SEGUNDAS OPORTUNIDADES
María Luisa Puga y la casa donde el cuerpo cae
Por:
EL PAÍS21/03/2014
EL PAÍS21/03/2014
Por CRISTINA RIVERA-GARZA
Repartido en 100 entradas breves, entrecortadas, frágiles como un hueso, el libro no avanza ni retrocede sino que se encuentra suspendido en ese vacío que la autora compara con el "haberse quedado en la anestesia". Sin sentimentalismos, evadiendo en lo posible una nostálgica edad de oro en la que el dolor todavía no tenía nombre y saltándose también la teleológica visitación del origen, lo que María Luisa Puga consigue en este texto es de una exquisita crueldad: no sólo hace hablar al dolor sino que, escritora al fin y al cabo, ella habla con él. Lo obliga a ponerle atención y, al final, debido a su propia escritura, lo incita a enamorarse de sí mismo con el mismo "regocijo narcisista" que arremete a los entrados en años. Su Diario del dolor es esa conversación silenciosa, ese diálogo a gritos mudos, este tú-a-tú que la doliente establece, de manera activa y sin misericordia alguna con su otro Otro, su símil, su sombra interna. Su Dolor. Porque lo cierto es que, desde que apareció, desde que se dio a conocer, es decir, desde el mismísimo inicio de este diario, tal como queda anotado ahí, la autora no volvió a estar sola.
Más que un padecimiento, un romance. O, mejor aún: un padecimiento y un romance. El romance que es todo padecimiento. En estas páginas, el dolor irá sustituyendo a la novela -porque la novela se lleva, tiene razón la Puga, como una aureola dentro y fuera de la cabeza- y a los amigos y al cuerpo mismo y, eventualmente, a lo real. Contra lo que Dolor nunca puede es, claro está, contra la escritura. Convertida en ese tercero apocalíptico que ve y registra, la escritura estabiliza el ángulo desde el cual la Puga se dirige a Dolor. "Me mira insistente", dice la autora de la escritura, "diciéndome: yo te reconozco perfectamente, tú a mí todavía no, pero lo harás, me canso si no. Yo acepto sin mayor resistencia, pero no hago nada. Me dejo estar". Dolor, como bien lo anota luego la autora, se muestra "escéptico frente al cuaderno". Y, al menos por esos momentos manuscritos, los dos se dan la espalda. Se diría, incluso, que la escritura les permite descansar.
En descripciones hechas en la suspensión-de-juicio al que la empuja Dolor, María Luisa Puga relata cómo tiende la cama o cómo avanza por su casa en una silla que tiene ruedas pero que no es una silla de ruedas. Todo esto sin el menor asomo de autocompasión. Todo esto con un austero sentido del pudor. Todo esto con el tentativo caminar de quien se adentra en un mundo privado. ¿Y qué decir de la manera en que le duelen las sillas? ¿Cómo aproximarse siquiera al escozor que produce la arruga de la sábana? ¿De qué manera imaginarse al bastón que recoge la tapa diabólica del shampoo? ¿Cómo no quedarse con el libro entre las manos, la mirada suspendida el algún otro vacío que cuelga de otra cuerda floja, cuando la Puga describe al HOMBRE (las mayúsculas son suyas) que la acompaña y le facilita la vida con las siguientes palabras: "Me siento muy bien en la camioneta, sólo que a veces lo miro de reojo y sé que le sucedió algo: una embolia que le paralizó todo el lado derecho, o sea yo"?
Aceptar o someterse a los dictados de Dolor es aceptar, como decía Judith Butler del luto, que todo cambiará. Este es el diario de esa clase de aceptación. Aquí la autora se dirige a Dolor -ya con rabia o con resignación, ya con ganas de no verlo nunca o extrañándolo cuando aparenta irse, ya en el coloquialismo de la chanza o las instrucciones de uso destemplado- como el Otro para quien la puerta está, finalmente, abierta. Esta es tu casa, dice antes de que los modos de la autoficción se pusieraN de moda. Esta es la casa de ellos, insiste, viéndose a sí misma y viéndonos, ahí, a nosotros. Esta es, por gracia de la palabra, nuestra casa también, le digo ahora a través del tiempo. La casa de la transformación más ardua, María Luisa. La casa donde el cuerpo cae.
* Cristina Rivera-Garza, su último libro es El mal de la taiga
@criveragarza (en twitter)
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