miércoles, 19 de agosto de 2020

Metralla - Arte y Cultura - IntraMed

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Historia de cirujanos | 17 AGO 20

Metralla

Un relato que se desarrolla en dos épocas distintas con muchas cosas en común.
Autor/a: Guillermo Barillaro 
In memorian Nicodemo Barillaro (1896-1981)
1917

Está de nuevo inmerso en la zona limítrofe, la misma que lo envuelve implacablemente desde hace tres años. Los sonidos de las explosiones y  los gritos no le dejan percibir su propia respiración agitada. Se desliza por entre el viento que trae piedras o gas tóxico, y por entre las nubes blancas que descendieron hasta la tierra quebrada. Ya arrojó una granada, y ahora empuña su daga en medio de árboles amputados y humeantes. En ese campo abierto va al encuentro de alguien que quiere matarlo. Su cuerpo y su mente se preparan para otro choque  cuerpo a cuerpo con un enemigo desconocido, alguien que le mostrará de nuevo un casco distinto y un idioma extraño. Pero de pronto encuentra a otro que viste su mismo uniforme verde, alguien que está tendido en el suelo y  lleva las manos a su propio cuello. No puede oír lo que ese herido intenta decir, y no  sabe si es porque se ha quedado sordo o porque ese moribundo ya no puede hablar. Se tiende en el piso junto a él, y entonces puede ver que su rostro es una máscara de sangre y que la sangre  brota a borbotones  entre sus manos. Le retira una de ellas, y puede ver más: ve dientes, carne destrozada  y huesos fracturados. Comprime con sus propias manos esa enorme herida ajena, y se queda paralizado en el piso. No sabe si continuar hacia delante o hacia atrás. Sabe que su compañero puede morir fácilmente aunque lo arrastre hasta sus trincheras, y que luego su propio ejército puede fusilarlo a él por haber retrocedido. Y sabe también que si abandona a su compañero, las posibilidades de que el otro sobreviva serán prácticamente nulas.  Pero en ese momento alguien se arroja al piso junto a ellos y hunde su cabeza en la tierra. Es uno de los auxiliares que llevan una camilla de lona y palos, y quien se incorpora levemente en cuanto se disipa algo la última humareda.  Sin decir nada despliega su camilla en el suelo y comienza a arrastrar al herido sobre la lona. Entonces el combatiente, sin sacar su mano de ese cuello  sangrante, se une al camillero y entre los dos cargan al caído. Comienzan a retornar hacia la retaguardia y deben detenerse varias veces para tenderse en el terreno, cuando arrecian las explosiones y los vientos de metralla. Hasta que llegan a las trincheras y depositan  al herido en el comienzo del túnel de tierra y madera. Allí otros  se encargan del ametrallado, de comprimir su herida en el cuello y de  introducirlo en el subterráneo. El combatiente  se queda de pie, mirando como sus compañeros desaparecen bajo la tierra y pensando en que hacer. Está aturdido, y le cuesta razonar. Solo actúa, y bajo la mirada amenazante de los superiores pide otra granada y vuelve a deslizarse hacia el frente de combate.

1997

—Herida por escopeta … ¡Estoy apretando, sangra mucho!

Es lo primero que me dice el médico de la ambulancia, cuando ingresa en la sala de Shock donde lo esperábamos con las puertas abiertas. Trae a un herido desde la profundidad de la noche y del tiempo, y no quita su mano derecha del cuello de ese joven ensangrentado y excitado, quien pretende incorporarse sobre la camilla y expectora sangre espumosa.

Asfixia y  hemorragia externa: signos duros luego de una herida por arma de fuego en cuello.

Asegurar la vía aérea, descartar hemoneumotórax, compresión externa, y  a quirófano.

— ¡Vamos, una vía en este brazo! —le indico a una enfermera que está a mi lado.

—¡Prepare midazolam, succinilcolina, y todo para intubar!— a otra enfermera.

La primera enfermera es hábil y en segundos coloca un catéter grueso en el pliegue del codo izquierdo del muchacho. Acto seguido infunde Ringer lactato por esa vía  venosa, y de inmediato las drogas que yo había solicitado.

El joven que lucha por su vida parece rendirse y se desploma sobre la camilla. Ya tengo gafas y barbijo colocados. Tomo el laringoscopio y levanto el piso de su boca, mientras el médico del traslado no ha dejado de comprimir el cuello con un gran apósito empapado de rojo.

Veo en la profundidad de la garganta del herido a un lago de sangre. Llega Daniel N., el R1 que está conmigo en esa noche de sábado.

—... ¡Vamos, aspiración!

Una enfermera me aproxima el aspirador a motor, que tiene mayor succión que el de la pared, y con esa cánula rígida puedo extraer  sangre desde la faringe. Entonces entre restos de sangre alcanzo a ver en parte a las cuerdas vocales. Las atravieso con un tubo número 7 e insuflo su balón. La luz del tubo comienza a llenarse con espuma sanguinolenta, la cual oscila con las compresiones de la bolsa con la que ventilo al paciente.

—¡Bolsealo, Daniel! —y el residente me reemplaza en la función de ventilar al paciente.

Ausculto el tórax y me impresiona que el aire no entra en el  lado derecho, donde hay múltiples orificios provocados por los perdigones del escopetazo.

Neumotórax hipertensivo.

— ¡Prepáreme un tubo de tórax K 226 y una campana! —le pido a un enfermera.

Luis P., el emergentólogo,  se ofrece para reemplazar al médico que lo trajo en su rol de compresor de la herida sangrante. Pero tanto este como el enfermero de la ambulancia quieren  quedarse y seguir colaborando. Luis pasa entonces a insertar otro catéter grueso para la reanimación, en ese caso  en la vena femoral izquierda.

Pido una hoja de bisturí número 24 y con ella corto la pared torácica en todos sus planos. Creo una herida de 3 o 4 centímetros, en el quinto espacio intercostal  derecho a nivel de la línea axilar media. Termino de acceder a la cavidad pleural con el mismo bisturí, y cuando noto que cede la resistencia de los tejidos introduzco mi dedo índice por la herida. Lo retiro de inmediato y por allí se drenan ruidosamente aire y sangre. Me entregan un drenaje pleural y lo ocluyo con una pinza a diez centímetros de su extremo. Lo introduzco por el orificio torácico hasta el tope de esa pinza, y un enfermero que se arrodilla a mi lado conecta el otro extremo del tubo al colector. Por la luz de ese drenaje salen 500 centímetros cúbicos de sangre, y el líquido en la campana queda burbujeando.

Miro el monitor: 80 de sistólica, 120 de frecuencia  cardiaca  y 95 de saturación.

— ¡Una sonda Foley! —le pido al enfermero—…Vamos a ver esa herida, permítame…

El médico  del servicio prehospitalario me cede su lugar y la compresión del apósito sobre el cuello del muchacho. Retiro lentamente esa gasa y descubro un gran hematoma en la zona anterior del cuello, que se extiende y ocupa también la región supraclavicular derecha.  Una tumefacción tensa,  con muchos orificios cutáneos pequeños y con uno de tres centímetros de diámetro en el centro, por el cual mana sangre brillante apenas se le quita presión.

Disparo de escopeta a corta distancia.

El sangrado ahora no es a chorro, pero ese hematoma late, y es seguro que allí está lesionada una arteria grande. El tamaño y la tensión de esa masa me desalientan para colocar e inflar en su interior el balón de la sonda Foley con un fin hemostático.

La sonda no aportará ahora más control para este sangrado que la compresión externa.

A quirófano. Ya.

Ni tiempo ni paciente para estudios. 

 ¡Daniel, llamá a quirófano y a Hemoterapia!

Luis reemplaza a Daniel en la ventilación asistida en la cabecera del paciente. El residente corre hasta el teléfono de la sala de Shock, para llamar al quirófano y notificar que subimos, y para llamar a Hemoterapia y pedir 6 unidades de sangre entera.

No quiero retirar en ningún momento mi mano que comprime el orificio del hematoma. Y mientras vamos hacia el quirófano  junto con el médico de la ambulancia, que se queda a acompañarnos hasta el último instante, voy pensando que vamos a hacer con ese traumatizado.

Me doy vuelta en ese pasillo, y le grito al policía de la entrada que si viene algún familiar lo conduzca al quirófano. Y vuelvo a pensar acerca de lo que tiene ese paciente y que hacer.

Una lesión de la arteria carótida en la base del cuello, hasta que se demuestre lo contrario.

¿Y entonces, entrar por el cuello o por el tórax? 

—Llame al doctor Carlos Guevara—le pido a una enfermera en la puerta del quirófano, cuando transferimos el paciente en mano a los anestesistas.

Daniel se queda comprimiendo ese cuello y yo corro al vestuario. Me pongo el ambo de quirófano apresuradamente, y pienso en la ayuda que necesito de Carlos, el cirujano vascular. Es un veterano con energía juvenil inusitada, que estuvo antes en el Lincoln Center del Bronx y que estuvo antes en este mismo lugar. Y reconozco que sus decisiones y su experiencia pueden ser cruciales para salvar a este muchacho.

Quiero ingresar cuanto antes en el tórax, y clampear por debajo al vaso que esté sangrando.

Luego, que Carlos decida.

— ¡Caja de tórax! — le anuncio a la instrumentadora Sabrina, que cruza corriendo por uno de los  pasillos internos del quirófano para lavarse en las piletas.

—Toracotomía— le aviso a Raúl T., el anestesista de guardia.

— ¿Pero no es un herida en el cuello? –pregunta Raúl, mirando sorprendido el paso de Daniel, el oclusor,  y del resto de la comitiva que ingresa la camilla del herido en quirófano.

Justamente, Raúl, necesitamos control de los vasos antes de meternos en ese hematoma.

— ¿Necesitas intubación selectiva?

—No, no se preocupe, vamos por el medio y ya mismo.

Una esternotomía. Pasar lazadas vasculares de silicona en los troncos supraaórticos.

Y luego prolongar la esternotomía con una incisión oblicua derecha en el cuello, atravesando el hematoma.

— ¿Cómo estás? ¿Qué piensas que tiene?

La voz de Carlos  me sorprende cuando estoy pintando el torso y el cuello del paciente con la solución antiséptica.

— ¡Carlos! Buenísimo que vino...Herida por escopeta justo en el opérculo torácico, con hematoma expansivo  en el cuello... Me parece que lo mejor es entrar en tórax primero, para control  proximal de los vasos.

—Perfecto, me lavo —responde con el mismo tono de voz que le conozco desde siempre y bajo  cualquier circunstancia.

Daniel conserva su presión en el cuello alternando sus manos en esa función,  ahora ya con guantes estériles y por debajo de las telas operatorias verdes.  Paso el bisturí apoyándolo con firmeza y cortando hasta el esternón, hasta raspar ese hueso. Diseco por detrás de la horquilla esternal de modo de ganar ese nicho para la posterior  sección esternal, y desde allí mana sangre. Comprimo con una gasa. Carlos ingresa en el campo operatorio. Ya ha solicitado la sierra esternal eléctrica, a la cual conoce muy bien de las cirugías cardiovasculares  programadas. Pero esta sierra que Sabrina le entrega no es aquella, y cuando Carlos la empuña y la enciende el resultado no es el esperado. Se traba, y tras varios intentos no logra avanzar por el camino que antes yo había marcado.

—Déjeme probar con el martillo, Carlos.

Para otros el martillo de Lebsche es el plan B o C, cuando deben hacer una esternotomía y les han fallado las sierras eléctrica o de Gigli. Para mí el martillo siempre es el plan A. Lo adoro desde un par de meses atrás, desde una noche fría en la que me permitió ingresar velozmente en el tórax, para  controlar una lesión de grandes vasos. 

Sabrina lo busca dentro de la caja del instrumental donde suele pasar desapercibido, y me  entrega las dos piezas que lo componen: martillo y cincel. Calzo el cincel  en la escotadura de la horquilla y comienzo a golpearlo con el martillo. Con 5 o 6 golpes el filo poco usado del cincel separa al hueso  en dos mitades.

—Como te gusta ese martillo…  —comenta Raúl, que ha sido compañero en otras noches.

—Excelente, te felicito— me dice Carlos, y solo con decir eso me tranquiliza, en medio del peligro que intuyo detrás de esa hemorragia que enfrentamos.

Abrimos las puertas del esternón con un separador de Finocchietto, y se presenta una escena con decorados impregnados de rojo. Carlos comienza a disecar en la grasa retro esternal y van apareciendo perdigones esféricos  como las bolas de metralla diseminadas en un campo de guerra. Hasta que se reinicia el sangrado  en varios sitios y Carlos coloca varias pinzas hemostáticas. Podemos ver mejor, y descubrimos que está  agujereado el tronco braquiocefálico venoso izquierdo. El cirujano vascular lo secciona entre pinzas y lo liga, dejando a ese tronco amputado. El terreno comienza a despejarse y aparecen otros troncos, pero arteriales. Son los supraaórticos: a la derecha el arterial braquiocefálico y a la izquierda  la carótida primitiva izquierda. Entonces notamos que hay gas en el campo. Proviene de una lesión en el costado derecho de la tráquea, la cual escupe sangre.

— ¡Raúl, progrésele el tubo orotraqueal! ¡Tiene un agujero en la tráquea, así lo pasamos!—le solicito al anestesista.

Raúl procede, y el gas desaparece como barrido por el viento.   

Carlos comienza a rodear los troncos arteriales con doble lazada de silicona, de modo de disponer de ese recurso para  el control del sangrado.

—Tené este en la mano —dice, mientras me entrega el lazo rojo que rodea al tronco arterial braquiocefálico— si sangra, apretalo.

Continúa disecando en dirección  craneal y se va aproximando a ese campo minado que es el cuello. Extiende la herida de la esternotomía a una paralela por el borde anterior del musculo esternocleidomastoideo derecho. Encuentra más perdigones en el camino, y de pronto  aparece deformado el taco plástico del cartucho. Entonces una bomba de sangre explota delante de nosotros, y como si me arrojara al piso tiro de mi lazada  vascular para que  se detenga el flujo sanguíneo en esa arteria carótida primitiva. El sangrado disminuye en gran forma.

— ¡Daniel, apretá debajo del maxilar! —le indica Carlos.

Daniel lleva su mano hacia craneal y la hemorragia cede casi totalmente. Con una disección que combina el uso de la tijera y de sus dedos, Carlos ubica al sector distal de la carótida y la ocluye con un pequeño clamp que libera la mano de Daniel. Luego retrocede y coloca otro clamp por encima de la lazada que yo mantenía tensa. Aspiro sangre en el campo y podemos ver finalmente como es la lesión en el vaso.

—Era la carótida nomás… Está hecha un colador—afirma Carlos, al mismo tiempo que amputa el tramo malogrado de esa arteria, de 5 centímetros de longitud.

Podemos ver las dos bocas de esa sección, la distal y la proximal. La proximal  apenas a un centímetro de la división del braquiocefálico, la distal por debajo de la bifurcación carotídea. Carlos afloja un poco la presión de clamp distal de modo de confirmar que tipo de flujo sanguíneo viene desde arriba. Y ese flujo retorna, pero es débil.

—¿Cómo estamos ahora, Raúl? —pregunto.

Raúl se asoma al campo operatorio por encima de su tienda de tela.

—Mejor. Más compensado.

— ¿Que shunt para carótida tenemos, Sabrina? —pregunta a su vez Carlos.

—…Solamente de este tipo, recto.

—Bueno. Pásemelo.

Reaparece un sangrado en el lecho, ahora oscuro. Es la vena yugular interna, la cual no podía salir indemne de la balacera. Carlos la liga, con la impunidad que le otorga el cuadro completo de ese combate. Es elegante y veloz para operar, y aunque nunca lo diga yo sé que vio todo tipo de lesiones antes. Eso me da confianza y coraje en esa misión, y pienso en como seguiremos.

—Ponemos el shunt y luego suturamos la prótesis— nos dice.

Enhebra una prótesis vascular recortada con el shunt, y en una maniobra laboriosa asegura al shunt dentro de ambos cabos arteriales, de modo que se llene con un tránsito de sangre que mantendrá la circulación cerebral. Daniel está ahora en nuestro campo y ganamos dos manos más para esos movimientos, los cuales  requieren una fina coordinación para ajustar y desajustar las lazadas. Carlos realiza  la anastomosis entre el cabo proximal y la prótesis, suelta un clamp, corrobora que no haya fugas de sangre entre los puntos, y luego repite las maniobras en el otro extremo. Antes de concluir esta última sutura corrida, retira el shunt y afloja durante un par de segundos al clamp proximal, de modo de limpiar a la prótesis de coágulos o de burbujas de aire que pudieran migrar hacia el cerebro.

— ¿Que hacemos con la tráquea? — me pregunta.

¿Resecar un anillo traqueal  y anastomosar, o solo suturar?

Paciente en malas condiciones, luego de sangrar en forma.

Vayamos a lo más simple.

—La suturo—le respondo, y solicito una sutura reabsorbible 3/0 a la instrumentadora.

Coloco puntos separados allí y esa brecha traqueal se cierra, a costa de cierta angulación del conducto aéreo. Pero pienso que no podemos hacer más en ese momento, y que  esa reparación algo defectuosa quedará protegida del flujo aéreo, por la ubicación más distal del balón del tubo orotraqueal.

Lavamos profusamente con sueros calientes a la esternotomía y la cervicotomía, y extraemos todo perdigón que encontramos. Hay un sangrado acuoso en la profundidad de ambas heridas y es seguro que ese paciente tiene trastornos en su coagulación. Carlos atraviesa cada puerta del esternón con hilos de acero, y luego los anuda con energía y rapidez para cubrir esa trinchera. Admiro su habilidad de memoria, para no pincharse con esa aguja enorme y con esos hilos rígidos.

En el cuello todo sangra, y la interposición protésica está ahora bajo un lago sanguíneo brillante.

—Carlos, dejemos un packing en el cuello, va a  sangrar entre las suturas si lo cerramos, y puede complicarse.

Lo veo dudar, y sé que no le agrada que la prótesis quede allí, debajo de un taponamiento con gasas. Pero Guevara es un cirujano vascular distinto, profundo conocedor de la filosofía de las urgencias quirúrgicas y con  una visión más amplia que la de la mesa de operaciones.

—Lo que te parezca mejor.

Ajusto un packing dentro de esa incisión tumefacta y luego solo coloco puntos separados en la piel, de modo que esas gasas  no se desalojen y puedan cumplir su función de hemostasia.

La cirugía termina, y todo lo demás recién comienza.

Observo el monitor, y veo en sus símbolos una esperanza de que ese paciente pueda sobrevivir.

Raúl ya habló con Cuidados intensivos y efectuamos el traslado del muchacho con la ventilación asistida. Todavía están goteando las bolsas de sangre y plasma conectadas a todas las vías venosas que tiene insertadas. Lo llevamos junto con Raúl y el residente de anestesiología. En el trayecto dejamos a Carlos conteniendo a la familia del paciente. A mis espaldas oigo gritos, y percibo en el ambiente un dolor tan pesado como inasible. Admiro de nuevo a ese cirujano vascular que complementa sus habilidades técnicas con un gran humanismo, el mismo que desplegó tanto en Nueva York como en países del tercer mundo donde cumplió misiones. 

Dejamos al paciente en la UCI y retornamos junto con Daniel a Emergencias. En el camino nos cruzamos con Carlos, quien ya se iba del hospital.

—La familia dice que fue un asalto...Estamos locos, esto de la violencia urbana nunca va a terminar.

Me parece distraído por sus pensamientos, y con la mirada perdida se va sin saludar.

Miro mi reloj: 4.00 a.m.

En la mitad de la mañana dejo el turno de guardia y voy hacia mi auto estacionado, en el playón desierto donde se inicia el gran baldío que rodea al hospital. Aminoro el paso antes de abrir la puerta del vehículo,  me doy vuelta y miro hacia la niebla que borra los límites del descampado. No veo a nadie, pero pienso que desde allí podría venir un desconocido a robarme y dañarme, como a cualquier persona. Y pienso en como operamos a esos agresores desconocidos y en como operamos a las víctimas de los atracos. Visualizo esas cirugías y las noto simétricas entre sí. Miro este ambiente, escucho su silencio y lo siento como uno solo, una única atmósfera que nos envuelve a todos.

1917

Es otro día de lluvia y de niebla cerrada, y el subterráneo en forma de “T” está más húmedo que nunca. Caminar desde una punta a la otra dentro de ese subsuelo lo ayuda a desentumecerse, y fumar lo ayuda a escapar del olor de las gangrenas. Pero aún no encuentra nada que lo alivie de la picazón en todo el cuerpo.

Dicen que hoy no habrá misiones, y entonces reaparece esa sensación de paso lento del tiempo,  que se torna aún más aplastante que el techo bajo del refugio. Una sensación donde cada momento se dilata y cada detalle se torna agobiante. Un presente alienante que deja cada vez más lejos y borrosa esa época feliz de pastor de cabras, en las montañas cerca del mar. Hasta que llegue de nuevo la acción, y el tiempo se condense en una entidad reducida, volátil, llena de órdenes, eventos y reacciones.

Ya no teme al combate, momento en el que extrañamente se siente más vivo que en el refugio. Y ya no teme a la muerte, que hasta podría significar una liberación. Alguna vez pensó en correr hacia las líneas enemigas y ofrecer su cuerpo a cualquier bala contraria, para que diera por terminada a esa privación de la libertad. Para terminar de una vez con ese tedio inexplicable y cruel, en el que se habían convertido esos años  de sacrificio colectivo de los pueblos, a ambos lados de las trincheras.

Sabe lo que puede hacer para tratar de sobrevivir, pero tiene cada vez más dudas acerca de los motivos  por los cuales pelea contra el enemigo.

Y se pregunta cuando y como terminará todo eso.


El autor, Dr. Guillermo Barillaro: Médico. Oriundo de Tandil, provincia de Buenos Aires. Ha dedicado toda su carrera profesional al área de la Cirugía de Urgencias, del Trauma y de los Cuidados Críticos, tanto en la faz asistencial como en la docente y académica. Es miembro de la Asociación Argentina de Cirugía y de la Sociedad Panamericana de Trauma, e instructor del curso internacional ATLS (Apoyo Vital Avanzado en Trauma), programa de entrenamiento orientado a médicos para el manejo inicial de los pacientes traumatizados. Libro Vivir Presente 650

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