mayores antecedentes del varón pesan más y por eso a pesar de que son más las médicas que los médicos, hay menos mujeres con cargos de jefatura.
En mi caso, yo llegué muy joven a jefe de sección, con mejor sueldo que el de médico de planta. Intenté poner un consultorio propio, pero la mayor parte de los pacientes con la patología de mi especialidad, concurre a centros. Muy ocasionalmente algún enfermo privado vino para segunda opinión, pero finalmente si me eligió como su cirujano, debí operarlo en el centro donde trabajo bajo relación de dependencia. Después de un tiempo dejé de atender en el consultorio por falta de trabajo suficiente.
Entretanto, mi esposa se transformó en una máquina de facturar. Dedicada al hospital, todavía sin remuneración, y al consultorio de lunes a viernes por los honorarios que fija el nomenclador de la seguridad social, ocupa casi todo el sábado en llenar planillas, elaborar informes y planes de tratamiento para las auditorías así como a confeccionar facturas y recibos. Los ingresos mensuales son considerables, de hecho, mucho mayores que los míos.
No debo negar que la envidio y que no puedo superar el hecho de que para mi formación y cultura familiar, el hombre tiene que ser el proveedor. Pero además, en mi fuero interno siento que la neurocirugía es mucho más difícil y riesgosa que la clínica y asumo que por eso debería remunerarse más. Se lo digo a mi esposa y ella responde con lógica propia, que si un paciente de ella tiene dolor de espalda, para él su padecimiento es más importante que la afasia por tumor cerebral de otro. Al cabo de reflexionar un rato reconozco que los factores que condicionan el éxito laboral de un profesional son tantos, que tomar unos pocos de ellos como parámetros es una simplificación que nada explica.
Somos amigos de muchas parejas que están en excelente posición económica. Curiosamente ninguno de los integrantes del grupo es médico. Algunos son ejecutivos y otros empresarios. A veces siento que nos soportan por afecto, porque la mayor parte de los acuerdos para salir a cenar o a un espectáculo se frustra por mis horarios laborales tan irregulares y llamados imprevistos.
Por eso optamos por hacer programas de varios matrimonios, para que las salidas no aborten por mi culpa y a veces por la de mi esposa. Con frecuencia me pregunto si estas relaciones de gente rica me producen o no envidia, tanto por la previsibilidad de sus horarios como por los altos ingresos, al lado de los cuales los de mi esposa son modestos y los míos casi escuálidos.
Sin embargo, cuando yo hablo con esa gente de lo nuestro se me ensancha el pecho de orgullo, porque los éxitos que ostentamos se representan por vidas recuperadas y logros académicos, no tanto por dinero ni objetos, que en mi fuero íntimo admiro y codicio, pero me di cuenta que menos de los que ellos admiran nuestra dedicación vocacional y humanitaria, que por más que se quiera no puede medirse con cifras.
Nuestros respectivos padres nos ayudaron mucho. Al principio vivimos en casa de mis suegros. Yo me decidí por la neurocirugía y mi esposa por clínica médica. Entramos en las residencias de dos centros distintos. Las guardias de ella y las mías nunca coincidían. Empezamos a vernos poco. Fueron muchísimos los fines de semana que no pudimos compartir y las vacaciones eran muy breves porque debían compatibilizarse con las de los compañeros de cada uno.
Fueron épocas muy difíciles debido a que la suma de los ingresos de ambos era insuficiente para solventar el alquiler, la comida y la movilidad. Por eso nuestros padres continuaron con su invalorable asistencia y por eso les estamos muy agradecidos.
Finalizadas nuestras residencias quisimos concretar el anhelo compartido de ser padres. Primero vino un varón y menos de dos años después la nena. Los hijos nos colman de satisfacciones hasta el día de hoy. Cada uno se labró su camino bajo nuestra tutela hasta que adquirieron una autonomía que nos enorgullece, aunque siempre estamos pendientes de sus éxitos, pero también de las dificultades que deben sortear, que por suerte lo hacen muy bien.
Durante los dos embarazos y la crianza de los chicos, yo continué con mi trabajo intenso, ya incorporado al servicio de la especialidad, mientras mi esposa hizo un prolongado paréntesis de 5 años en su trabajo. Cuando decidió dedicarse nuevamente a la tarea asistencial para la que se había formado, debió comenzar desde el principio. Entretanto, yo iba adquiriendo una elaborada experiencia en destrezas quirúrgicas, manejo de equipos complejos y razonamiento clínico, durante mi actividad intensiva de no menos de 14 horas diarias de lunes a sábados.
Mi esposa empezó a concurrir ad honorem por las mañanas a un hospital provincial donde la admitieron y por las tardes atendía un consultorio alquilado en una casa antigua situada en un barrio alejado del centro. Se anunciaba como “clínica médica y reumatología”. Su simpatía, buen trato, entrevistas prolongadas, muestras gratis y vaya uno a saber qué otros imponderables, resultaron en un crecimiento notable de su clientela. La totalidad de los pacientes tenían cobertura de obras sociales y algunos prepagos de bajo costo.
Entretanto, yo continuaba en el servicio del hospital universitario, con poco sueldo, pero provisto de recursos para investigar y algún tiempo dedicado al estudio. Al cabo de los 8 años trascurridos desde mi graduación, ya había publicado numerosos trabajos originales en revistas con referato, presentado ponencias en congresos y hasta pronunciado conferencias en cursos de posgrado. Todo ello engrosaba mi currículo pero mantenía muy magro mi bolsillo.
Con mi esposa acostumbramos siempre a hablar los problemas, hacer explícitas las inquietudes y propender a resolver las diferencias de un modo inteligente y civilizado. No niego que a veces los conflictos adquirieron mayor magnitud, pero nunca trascendieron a los chicos que siempre vieron paz y armonía familiar. Los momentos más críticos siempre se resolvieron después del trabajo por las noches, a veces entre las sábanas y otras durante una cena con velas en un buen restaurante.
Sin embargo las parejas de médicos trascurren por circunstancias específicas, diría que patognomónicas, para usar un término académico de la profesión: mientras el varón hace currículum, la mujer hace crianza. Eso deriva en que cuando se abren concursos, los mayores antecedentes del varón pesan más y por eso a pesar de que son más las médicas que los médicos, hay menos mujeres con cargos de jefatura.
En mi caso, yo llegué muy joven a jefe de sección, con mejor sueldo que el de médico de planta. Intenté poner un consultorio propio, pero la mayor parte de los pacientes con la patología de mi especialidad, concurre a centros. Muy ocasionalmente algún enfermo privado vino para segunda opinión, pero finalmente si me eligió como su cirujano, debí operarlo en el centro donde trabajo bajo relación de dependencia. Después de un tiempo dejé de atender en el consultorio por falta de trabajo suficiente.
Entretanto, mi esposa se transformó en una máquina de facturar. Dedicada al hospital, todavía sin remuneración, y al consultorio de lunes a viernes por los honorarios que fija el nomenclador de la seguridad social, ocupa casi todo el sábado en llenar planillas, elaborar informes y planes de tratamiento para las auditorías así como a confeccionar facturas y recibos. Los ingresos mensuales son considerables, de hecho, mucho mayores que los míos.
No debo negar que la envidio y que no puedo superar el hecho de que para mi formación y cultura familiar, el hombre tiene que ser el proveedor. Pero además, en mi fuero interno siento que la neurocirugía es mucho más difícil y riesgosa que la clínica y asumo que por eso debería remunerarse más. Se lo digo a mi esposa y ella responde con lógica propia, que si un paciente de ella tiene dolor de espalda, para él su padecimiento es más importante que la afasia por tumor cerebral de otro. Al cabo de reflexionar un rato reconozco que los factores que condicionan el éxito laboral de un profesional son tantos, que tomar unos pocos de ellos como parámetros es una simplificación que nada explica.
Somos amigos de muchas parejas que están en excelente posición económica. Curiosamente ninguno de los integrantes del grupo es médico. Algunos son ejecutivos y otros empresarios. A veces siento que nos soportan por afecto, porque la mayor parte de los acuerdos para salir a cenar o a un espectáculo se frustra por mis horarios laborales tan irregulares y llamados imprevistos.
Por eso optamos por hacer programas de varios matrimonios, para que las salidas no aborten por mi culpa y a veces por la de mi esposa. Con frecuencia me pregunto si estas relaciones de gente rica me producen o no envidia, tanto por la previsibilidad de sus horarios como por los altos ingresos, al lado de los cuales los de mi esposa son modestos y los míos casi escuálidos.
Sin embargo, cuando yo hablo con esa gente de lo nuestro se me ensancha el pecho de orgullo, porque los éxitos que ostentamos se representan por vidas recuperadas y logros académicos, no tanto por dinero ni objetos, que en mi fuero íntimo admiro y codicio, pero me di cuenta que menos de los que ellos admiran nuestra dedicación vocacional y humanitaria, que por más que se quiera no puede medirse con cifras.
El autor |
- Profesor Dr. Carlos Spector
- Cirujano torácico
- Decano de la Facultad de Ciencias de la Salud de UCES
- Profesor Consulto Titular de UBA
- Emérito de la Academia Argentina de Cirugía
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