domingo, 24 de marzo de 2019

Del cáncer y sus demonios - Arte y Cultura - IntraMed

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Conmovedor libro del Dr. Ernesto Gil Deza | 22 MAR 19
Del cáncer y sus demonios
Un libro apasionante de uno de los especialistas con más conocimiento científico y compromiso humano con los enfermos
Fuente: IntraMed Autoría Editorial
En la medicina faltan libros como el de Ernesto Gil Deza, tal vez porque faltan médicos como él. Cómo ser capaces de sustraernos al vértigo de la información técnica sin perder de vista el auténtico propósito de nuestra profesión. Cómo sostener la mirada humana y empática con el prójimo mientras nos infoxican moléculas e imágenes de alta resolución. Tal vez una forma de recuperar ese equilibrio sea leer este libro imprescindible. El Dr. Gil Deza nos demuestra que se puede articular la mejor evidencia con el respeto por la experiencia. Que los datos pueden convivir con las historias de vida. Que las variables necesitan de las narraciones para cobrar significado. Todos salimos mejores de este libro porque a nadie le resultará indiferente. Es una felicidad leerlo, no se pierda esa oportunidad.

Daniel Flichtentrei

Sinopsis

¿Qué es el cáncer? ¿Siempre se necesita una biopsia?¿Por qué se comporta de esa manera?¿Es posible imaginar en un futuro una humanidad libre de cáncer?¿Tengo cáncer porque hice algo mal?¿El tumor puede tener un origen psicológico?

En la tradición de los mejores libros de divulgación científica aplicados a la medicina, el doctor Gil Deza nos deja asombrados y emocionados con un recorrido fascinante por la relación entre los pacientes y el cáncer. Igual que Oliver Sacks o Henry Marsh Gil Deza nos enseña que es posible escribir con elegancia y erudición sobre padecimientos, enfermos y recuperaciones sin golpes bajos ni concesiones infantiles.

No es este un libro de autoayuda ni explora terrenos sensacionalistas; “La madre de todas las batallas” es un texto extraordinario lleno de datos científicos. Pero también es un libro con historias de pacientes y de médicos, de miedos y desafíos, de sanación y de victorias, de luchas y de esperanza.

Gil Deza cree, y nos enseña, que hay un modo de contar y describir el enfrentamiento con el cáncer donde se juega gran parte de los que nos define como seres humanos; la empatía y el amor como herramientas indispensables para aplicar los conocimientos científicos.


Datos biográficos
Ernesto Gil Deza nacio el 4 de Agosto de 1959 en San Miguel de Tucumán.
Es egresado con Medalla de Oro de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional de Tucumán. Es Director de Investigación y Docencia del Instituto Oncológico Henry Moore y Director de la Carrera de Oncología de la Universidad del Salvador. En 2005 recibió el Premio Gerónimo H. Alvarez de la Academia Nacional de Medicina de Buenos Aires por el trabajo “Metástasis de pulmón: Diagnóstico, Tratamiento y Resultados” en colaboración con otros colegas.
Es autor de numerosos artículos y estudios sobre Oncología publicados en revistas y libros nacionales y extranjeros.
Es miembro de la Asociación Argentina de Oncología Clínica, de la Asociación Argentina de Medicina y Tratamientos Paliativos, de la American Society of Clinical Oncology (ASCO) y de la New York Academy of Sciences entre muchas otras.
Es además un entusiasta lector de los mejores libros de divulgación científica y se anima aquí a contar un poco de todo lo que le ha permitido experimentar su intensa vida profesional.


Fragmento del libro: Capítulo 2

Elegir un médico confiable

M. tenía 73 años la primera vez que lo vi. Era alto, fornido, tranquilo, con el aspecto de quien ha vivido mucho y bien. Venía a la consulta derivado por una colega muy querida para que lo tratara por un cáncer de próstata. Empezó a hablar y a contarme de sus dolencias actuales y pretéritas, con la particularidad de que cada uno de los diagnósticos y tratamientos realizados tenía una anécdota asociada:

—De vesícula lo había operado el Dr. Mainetti, quien fuera su amigo personal por muchos años; luego, Mainetti le recomendó al Dr. Favaloro para que lo operara de una válvula en el corazón y de quien también se hizo amigo. El control cardiológico lo hacía Eduardo; su dermatóloga era Myriam; su clínico…

Así, cada uno de los médicos que lo veía había sido elegido en forma personal. Nada parecía suceder por azar en la historia de este hombre. Su vida tenía tantos meandros como los ríos de montaña y era tan fértil como las sierras de Córdoba. Había nacido en Siria; era cristiano ortodoxo, pero había estudiado el Corán con sus compañeros musulmanes. Hablaba a la perfección árabe, francés y castellano. Recordaba el viaje en barco que los trajo a él, su madre y un hermano a Buenos Aires para reencontrarse con su padre. A través de sus palabras se veía la costa al llegar a Italia y se sentían las lágrimas que había derramado aquel niño al sentir que nun- ca volvería a su amada Siria, el olor del puerto, el hotel de inmigrantes donde estuvo alojado junto a los marinos del crucero alemán Graf Spee.

M. quedó huérfano de madre siendo todavía un chico. Cada encuentro con él traía aparejado un ceremonial que comenzaba por preguntar por la familia, luego venían sus dolencias y finalmente los relatos de su vi- da. Su memoria era prodigiosa y su manera de contar era tan agradable que la vida de su barrio cobraba vida y hasta se podían degustar las comidas y ver la luz filtrarse entre las ramas de los árboles. Era además un hombre de una fe muy profunda y de una honestidad absoluta, cada relato tenía en su centro una moraleja.
Lo acompañé durante una década a lo largo de su enfermedad y en los últimos años de su vida lo visité semanalmente. Siempre me estaba esperando. Luego del examen clínico, tomábamos café y comíamos unos dulces para acompañar la charla. Fueron momentos de enorme paz que atesoro en mi corazón. Pero lo más notable era que cada vez que nos veíamos me hacía sentir que era su médico, que él me había elegido para que lo acompañara. Ese fue uno de los honores más grandes que me han hecho.

Ah, me olvidaba: el cáncer de próstata evolucionó bien durante largo tiempo, lo que más afectó la vida de mi amigo fue una baldosa floja en una vereda de Buenos Aires: le costó tres operaciones, dos meses en terapia y casi lo mata.

La paradoja de la elección

Es difícil elegir médico. Este es uno de los puntos cruciales y para nada simple en la toma de decisiones del paciente. Hay varias razones para es- ta dificultad. Para empezar, no hay una calificación de los profesionales: ninguna entidad tiene un sistema de calificación para que los pacientes puedan elegir. Hay un sistema jerárquico, por lo cual se presupone que el más encumbrado es también el que más sabe o más experiencia tiene, pero, como el sistema de asignación de cargos no es transparente, esto no siempre es cierto. Por otra parte, en diferentes organizaciones se distinguen características particulares que pueden no tener nada que ver con la asistencia sino con la capacidad de gerenciar u organizar, la capacidad de investigar, la capacidad de publicar, la capacidad oratoria y de comunicación pública. ¿Hay alguna que premie por atender bien a las personas y ocuparse de los pacientes? Yo no conozco.

La otra dificultad radica en que la oferta médica es inabarcable. Hay un psicólogo norteamericano llamado Barry Schwartz que escribió The paradox of choice, en donde desarrolla una tesis que me parece muy atinada para explicar alguna de las cosas que suceden en medicina. Schwartz sostiene que cuando hay un número limitado de ofertas estamos insatisfechos porque no podemos optar, pero que cuando este número es muy grande, también quedamos insatisfechos porque estamos seguros de que no elegimos la mejor. Permítanme explicarme: si solo hay un médico para elegir, probablemente vayamos a estar insatisfechos; pero si debemos elegir entre cincuenta, lo estaremos igualmente. Por eso las cartillas médicas, como las viejas guías de teléfonos, no resuelven el problema. De tal manera que en una era de comunicación instantánea, multimediática e informatizada, la elección se sigue ha- ciendo en base a la difusión boca a boca, aunque sea a través de Facebook, y la experiencia puntual del primer encuentro sella el destino de la relación médico-paciente.

Yo no soy quién para decirle a nadie qué debe tener en cuenta al momento de elegir un médico, pero sí voy a decir qué creo que valoran los pacientes que me elijen. En primer lugar, elijen a alguien en quien confiar. Una de las mejores, sino la mejor, definición de la relación médico-paciente es el encuentro entre una conciencia (la del médico) con una confianza (la del paciente). La mejor definición de médico que conozco la dio Escribonio Largo (aunque yo la aprendí como de Boecio) al decir que un médico se define con cuatro palabras: “Vir bonus me- dendi peritus”: “Hombre bueno, experto en el arte de curar”. Por lo tanto, si unimos las dos definiciones, tenemos que la mejor relación médico-paciente se establece cuando un hombre bueno, experto en el arte de curar, se encuentra con un paciente que confía en él.

Ahora bien, ¿por qué el paciente debe confiar en el médico del siglo XXI? ¿No es acaso un resabio de la mentalidad mágica y la medicina paternalista? ¿No es más razonable que el paciente desconfíe del médico, como lo haría de cualquier otro profesional, y ejerza un sano escepticismo? Si comparamos las características del médico hasta mediados del siglo XX con las del médico actual, encontramos diferencias notorias que justifican las preguntas anteriores. Veámoslas.

Hace no mucho tiempo, el médico era poseedor de todo el conocimiento de la medicina, la información era difícil de obtener y fácil de sintetizar, bastaban seis tomos para resumir toda la clínica médica (digamos 30 megabytes = 30 millones de bytes). Hoy el conocimiento médico está en internet y se almacena en millones de terabytes (trillones de bytes= un millón de millones de millones de bytes). ¡Y además está disponible en una computadora portátil o en un celular en milisegundos!

No hay médico capaz de abarcar todo ese conocimiento. Ni siquiera es capaz de conocer todo lo que se publica de su especialidad. Hace no mucho tiempo, los sentidos del médico eran la única manera de llegar a un diagnóstico y nada resultaba más admirable que el ojo clínico, capaz de acertar al diagnóstico solo por una mácula en la sábana de un enfermo o, palpando una estatua, diagnosticar la tuberculosis de la modelo (lo cual hablaba tanto de la sutileza del médico como de la pericia del escultor). Hoy, los sentidos del médico son la primera puerta a un diagnóstico, pero existe un universo de tecnología médica capaz de escudriñar la intimidad más recóndita del cuerpo humano: tomografías computadas, resonancias magnéticas, tomografías de emisión de positrones, endocámaras que fotografían el interior de nuestros intestinos, laparoscopios y endoscopios que nos permiten ver con gran aumento el interior de nuestras cavidades y oquedades.

Ya hubieran querido los médicos de antaño disponer de las imágenes que con tanta nitidez nos muestran no solo cómo son, sino cómo funcionan algunos de nuestros órganos. Hace no mucho tiempo, la honra de un cirujano se fundaba en su habilidad técnica en el uso de herramientas rudimentarias: pinzas, tijeras, cuchillos, agujas e hilos. “A grandes cirujanos, grandes incisiones”, se decía. Quién se hubiera imaginado que hoy un robot manejado con un joystick, a veces a kilómetros de distancia, puede ingresar en el abdomen, en el tórax o en el cerebro de una persona mediante orificios minúsculos y extirpar órganos, tumores, drenar hemorragias, ligar vasos, y que en cuarenta y ocho horas esta misma persona pueda estar en su casa y una semana después, volver a sus tareas como si nada hubiera pasado.

Hace no mucho tiempo, la terapéutica médica estaba centrada en la higiene, la dieta, el reposo y algunos pocos medicamentos. Por ejemplo, en el siglo XVII, en toda la herboristería europea había menos de una decena de remedios (se destacan el opio, la corteza de sauce, la ipecacuana, la planta herbácea digital y la belladona), todos los demás en el mejor de los casos son placebos, cuando no directamente nocebos (es decir, cuando pensamos que algo puede hacernos mal y efectivamente nos hace mal). El desarrollo de la físico-química para extraer los principios activos permitió contar con un centenar de fármacos en el siglo XIX, y el desarrollo de la biotecnología elevó ese arsenal a decenas de miles.

Hoy, para la mayoría de los pacientes, sobre todo de los pacientes oncológicos, el éxito en la curación está en poder contar con un fármaco eficaz. La utopía terapéutica oncológica radica en el estudio genético de los tumores para evidenciar alteraciones moleculares que pueden ser específicamente bloqueadas y en el estudio genético del paciente para determinar qué fármacos podrán ser mejor tolerados. De tal manera que la combinación de esta información nos permitirá personalizar la terapéutica una vez que sepamos exactamente con qué matar un tumor sin dañar un paciente.

¿Para qué sirve un médico si el conocimiento está en internet, el diagnóstico en la tomografía, el éxito quirúrgico en el robot y el éxito clínico en el fármaco ideal? Porque en el mientras tanto alguien tiene que cuidar de la persona. Toda la medicina sirve solo para dos cosas: para que la gente viva más y para que la gente viva mejor. Como dice Thomas McKeown, lo primero se logra esencialmente haciendo que nuestra llegada al mundo sea más segura y lo segundo se logra fundamentalmente haciendo que nuestra partida sea más pacífica. En el medio, está la vida.

La medicina tiene muchas cosas desagradables, complejas y retorcidas, pero hay una de las tareas médicas que es formidable y está en la posibilidad de conocer otras personas. Conocerlas sin máscaras. El término persona viene de la palabra griega con la que se designaba a las máscaras que se colocaban los actores de teatro en la antigua Grecia y hace referencia a la capacidad que tenemos de ocultar nuestro verdadero rostro detrás de una apariencia. Los médicos somos de los pocos profesionales que podemos llegar a conocer a las personas en la intimidad, sin ropas y sin máscaras. Las alegrías más profundas y los dolores más intensos, las pérdidas más inesperadas y las evoluciones más fortuitas; hasta los milagros forman parte de las experiencias de cualquier médico que se precie.

Hay que tener en cuenta que la persona tiene una dolencia, pero es sobre todo una biografía. Llamamos patobiografía a la correlación que existe entre la historia vital y la aparición de enfermedades, algo particularmente importante para las llamadas enfermedades psicoso- máticas, que tienen un componente indefinido de estrés, autoinmunidad y alergia, pero donde puede haber una correlación muy estrecha (no se puede hablar de causalidad) entre determinadas desventuras vitales y la aparición o la exacerbación de síntomas.

Pero, además de su valor diagnóstico, la biografía de los pacientes tiene dos componentes únicos para el médico. Por un lado, hace que cada uno de ellos sea único y original. A los pacientes que atiendo los identifico de una manera única, que nada tiene que ver con su nombre sino con su vida, y les pido que si me llaman hagan referencia a esa originalidad, porque hasta la tercera o cuarta vez me resulta muy difícil relacionar la voz con el nombre y el cuadro clínico, pero mediante esa clave de identificación única y vital recuerdo exactamente el momento en que nos vimos.

Supongo que cada médico tendrá su propio sistema, pero a mí este me da buen resultado. Así “la colorada”“salame con que- so”“el capitán” y muchas otras son la manera en la que establezco la exclusividad de mi relación con un paciente. Es mi modo de decirles: “no hay otro como vos”. Por otro lado, transforma a un paciente en un maestro. Las vidas de las personas son extraordinarias. El más inculto e incivilizado de los humanos es un ser que resuelve problemas muy complejos con notable sabiduría, y eso son las biografías: las maneras en las que las personas han ido lidiando con los problemas de la vida. Adaptándose aquí, modificando el entorno allá, huyendo de un peligro, combatiendo contra su ambiente, compitiendo con sus semejantes, conquistando metas. Y por eso es notable la capacidad docente de muchos de ellos. Uno me enseñó a escuchar mejor dicién- dome simplemente:

—Hay que seguir a la naturaleza, por algo nos dio dos orejas y una lengua, será para escuchar el doble de lo que hablamos.

Otro, que fue capitán del último barco mercante a vela de nuestra marina, me enseñó el valor del viaje:

—Los marinos sabemos que debemos llegar a destino, pero hacerlo a veces nos entristece, porque allí se termina la diversión. La diversión está en el viaje, el destino es solo una excusa.

Por último, la persona necesita ser escuchada porque sus deseos, miedos y valores son importantes. Es en esa experiencia de alumno- maestro en la que el médico que escucha puede ser escuchado. Porque el paciente necesita que le expliquen y no solo le informen; comprender las razones por las cuales debe realizar determinados procedimientos o tratamientos. De allí que la figura del médico funcione como la de un traductor, un consejero, un profesional dedicado a recabar la mejor evidencia científica para resolver su problema médico, y también como un abogado orientado a que se respete la dignidad y la voluntad de la persona enferma. Para eso el paciente necesita conocer al médico y el médico conocer al enfermo, y, para que dos personas se conozcan, se necesita tiempo.

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