Domingo 30 de junio de 2013 | Publicado en edición impresa
Ciencia a lo loco
La muerte, esa científica
Revista¿De eso no se habla? Claro que sí. Morir es científicamente necesario y hasta fascinante. Un repaso por esta pálida dama a la que conocerla nos hace humanos
Lugar común, la muerte. Sí: última frontera, la única certeza. Pero a esa pálida dama a la que conocerla nos hace humanos, la hemos estudiado, investigado o interrogado poco desde la ciencia, como si hubiera temas de los que de eso no se habla, no se experimenta, no se profundiza. Nada de eso: morir -del todo, un poco, de a células- es científicamente necesario y hasta fascinante. Impresionables, abstenerse.
Te encontraré una mañana, sentada en mi habitación. Si algo ha cambiado, es la muerte: hoy la relacionamos con la edad avanzada, cuando durante gran parte de la humanidad podía sorprendernos en cualquier momento y, tal vez sobre todo, en la infancia. La moda actual es envejecer, pero. ¿hasta cuándo? No olvidemos al bueno de Titono, a quien el sádico de Zeus le concedió la vida eterna, sí, pero no la juventud, así que iba envejeciendo por los siglos de los siglos. Es cierto que, si hasta hace dos o tres siglos la esperanza de vida andaba por los 30 años, hoy nadie se atrevería a poner un límite superior (la vida se ha extendido en promedio unos 2 años por década los últimos 100 años). Son 5 horas más por día. Pero eso no necesariamente quiere decir la salud ideal, la mirada constante, la sonrisa perfecta: por ahora más y más edad quiere decir, también, más problemas. La ambición, el músculo y el cerebro también envejecen indefectiblemente; en cierta forma, el envejecimiento extremo es un invento humano, casi un hecho cultural.
La muerte va por el mundo vestida de escoba. La muerte como una barredora; y, según algunos, por suerte. Algo así nos dicen Marcelino Cereijido y Fanny Blanck en el libro La muerte y sus ventajas: de la misma manera que las células están programadas para morirse (por ejemplo, las células de la piel entre los dedos de las manos deben morir durante el desarrollo para poder tener manitos de bebé y no de pato), también los individuos deben desaparecer para hacer lugar.
La muerte como efecto secundario. Eso encontró alguna vez la escritora Ana María Shua en un prospecto farmacéutico, pero en todo caso el folleto no decía cómo identificar correctamente tal molestia. De hecho, hay congresos internacionales para definir a la muerte: ¿se trata del cerebro, más aún, de los lóbulos frontales, ese yo que llevamos sobre la frente? ¿Del corazón? ¿Del último aliento? ¿De una decisión individual? El cerebro, en todo caso, se resiste a morir, aun con el cuerpo vegetando por algún lado e, incluso, hasta puede volver de esa luz al final del túnel. Y quién sabe si algún día podrá revivirse un cerebro dormido sin retorno.
Debo contar todo lo que yo sé (uh, perdón, Víctor Sueyro también). Eso: ¿y los que supuestamente vuelven? Convengamos en que son pocos: sólo alrededor del 2-5 por ciento de los pacientes con una pata del otro lado pueden volver a este mundo. Claro que hay ventanas: si se trata a alguien dentro de los 5 minutos de que haya ocurrido un paro cardíaco, las chances son de casi el 50% (pero caen muy rápido si el tratamiento llega unos 15 minutos más tarde). Experimentalmente se demostró que enfriar el cuerpo (y sus células) puede retardar lo inevitable y hasta hacerlo evitable, pero del experimento a la clínica hay una ambulancia atravesando el centro en hora pico.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos . Pero, ¿podremos mirarla de frente? De una u otra manera, la falta de oxígeno en el cerebro mata a las neuronas, y no podremos sentir nada de nada. Pero los cálculos más tétricos postulan que, si se interrumpe el flujo sanguíneo al cerebro, tardaremos unos siete a diez segundos en perder la conciencia. La falta de irrigación duele: al menos, eso sucede cuando el corazón se va quedando solo, y ese dolor se va irradiando al resto del cuerpo durante un ataque cardíaco. Sin embargo, lo que más nos enseñó sobre esos cinco segundos antes de la muerte en que todos los incurables tienen cura, fue el genial invento de Joseph Guillotin que, se cuenta, fue utilizado por los decapitados con pensamiento científico para guiñar el ojo desde sus cabezas seccionadas a sus ayudantes de laboratorio que tomaban notas entre el público (hoy se cree que se debía simplemente a reflejos post-mortem).
El miedo a la muerte es el más injustificado de todos los miedos. Sin embargo, es ese miedo el que, en parte, nos hace humanos, y nos mueve a levantarnos de la cama, y a inventar la ciencia (y la otra cara de la moneda, las religiones). Conocer a la muerte y sus secretos también nos puede hacer más humanos. Mientras tanto, tengamos hijos, plantemos árboles, escribamos notas. Vivir solo cuesta vida.
- Las citas en bastardilla corresponden a Tomás Eloy Martínez, Silvio Rodríguez, Charly García, Pablo Neruda, Ana María Shua, Andrés Calamaro, Almafuerte, Albert Einstein y Patricio Rey.
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