jueves, 8 de febrero de 2018

Matando emoticones a garrotazos - Puntos de vista - IntraMed

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Cerebro clínico | 06 FEB 18

Matando emoticones a garrotazos

Acerca de las nuevas formas de expresar emociones, del empobrecimiento del lenguaje y del asesinanto de la clínica a manos de los datos
Autor: Daniel Flichtentrei 
"Pero si el pensamiento corrompe el lenguaje, el lenguaje también puede corromper el pensamiento." George Orwell
Natalia tiene 29 años, el año pasado tuvo una tromboflebits de la pierna izquierda que se resolvió sin secuelas. Hace una semana me consultó por un episodio de alteración de la fluencia verbal, cefalea y desorientación sin foco neurológico de pocos minutos de duración. Las imágenes cerebrales no mostraron alteraciones, el ecocardiograma fue normal. Le solicité estudios de trombofilia, anticuerpos anticardiolipina, antifosfolípidos, FAN y antinúcleo. Le indiqué anticoagulación oral, reposo y observación. Toma anticonceptivos desde hace seis años que suspendí en la primera consulta. Cinco días más tarde me volvió a ver porque presentó dos episodios de hematuria macroscópica. Le hice con urgencia un coagulograma con RIN y corregí la dosis de dicumarínicos, no repitió el sangrado. Hace diez días que no recibo noticias suyas pese a que le pedí que me informara a diario de su evolución. Decidí llamarla por teléfono, no me contestó, dejé un mensaje de voz. Un rato más tarde me envió un mensaje de Whatsapp que, ya que no uso ese medio regularmente, solo vi al día siguiente. El mensaje era breve, primitivo, pictográfico:

Me quedé unos minutos mirando la imagen en la pantalla del teléfono. Le respondí tecleando con torpeza extrapiramidal, apretando dos a tres letras a la vez, borrando y volviendo a escribir, luchando contra el obstinado sistema de texto predictivo que insistía en escribir palabras que yo jamás había escrito: “Hola Natalia, por favor ampliame un poco tu respuesta: ¿volviste a tener problemas para hablar? ¿apreció sangre otra vez en la orina? ¿suspendiste los anticonceptivos?”

Necesito historias, no solo datos, para entender lo que le ocurre a un paciente. Pero algunos de ellos parecen haber adoptado la misma estúpida idea que la mayoría de la medicina de nuestros días: la era de la información es la era de los datos crudos y de la interacción a distancia. Me importa muy poco lo que crea el mainstream médico en el mundo, pero siento una enorme frustración cuando sus delirios de Big Data infestan a los pacientes que son sus principales víctimas.

Los estudios acerca de los cambios en el uso del lenguaje con los medios virtuales son contradictorios. Hay apocalípticos e integrados, tenofílicos y tecnofóbicos. Sus metodologías de investigación y sus conclusiones apuntan más a confirmar sus propios prejuicios culturales que a evaluar el posible deterioro que las nuevas modalidades lingüísticas imponen a las habilidades cognitivas, de razonamiento y de expresión. Según datos de 2015 de la empresa Swyft Media cada día se envían 6.000 millones de emojis, el 8% de los datos de los mensajes son emoticones. Afirma Noam Chomsky que: "El lenguaje de hoy no es peor que el de ayer. Es más práctico. Como el mundo en que vivimos", pero yo no estoy tan seguro. Es posible que se gane en algunos aspectos pragmáticos pero se pierde en los expresivos. La megalengua universal empobrece la comunicación, deja sin matices lo dicho, nos condena a una neolengua orwelliana que no solo manipula lo que puede decirse sino lo que puede sentirse y pensarse. Reduce la palabra a la mano rupestre de las cuevas de Altamira.

El psicólogo Albert Mehrabian, profesor emérito de la Universidad de California - Los Ángeles (UCLA), afirmó a mediados del siglo pasado, que, cuando conversamos con alguien, el 7% de la comunicación es verbal, el 38% es vocal (tono de voz, silencios) y el 55% es no verbal (gestos, postura, proxémica).
La decodificación de un mensaje intersubjetivo, algo elemental en la clínica médica, requiere de un entrenamiento -que demora años en alcanzarse- en la atención a señales verbales y no verbales y en su interpretación. No me detendré aquí a analizar el significado de otros recursos clínicos, hoy también devaluados para el idólatra enfático de los datos desnudos, como los que proceden del contacto físico con los pacientes. La comunicación humana es compleja y multidimensional, su reducción a lo denotativo mutila los aspectos connotativos que son fundamentales en medicina. El juicio clínico no es el producto meramente aditivo de la información bruta sino la conclusión cualitativa de una exploración que no se limita a lo explícito. Es posible que en otros ámbitos ajenos a la medicina existan fenómenos adaptativos a los cambios en el uso de la lengua que sean menos dramáticos de lo que imaginamos. Una lengua está viva, se transforma, aunque no siempre para mejor. El lenguaje configura el modo en que pensamos, aporta las categorías mediante las cuales entedemos lo real. En la práctica clínica, esa metamorfosis pone en escena una epistemología que hoy confunde a la medicina con la ciencia, a la consulta médica con el laboratorio, a la comunicación con la decodificación de variables mensurables; en fin, al padecimiento humano con sus mediadores fisiológicos.

Mientras manejaba por la Avenida General Paz sonó el tono de mensajes del celular. Estaba ansioso por conocer su respuesta a mis preguntas. Estacioné sobre la banquina, busqué mis anteojos, abrí el teléfono, recorrí dos o tres veces una multitud de íconos cuyo significado ignoro y que jamás he usado, hasta identificar el de Whatsapp. Por fin tendría la información de mi paciente que me tenía tan preocupado. Su mensaje fue menos breve que el anterior, pero igual de enigmático y brutal para un sobreviviente de la era verbal como yo:

La llamé por teléfono, no me contestó. Necesitaba hablar con ella, escuchar el tono de voz con el que me contaba cómo estaba evolucionando, percibir la intensidad del relato, las pausas de silencio, su prosodia, el ritmo de su respiración, imaginar los gestos que acompañarían lo que me decía; repreguntar. Quería conversar. Como un dinosaurio clínico en extinción buscaba información más narrativa y compleja que su austero OK.

 “Hay más cosas entre el cielo y la tierra, Horacio. Que las que sospecha tu filosofía.”, William Shakespeare
El New England Journal of Medicine acaba de publicar en su blog que en medicina ambulatoria los estudios muestran que, pese al aumento de sofisticados estudios complementarios, el 89,4% de los pacientes se encuentran en un área donde no tenemos diagnóstico pero aún así mejoran (el área 2 del gráfico).

No hay datos que expresen lo que sucede en la mayoría de los casos, en todo caso hay solo datos negativos que informan lo que nuestros pacientes no tienen pero nada dicen de lo que padecen. Ese territorio de incertidumbre se llama medicina. El objeto de la clínica es el padecimiento humano, no la corrección de variables. Entre la futilidad y la relevancia se extiende el áspero territorio de la existencia de las personas, de sus tristezas y sus alegrías, de lo que los lleva a nuestros consultorios buscando un alivio a dolores que no siempre podemos nombrar con un diagnóstico preciso. Es en los intersticios del relato, en ese espacio que el laboratorio no ve y que la aritmética no señala donde sucede la mayor parte del padecimiento de las personas. No me refiero solo a la subjetividad, ni muchos menos a la sobreinterpretación descabellada de tantas disciplinas que niegan a la ciencia, nada de eso. Hablo de trastornos disfuncionales, de signos y de síntomas que resultan evidentes al ojo experto pero que ningún dato objetivo saca a la luz. De lo que existe más allá de la reducida cuadrícula de nuestras categorías. Son enfermedades que no cumplen con los criterios de demarcación estrechos que la medicina tiene para tipificar el padecimiento.

Comunicación“Sin la presencia del otro, la comunicación degenera en un intercambio de información: las relaciones se reemplazan por las conexiones, y así solo se enlaza con lo igual; la comunicación digital es solo vista, hemos perdido todos los sentidos; estamos en una fase debilitada de la comunicación, como nunca: la comunicación global y de los likes solo consiente a los que son más iguales a uno; ¡lo igual no duele!”. Byung-Chul Han
Las emociones son detectores instintivos universales de valor, ponen un sello valorativo a las cosas, las personas y las situaciones. Son marcadores somáticos primitivos que, después, la corteza prefrontal analiza, designa y clasifica. Le asignan a la experiencia un valencia o tono emocional con el que se las almacena en la memoria para ser convocadas cuando sea necesario. Son una clave que organiza el mundo. Suele olvidarse que una emoción comunica mediante su expresión física dando señales a los otros de nuestros estados personales. Pero también lo hacen con nosotros mismos, nos "dicen" qué estamos sintiendo y qué necesitamos. Esta función dual permite a los individuos co-participar de sus propios estados subjetivos, compartir sus mundos internos. Muchas veces sin apelar a la palabra ponen en escena una "resonancia" compartida que nos da información compleja, muy difícil de expresar pero imprescindible tanto para nuestros semejantes como para nosotros mismos. Nos conectan con un un nivel interior muy profundo que nos "dice", en un lenguaje anclado en el cuerpo mediante sensaciones, el valor que le asignamos a lo vivido. Comprendo lo que otro siente a través de lo que siento yo, re-sonamos juntos (identificación proyectiva). Esta relación emocional establece un vínculo que se retroalimenta de señales de ambas partes (feedback positivo) que no solo expresa a los otros lo que sentimos sino que nos permite averiguarlo a nosotros. Su propia naturaleza multidimensional excede los límites del lenguaje verbal y, desde ya, no puede mutilarse en el lecho de Procusto de un tonto emoticón. El periódico inglés The Guardian publica hoy un nota cargada de un optimismo a mi juicio aterrador y distópico: el gobierno japonés estimula la creación de "robots empáticos" para suplir la carencia de enfermeras y cuidadores ante la creciente demanda de asistencia de ancianos en soledad. No cuenten conmigo...



Pensé todo esto detenido durante algunos minutos al costado de la General Paz. Arranqué el auto rodeado por un campamento de cientos de familias de personas despedidas de su trabajo; los saludé, toqué bocina para mostrales mi solidaridad con ellos. Me respondieron con sus brazos en alto, agradecidos. Puse un CD (sí, yo todavía uso CDs), subí el volumen. A mis espaldas la tarde caía sobre el río. La música me llevó de la mano, me fui encendiendo. Fui desde los emoticones de Natalia a la brutalidad de los despidos de personas cuyo dolor tampoco entra en una planilla de cálculo ni en en estúpida "carita triste" de WhatsApp.

“Estás llamando a un gato con silbidos.
El futuro ya llegó,
llegó como vos no lo esperabas.
Todo un palo, ya lo ves”


Mientras volvía a casa tuve ganas de salir a matar emoticones a garrotazos.

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