La medicina, la jubilación, el desasosiego | 13 MAR 19
Henry Marsh, la resistencia de la palabra médica
En su último libro, “Confesiones”, un neurocirujano a punto de jubilarse pone su mirada sobre la medicina de nuestros días
Autor: Daniel Flichtentrei Revista Ñ
La medicina ha perdido el respeto por los viejos maestros. El culto vulgar a la novedad, la fascinación por la tecnología irrelevante, el desprecio por la palabra como fuente de conocimiento han hecho el trabajo sucio. Cada texto de Henry Marsh es un antídoto contra esos venenos.
En su último libro, “Confesiones”, un neurocirujano a punto de jubilarse pone su mirada sobre la medicina de nuestros días cargada con la lucidez que da la experiencia cuando se encuentra con la nostalgia. Con un pie adentro y el otro afuera del hospital, percibe la perversión de la mercadotecnia, la banalidad de la burocracia, la desnaturalización de una profesión que sus colegas más jóvenes no pueden ver porque es lo único que conocen. Para mirar se requiere cierta distancia. Marsh “recuerda” el presente.
Entre un gran hospital en Londres y sus viajes solidarios a Katmandú y a Ucrania Marsh insiste en poner su conocimiento al servicio de las personas. Se resiste a que el propósito de su trabajo sea definido en la lengua bárbara de la eficiencia empresarial que ha devorado a la medicina.
Es apasionante leer sus historias, las mismas que quedan afuera de los registros clínicos actuales que han convertido al milenario oficio de narrador del padecimiento humano que siempre han ejercido los médicos, en un sombrío trabajo de data entry de variables fisiológicas en una cadena de montaje.
Cerebros como paisajes lunares, trepanaciones al pie de la figura imponente del Himalaya, una joven a quien le toma la mano mientras despierta de un coma narcótico después de un intento de suicidio y que no sabe si ese hombre que la mira a los ojos es la muerte o la resurrección. La absurda idea que nos han hecho creer que saber qué tenés es lo mismo que saber qué te pasa es desmentida en cada página de este libro imprescindible.
La medicina y la ceguera voluntaria
La medicina no puede ignorar el mundo en el que vivimos. Allí están las causas de las causas de la mayoría de las enfermedades que nuestros pacientes padecen. Marsh hace ingresar a la cultura y a la sociedad en sus historias clínicas. Concentrarse en las causas biológicas inmediatas ignorando los modos de existir que las producen es una forma escandalosa de ceguera voluntaria. Las moléculas, las balanzas, los tensiómetros y las imágenes muestran solo lo que estemos dispuestos a mirar.
Los cuerpos encarnan el ambiente que habitan con todos sus determinantes. El tumor cerebral de una niña de una familia de pastores en Nepal es más voluminoso e invasivo que el de una niña en Londres. El diagnóstico es tardío, los recursos escasos, las familias consideran más importante invertir sus ahorros en rescatar a un búfalo enfermo que en una resonancia magnética para una hija mujer, las posibilidades de sobrevivir se reducen. La miseria, el abandono de un Estado en crisis y una educación ausente son las causas de esa calamidad. Marsh lo comprueba y lo denuncia. No se deja engañar por los destellos de las neuroimágenes ni por la falsa precisión de los marcadores tumorales. Sabe que todas las enfermedades están situadas, que son sensibles al contexto.
El valor de la información está en su relevancia y no en su abundancia
Es posible no saber porque se carece de información. Pero también se puede tener información y no saber qué hacer con ella, cuál es su significado, cuál es su pertinencia en un contexto particular. El valor de la información está en su relevancia y no en su abundancia. Cuando la medicina se convierte en una obsesiva acumulación de datos, la futilidad sustituye a la relevancia. Es el fin de la clínica.
En las historias que Marsh nos cuenta muchas veces se plantea el dilema entre lo que podemos hacer y lo que debemos hacer. Como nunca antes en la historia de la humanidad hoy es posible demorar la muerte. La multiplicación del conocimiento científico y de los recursos tecnológicos han producido beneficios inimaginables hasta hace poco tiempo.
Sin embargo, también ha llegado el momento en que esa evolución crea sus propias paradojas. Morir es un suceso que se ha medicalizado: ya pocos lo hacen en su hogar, rodeados de sus seres queridos. Las intervenciones médicas pueden tanto ofrecer esperanza como prolongar una interminable agonía. Resulta cada vez más difícil establecer los límites de la medicina en la era de la crispación tecnológica. El furor curandi ha desdibujado el horizonte racional de lo posible.
Al no haber aprendido a detenerse guiada por valores existenciales que contemplen la dignidad de la vida, en ocasiones la medicina —y sus pacientes— son víctimas de su propio éxito. El encarnizamiento u obstinación terapéutica prolonga vidas sin existencia. Muchos de los relatos de Henry Marsh muestran este fenómeno de insensatez colectiva de una disciplina que ha sustituido sus valores fundacionales por el puro e imprudente despliegue de una técnica todopoderosa y ciega a las cuestiones fundamentales que definen “lo humano” por encima de “lo vivo”.
Sin historias no hay medicina
Henry Marsh desnuda la falsa certeza de los datos crudos, de la aritmética de las variables aisladas de las historias de vida. Devuelve a la medicina al mundo de donde nunca debió salir. La saca de la inmaculada pulcritud de los laboratorios de investigación científica, la empuja a la calle, le embarra los zapatos con la miseria y el dolor de las personas reales.
El lenguaje es la única forma de resistir al aislamiento de la medicina respecto de las personas. Contar historias es la defensa más poderosa contra la manipulación de la neolengua médica que pretende eliminar el padecimiento para nombrar la enfermedad silenciando a las personas que la sufren. Los libros de Marsh son un acto de resistencia del lenguaje.
La adopción de determinadas formas de existencia no puede confinarse al ámbito de la decisión individual, voluntaria y deliberada de las personas. Son las “condiciones” estructurales las que producen los “estilos” personales. Las primeras escapan a la decisión individual y las segundas son configuradas por la cultura y sus determinantes simbólicos.
Reducir la forma de vivir a un problema individual implica desconocer el papel de las estructuras económicas, sociales y culturales donde esas vidas se desarrollan. La supuesta elección de ciertas conductas se encuentra constreñida por el sistema de derechos, de posibilidades de acceso y por la educación necesaria para decidir con conocimiento y libertad.
Corren tiempos insolidarios, de soluciones individuales, de descrédito de las empresas colectivas y de cínica meritocracia. Estas ideas, pese a su aceptación generalizada, no solo son interesadas sino ignorantes. La humanidad ha evolucionado en comunidad desde tiempos inmemoriales. La medicina no puede resolver en los individuos lo que se origina en la sociedad. Es una ingenuidad, pero también es una forma cruel de asentimiento a un orden injusto de vivir.
Las personas nos contamos historias desde el comienzo de la vida. Esas narraciones permiten que la caótica complejidad del mundo adquiera sentido y nos defina el lugar que ocupamos en él. Es mediante historias que comprendemos, no solo lo que las cosas son, sino lo que significan. Es la forma en que se establecen el valor y las jerarquías de todo cuanto nos rodea. En silencio, muchas noches nos repetimos esa historia privada y secreta que nos dice quiénes somos.
Enfermar es una experiencia vital. No es que los números resulten inútiles, es que no dicen nada acerca de las personas, que es precisamente de lo que los médicos nos ocupamos todos los días. Las experiencias solo pueden ser narradas. Es la única manera de nombrarlas sin traicionarlas. La medicina necesita no solo explicar sino comprender.
“Confesiones” de Henry Marsh pone en escena algunos de los problemas más acuciantes de nuestros días. Rescatar la medicina narrativa no es una cuestión secundaria. Es la única manera de mostrar lo que otros discursos silencian. La felicidad de la lectura nos devuelve la felicidad de una profesión amenazada. Marsh nos llena de preguntas y nos da las herramientas para responderlas.
Mientras muchos temen –y otros desean- que Google reemplace a los médicos, se oculta un problema mucho más grave y más real. La verdadera tragedia no es que Google se convierta en médico, algo muy improbable, sino que los médicos nos convirtamos en Google, en meros recopiladores de datos. Y eso no solo es probable sino que está ocurriendo todos los días ante nuestra deliberada distracción y nuestro silencio cómplice.
*Este artículo fue publicado en la Revista Ñ
En su último libro, “Confesiones”, un neurocirujano a punto de jubilarse pone su mirada sobre la medicina de nuestros días cargada con la lucidez que da la experiencia cuando se encuentra con la nostalgia. Con un pie adentro y el otro afuera del hospital, percibe la perversión de la mercadotecnia, la banalidad de la burocracia, la desnaturalización de una profesión que sus colegas más jóvenes no pueden ver porque es lo único que conocen. Para mirar se requiere cierta distancia. Marsh “recuerda” el presente.
Entre un gran hospital en Londres y sus viajes solidarios a Katmandú y a Ucrania Marsh insiste en poner su conocimiento al servicio de las personas. Se resiste a que el propósito de su trabajo sea definido en la lengua bárbara de la eficiencia empresarial que ha devorado a la medicina.
Es apasionante leer sus historias, las mismas que quedan afuera de los registros clínicos actuales que han convertido al milenario oficio de narrador del padecimiento humano que siempre han ejercido los médicos, en un sombrío trabajo de data entry de variables fisiológicas en una cadena de montaje.
“Actualmente los médicos están sometidos a una burocracia reguladora que no existía cuarenta años atrás y que, además, parece indicar una escasa comprensión de las realidades de la profesión médica”, dice Marsh.Instalado en una tradición narrativa que incluye a Chejov, Tolstoi, Oliver Sacks y al John Berger de “Un hombre afortunado”, Marsh suma su voz en defensa del lenguaje como la herramienta más sofisticada para ejercer la medicina.
Cerebros como paisajes lunares, trepanaciones al pie de la figura imponente del Himalaya, una joven a quien le toma la mano mientras despierta de un coma narcótico después de un intento de suicidio y que no sabe si ese hombre que la mira a los ojos es la muerte o la resurrección. La absurda idea que nos han hecho creer que saber qué tenés es lo mismo que saber qué te pasa es desmentida en cada página de este libro imprescindible.
La medicina y la ceguera voluntaria
La medicina no puede ignorar el mundo en el que vivimos. Allí están las causas de las causas de la mayoría de las enfermedades que nuestros pacientes padecen. Marsh hace ingresar a la cultura y a la sociedad en sus historias clínicas. Concentrarse en las causas biológicas inmediatas ignorando los modos de existir que las producen es una forma escandalosa de ceguera voluntaria. Las moléculas, las balanzas, los tensiómetros y las imágenes muestran solo lo que estemos dispuestos a mirar.
Los cuerpos encarnan el ambiente que habitan con todos sus determinantes. El tumor cerebral de una niña de una familia de pastores en Nepal es más voluminoso e invasivo que el de una niña en Londres. El diagnóstico es tardío, los recursos escasos, las familias consideran más importante invertir sus ahorros en rescatar a un búfalo enfermo que en una resonancia magnética para una hija mujer, las posibilidades de sobrevivir se reducen. La miseria, el abandono de un Estado en crisis y una educación ausente son las causas de esa calamidad. Marsh lo comprueba y lo denuncia. No se deja engañar por los destellos de las neuroimágenes ni por la falsa precisión de los marcadores tumorales. Sabe que todas las enfermedades están situadas, que son sensibles al contexto.
El valor de la información está en su relevancia y no en su abundancia
Es posible no saber porque se carece de información. Pero también se puede tener información y no saber qué hacer con ella, cuál es su significado, cuál es su pertinencia en un contexto particular. El valor de la información está en su relevancia y no en su abundancia. Cuando la medicina se convierte en una obsesiva acumulación de datos, la futilidad sustituye a la relevancia. Es el fin de la clínica.
En las historias que Marsh nos cuenta muchas veces se plantea el dilema entre lo que podemos hacer y lo que debemos hacer. Como nunca antes en la historia de la humanidad hoy es posible demorar la muerte. La multiplicación del conocimiento científico y de los recursos tecnológicos han producido beneficios inimaginables hasta hace poco tiempo.
Sin embargo, también ha llegado el momento en que esa evolución crea sus propias paradojas. Morir es un suceso que se ha medicalizado: ya pocos lo hacen en su hogar, rodeados de sus seres queridos. Las intervenciones médicas pueden tanto ofrecer esperanza como prolongar una interminable agonía. Resulta cada vez más difícil establecer los límites de la medicina en la era de la crispación tecnológica. El furor curandi ha desdibujado el horizonte racional de lo posible.
Al no haber aprendido a detenerse guiada por valores existenciales que contemplen la dignidad de la vida, en ocasiones la medicina —y sus pacientes— son víctimas de su propio éxito. El encarnizamiento u obstinación terapéutica prolonga vidas sin existencia. Muchos de los relatos de Henry Marsh muestran este fenómeno de insensatez colectiva de una disciplina que ha sustituido sus valores fundacionales por el puro e imprudente despliegue de una técnica todopoderosa y ciega a las cuestiones fundamentales que definen “lo humano” por encima de “lo vivo”.
Sin historias no hay medicina
El lenguaje es la única forma de resistir al aislamiento de la medicina respecto de las personasLa medicina es un continuo tráfico de historias. Convertirla en mero flujo de datos es una operación manipuladora que la priva de su fin principal. El objeto de la medicina no es el conocimiento sino el padecimiento. La información es un insumo, una herramienta, no un fin. Asilarla de la vida de las personas es también una cuestión de lenguaje. Como en los “Principios de la neolengua” de George Orwell en 1984, el modo en que nombramos las cosas habilita ciertas formas de pensar pero clausura otras.
Henry Marsh desnuda la falsa certeza de los datos crudos, de la aritmética de las variables aisladas de las historias de vida. Devuelve a la medicina al mundo de donde nunca debió salir. La saca de la inmaculada pulcritud de los laboratorios de investigación científica, la empuja a la calle, le embarra los zapatos con la miseria y el dolor de las personas reales.
El lenguaje es la única forma de resistir al aislamiento de la medicina respecto de las personas. Contar historias es la defensa más poderosa contra la manipulación de la neolengua médica que pretende eliminar el padecimiento para nombrar la enfermedad silenciando a las personas que la sufren. Los libros de Marsh son un acto de resistencia del lenguaje.
La adopción de determinadas formas de existencia no puede confinarse al ámbito de la decisión individual, voluntaria y deliberada de las personas. Son las “condiciones” estructurales las que producen los “estilos” personales. Las primeras escapan a la decisión individual y las segundas son configuradas por la cultura y sus determinantes simbólicos.
Reducir la forma de vivir a un problema individual implica desconocer el papel de las estructuras económicas, sociales y culturales donde esas vidas se desarrollan. La supuesta elección de ciertas conductas se encuentra constreñida por el sistema de derechos, de posibilidades de acceso y por la educación necesaria para decidir con conocimiento y libertad.
Corren tiempos insolidarios, de soluciones individuales, de descrédito de las empresas colectivas y de cínica meritocracia. Estas ideas, pese a su aceptación generalizada, no solo son interesadas sino ignorantes. La humanidad ha evolucionado en comunidad desde tiempos inmemoriales. La medicina no puede resolver en los individuos lo que se origina en la sociedad. Es una ingenuidad, pero también es una forma cruel de asentimiento a un orden injusto de vivir.
Las personas nos contamos historias desde el comienzo de la vida. Esas narraciones permiten que la caótica complejidad del mundo adquiera sentido y nos defina el lugar que ocupamos en él. Es mediante historias que comprendemos, no solo lo que las cosas son, sino lo que significan. Es la forma en que se establecen el valor y las jerarquías de todo cuanto nos rodea. En silencio, muchas noches nos repetimos esa historia privada y secreta que nos dice quiénes somos.
Enfermar es una experiencia vital. No es que los números resulten inútiles, es que no dicen nada acerca de las personas, que es precisamente de lo que los médicos nos ocupamos todos los días. Las experiencias solo pueden ser narradas. Es la única manera de nombrarlas sin traicionarlas. La medicina necesita no solo explicar sino comprender.
“Confesiones” de Henry Marsh pone en escena algunos de los problemas más acuciantes de nuestros días. Rescatar la medicina narrativa no es una cuestión secundaria. Es la única manera de mostrar lo que otros discursos silencian. La felicidad de la lectura nos devuelve la felicidad de una profesión amenazada. Marsh nos llena de preguntas y nos da las herramientas para responderlas.
Mientras muchos temen –y otros desean- que Google reemplace a los médicos, se oculta un problema mucho más grave y más real. La verdadera tragedia no es que Google se convierta en médico, algo muy improbable, sino que los médicos nos convirtamos en Google, en meros recopiladores de datos. Y eso no solo es probable sino que está ocurriendo todos los días ante nuestra deliberada distracción y nuestro silencio cómplice.
Daniel Flichtentrei
*Este artículo fue publicado en la Revista Ñ
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