martes, 16 de marzo de 2010
Elogio de la perplejidad / HUMANIDADES MÉDICAS
Humanidades médicas
Elogio de la perplejidad
Dr. F. Borrell i Carrió
Médico de familia. EAP Gavarra. ICS. Departament Ciències Clíniques. Campus Bellvitge. Universitat de Barcelona.
15 Marzo 2010
JANO.es
Guardamos en la memoria un mal resumen de nuestra experiencia emocional. Aquel paciente que al final de la entrevista duda de si debe pedir “la receta que me han adelantado en la farmacia”, puede que en algún momento de su titubeo hiciera un cálculo parecido al siguiente: “si el doctor me niega la receta, me enfadaré con él/ella, y este enfado no vale los 10 euros que me he gastado, o sea que mejor no se la pediré”. La mayor parte de titubeos que experimentamos en un día cualquiera suelen llevar cálculos tan complejos y amnésicos como éste. La memoria es perezosa y amputa sin miramientos la riqueza emocional de los instantes. La memoria, además, es particularmente desdeñosa con los titubeos y con su hermana mayor, la perplejidad.
Memoria y perplejidad
Haga el lector un simple ejercicio, como por ejemplo recordar escenas de dicha, miedo o excitación, acaecidas recientemente. Alguna le vendrá a la memoria. Ahora, trate de recordar escenas de su vida marcadas por la perplejidad. En general, no podemos. La explicación está en que la memoria, según parece, se organiza por emociones1, de manera que cuando nos creemos dichosos acuden todas las escenas de felicidad; y a la inversa, cuando nos embarga el sufrimiento nuestra vida semeja un vía crucis. Puede parecer una desventaja, pero este rosario de recuerdos suele ayudarnos a ganar cierta perspectiva, y ganando perspectiva, a veces, maduramos como personas. Pocas veces ocurre con la perplejidad, porque en cada ocasión nos parece estar perplejos por primera vez.
La perplejidad viene a ser un escotoma, un agujero negro en el que nos sumimos de vez en cuando más por fatalidad que por deleite, y que no recordamos porque básicamente creemos que se trata de un instante carente de significado. En parte representa cierto colapso de la vida intencional, un momento en el que nuestra voluntad se halla vacía, y el mundo confuso. Algo de eso ya lo anuncia el titubeo, que surge cuando no sabemos con cuál de dos (o más) posibilidades quedarnos.
Una diferencia notoria entre titubeo y perplejidad es que en el titubeo tenemos ante nosotros una elección, y en la perplejidad no. La perplejidad se de- fine generalmente como “irresolución, confusión, duda de lo que se debe hacer en algo” (RAE). Imaginémonos saliendo de una estación de metro y andando decididamente por la calle. De repente nos asalta una “irresolución y confusión”: ¿estamos donde creemos estar? La foto que teníamos de aquel lugar no se corresponde con lo que vemos... ¿tal vez nos falla la memoria?, ¿o hemos salido del metro por un lugar equivocado? ¿Debemos continuar avanzando o mejor damos marcha atrás? Al final detenemos la marcha y miramos alrededor, rogando que se produzca una bendita sintonización entre nuestro GPS mental y lo que observan nuestros ojos. Pero si ello no ocurre, a la sorpresa inicial le sigue la ansiedad y la perplejidad… “¿cómo es posible que eso me esté pasando a mi?” “¿debo declararme perdido en esa gran ciudad —que hasta ahora consideraba “mi” ciudad— y en consecuencia debo pedir ayuda a un desconocido?”.
Este ejemplo tan trivial nos alerta de dos aspectos francamente interesantes de la perplejidad. Por un lado no podemos considerar la existencia de la perplejidad sin que antes no nos sorprendamos. La perplejidad puede entonces definirse en positivo como una sensibilidad a las anomalías. Unas veces estas anomalías son rotundas y se imponen por sí mismas, tan rotundas que nos producen miedo, como sería el caso de encontrarnos perdidos en la ciudad. Pero otras muchas veces podemos ignorarlas por un tiempo (o para siempre) sin gran perjuicio, y sólo una profunda vocación inquisitiva las pondrá de manifiesto. Por ello cabe hablar de un cultivo de la perplejidad.
El segundo aspecto destacable es la orientación interna o externa de la tensión. Sólo estamos en estado de perplejidad cuando mantenemos la orientación interna de la tensión. Volvamos al ejemplo anterior: si nos declaramos “perdidos en mi ciudad”, abandonamos el estado de perplejidad para adoptar una creencia: “estoy desorientado y debo pedir ayuda”. Aquí desaparece la tensión interna y la hacemos externa: alguien debe ayudarnos. Si por el contrario pensamos que con un mapa o leyendo el nombre de las calles seremos capaces de orientarnos, mantenemos la tensión interna. Muchas veces respondemos de manera mixta: solicitando ayuda pero, a la vez, tratando de dar soluciones por nosotros mismos. En esos casos cultivamos nuevamente lo que llamo el punto de perplejidad2.
Perplejidad y miedo
Las reacciones ante lo inesperado resultan muy interesantes de analizar. El médico residente que está al cuidado de un paciente que empeora de forma abrupta, experimenta algo así como una sensación de pánico que, literalmente, le impide aplicar lo poco o mucho que sabe. Entonces aparece el adjunto y repasan análisis, radiografías, vuelve a interrogar al paciente, y al final sabe lo que debe hacerse, (¡aunque no sepa lo que tiene el paciente!). Este aprendizaje emocional —en un entorno de urgencias médico-quirúrgicas— suele ser uno de los más importantes en la vida del residente de primer año. Y si aprendió algo de la anécdota, en la próxima ocasión debería producirse en su interior un monólogo tal como: “si me colapsa el miedo no podré pensar, y si no pienso no podré ayudar al paciente”. Asistimos entonces a uno de esos “momentos estelares de la Humanidad”, como dijera Stefan Zweig, un momento mágico en que nos sobreponemos a una emoción biológicamente programada gracias a un acto deliberado de voluntad, lo que a su vez nos hace un poco mas libres. Observe el lector que este paso ha sido también el primer paso para hacer del coraje nuestra reacción preferida (algo que desde luego no consigue todo el mundo, como pone de manifiesto el hecho de que no todo médico sirve para atender urgencias vitales).
Por fortuna el ejemplo que acabamos de ver es un tanto aparatoso y poco frecuente, por lo que procedemos a analizar situaciones clínicas “de tono menor”. Pondré otro ejemplo: este mismo médico adjunto tan valiente en las urgencias vitales, está atendiendo ahora a una mujer de 55 años que acude por síntomas dispépticos y solicita un antiemético. De manera rutinaria —y casi aburrido por la banalidad del cuadro— el médico procede a explorarla y, al palparle el abdomen, nota unos bultos duros que “flotan” en la cavidad abdominal, y que interpreta como heces. Le proporciona el antiemético y la paciente se va satisfecha a su casa. El médico también prosigue satisfecho su consulta, si no fuera que…
Inexplicablemente, alrededor de las 5 de la madrugada, tras un profundo y reparador sueño, se le aparece la paciente y los bultos de la barriga… “¿heces?, ¿esos bultos heces?, ¡no pueden ser heces, las heces no se palpan así!”, se dice conmovido y bruscamente arrancado de los brazos de Morfeo. “¿Cómo he podido ser tan torpe?”.
Para responder a nuestro colega debemos rebobinar la película y analizar el instante en que palpa los bultos. Este médico tiene una amplia experiencia clínica, sabe perfectamente qué es una cuerda cólica y la distingue de una diseminación metastásica abdominal, ¿dónde está pues el problema? El problema radica en que no siempre estamos preparados para valorar lo inesperado, y sobre todo no lo estamos cuando procedemos a explorar a un/a paciente para secretamente confirmarnos que “todo está bien” y que “esta visita es tan aburrida como preveía”. Las presunciones que nos hacemos alteran dramáticamente lo que percibimos, así como los juicios derivados de tales percepciones. Al final se comportan como profecías de autocumplimiento.
Ahora bien, tan interesante como averiguar el por qué no somos capaces de aplicar conocimientos que tenemos es preguntarnos por qué el médico se despierta a las 5 de la madrugada con semejante desasosiego. Volvamos a situarnos en este instante en que está palpando el abdomen. Posiblemente, además de decirse “estos bultos deben ser heces”, un parte de su cerebro pensaba, “¿y si fuera otra cosa?”. Era una brizna de duda casi imposible de percibir en aquel momento porque otra voz imperiosa declaraba: “no olvides que esta paciente no tiene nada, porque esta visita es banal y mortalmente aburrida”. Pero esta duda, como una espina clavada que ahonda la herida, se abre paso tras un sueño reparador, cuando un cuerpo renovado y sin defensas organizadas se alerta por la más mínima molestia somática o psíquica.
En este caso, ¿cuál es el aprendizaje que puede salvarnos de este tipo de resbalones? Si en la escena anterior el miedo bloqueaba la perplejidad, ahora, ¡vaya por donde!, lo que nos bloquea es el aburrimiento, la rutina, o mejor aún, nuestro deseo de que la consulta prosiga así de aburrida y rutinaria. Porque una de las inclinaciones humanas más triviales y constantes es la pereza. No confundamos pereza con “no hacer nada”, sino más bien con “no desear cambios”. Todos en alguna medida somos proclives a la pereza, por ejemplo cuando nos decimos: “esta paciente no tiene nada, no te preocupes, dale la receta que quiere y se marchará a casa contenta”. Y cuando estamos físicamente cansados esta voz nos resulta doblemente agradable, por protectora y resolutiva. Por ello el clínico debe programarse en cada visita (y sobre todo antes de proceder a la exploración física), para “encontrar aquel dato semiológico que aún no he sido capaz de descubrir”, y motivarse de vez en cuando espoleando su propio miedo: “¿y si este cuadro clínico no fuera tan banal como pienso?”. Sólo entonces aflora el dato discordante, aquello que no encaja con las primeras hipótesis diagnósticas… en una palabra, sólo entonces la tímida perplejidad hace acto de presencia.
Cultivar la perplejidad
Sostengo que la perplejidad es una fuente de creatividad. Esos microsegundos en los que nos permitimos estar perplejos, sin rumbo ni certezas, han cambiado la faz de la Tierra. En estos pocos segundos Watson y Crick alumbraron la hélice de la vida, Einstein imaginó la masa de un fotón, y de manera mas modesta el doctor House realiza diagnósticos inverosímiles. Aunque el ejemplo resulte incómodo, reconozcamos el acierto de colocar al protagonista de esta serie en una perplejidad crónica e irritante. El espectador permanece en vilo precisamente porque “no sabe” el diagnóstico, y esa ignorancia es reconocida desde el inicio. Justo lo contrario de lo que ocurre en nuestra vida —y clínica— cotidiana: raro es el caso en que admitimos “no saber por donde vamos”. Parece como si formara parte del guión que el médico siempre sepa (o simule) dar una “respuesta a todo”. El atractivo de la serie es precisamente todo lo contrario, someternos a la tensión de la ignorancia, y además saber de antemano que sólo el doctor House desentrañará el rompecabezas, sin ayudas exernas. Los seguidores de esta serie suelen apreciar también los sudokus.
Tipos de perplejidad
Podemos distinguir varios tipos de perplejidad. Observemos las dos más importantes: estamos durmiendo tranquilamente y nos despertamos para ver en la penumbra una sombra fugaz. Nos preguntamos, ¿es eso real o aún soñaba?, y si es real, ¿es un objeto, una persona, o algo que se ha movido en el interior de mi ojo? Estamos en el reino de la perplejidad ontológica, la que se interroga sobre la existencia del ser… ¿de veras este paciente tiene las diarreas que dice tener?, ¿de veras es diabético?, ¿de veras tiene que tomar este antiinflamatorio?
Sin embargo la perplejidad más habitual es la que se pregunta por el significado de las cosas. ¿Qué significan estos dolores de cabeza? ¿Ponen de manifiesto un notable estrés, o algo más preocupante?, ¿por qué razón este paciente me consulta ahora por unos síntomas que lleva meses padeciendo?, ¿por qué no está surtiendo efecto este tratamiento que le he dado?
Ambos tipos de perplejidad, la ontológica y la epistemológica, nos invitan a una profunda reflexión. Pero una reflexión requiere neutralidad emocional, y ahí viene otro gran problema, nuestro temperamento. Porque el tozudo responde a la perplejidad con irritación, el inseguro con la parálisis, el conservador tratando de reparar las dudas con viejas verdades, y evitar el cambio a cualquier precio, etc. Pero lo que no hacemos casi nunca es agradecer su presencia y aceptar (incluso degustar) la tensión interna que nos produce. Ya lo dijo Peirce, tenemos creencias porque no toleramos la duda3. La mayor parte de personas se permiten dudar sólo para demostrarse la solidez de sus creencias. En realidad la filosofía griega nació espoleada por disputas en las que poco importaba la verdad y sí mucho el espectáculo. Al parecer ganaba el sofista que menos carga de duda mostraba en público4, es decir, ganaba la petulancia.
Heridos por la perplejidad
No debiera extrañarnos. Los seres humanos tenemos alergia a la incertidumbre, y la perplejidad es el reino de la incertidumbre. Aplaudimos al dogmático, silbamos al inquiridor. ¿Se imaginan un mitin político en el que los conferenciantes dudaran de sus certezas? Muchos actos humanos tienen ese tufillo de pereza mental.
Pero avancemos algo más: suele confundirse estar perplejo con ignorar algo, un error que literalmente impide el cultivo de la perplejidad. El estado de ignorancia es permanente y por lo general no nos preocupa. Ignoramos casi todo sobre todo, y no por ello nos sentimos perplejos. La perplejidad en cambio reconoce un vacío en nuestros conocimientos, un vacío que nos asombra y conmueve. La perplejidad sólo es posible cuando nos sentimos heridos por la ignorancia y a la vez nos comprometemos a superarla. Insisto nuevamente en esos dos momentos: uno inicial, sensitivo, en que nos permitimos sentir incongruencias o relieves insospechados de la realidad, y un segundo momento emocional, por el que toleramos la tensión del “no saber” y confiamos en que, con algo de tiempo, se formarán en nuestro interior nuevas presunciones o creencias.
Hay personas que saben simular un estado de duda como estrategia para colarnos su verdad (personalmente siempre he sospechado que Sócrates pudiera ser una de ellas). Pero la perplejidad es otra cosa, la perplejidad nos muestra frágiles porque toca creencias e incluso algún valor, y por ello señala un momento de transformación o evolución. En algún sentido es la antesala a toda maduración del sujeto, o de toda transformación en su sistema de creencias, o de los modelos que maneja para andarse por la vida. Salimos de la perplejidad con el mundo removido. Por eso decía Nietzsche que la palabra Dios era invocada por los perezosos para no tenerse que preguntar sobre lo que mueve este mundo, a lo que Marx apostilló: “y también se invoca para que el mundo no se mueva”. Cultivar la perplejidad significa pues evitar las palabras o los diagnósticos rutinarios (previsibles) con los que nos impermeabilizamos a la reflexión… Y todo ello para que algo sí se mueva, nuestra visión del paciente.
El perplejo no siempre es un escéptico
Una conclusión fácil es que el cultivo de la perplejidad nos lleva a ser escépticos. La escepticemia es una enfermedad por la que dudamos de las verdades al uso, una enfermedad muy sana si nos hace reflexionar, y poco recomendable cuando es la perfecta excusa para la pereza o el pesimismo. Dicho de otra manera: andémonos con cuidado con el escéptico perezoso o pesimista, porque no pretende vendernos ninguna verdad, sino más bien su estado de ánimo. ¡El escepticismo también puede ser una rutina!
Empero la persona que sabe cultivar su punto de perplejidad no anda por la vida en permanente titubeo e indefinición. Entonces, ¿cómo distinguir a alguien que ha sabido cultivar su punto de perplejidad de un escéptico de carné? La persona educada en la perplejidad se permite dudar cuando de este esfuerzo se deriva aproximarse a la realidad, aunque de ello se derive apartarse del grupo. En este sentido su pensamiento discurre ferozmente opuesto a las modas intelectuales prepotentes y “políticamente correctas”. Su recompensa es percatarse de lo que los demás no se percatan.
El profesional de la clínica necesita incorporar la perplejidad a sus hábitos sentimentales. El paciente que regresa con un diagnóstico sorprendente que no supimos ver, el paciente que insiste en que no sabemos solucionarle su problema, o el que se muestra enfadado sin explicación obvia, en fin, todas estas situaciones y muchas más son adecuadas para ejercitar la perplejidad, dejar en suspensión las defensas narcisísticas que casi todos tenemos cuando nos abofetea la realidad, y permitirnos flotar en el vacío del asombro, sin forzar a que una creencia tome el mando y apacigüe nuestra sed de saber, como diría Peirce. Lo peor de la perplejidad es que puede asaltarnos en plena siesta y decirnos… “¿cómo es posible que no le hiciera una radiografía a Fulanito?” Porque, y casi se me olvidaba decirlo, la perplejidad suele ser incómoda, y cultivarla es algo así como aplicar un cilicio a la inteligencia.
Ahora bien, a diferencia del escéptico, el perplejo no aplica esa rara educación sentimental a todas sus creencias. No es un “escéptico de carné”, como se suele decir, porque no ha renunciado a levantar alguna que otra bandera o algún proyecto “demasiado humano”, como diría Nietzsche. Una vida humana vivida en su plenitud es una vida comprometida con proyectos, participada por certezas y que afronta con valentía la posibilidad de equivocarse. Algo ciertamente extraño al contumaz escéptico, que se ahorra el esfuerzo del compromiso, o la decepción del fracaso, a costa de perderse la sal de la vida: la ilusión. Y en este punto cerramos el círculo, porque acabamos de descubrir, amigo lector, que la ilusión siempre alberga un componente de cambio. Nada hay más contrario a la rutina que la ilusión.
La perplejidad viene a ser un escotoma, un agujero negro en el que nos sumimos más por fatalidad que por deleite, y que no recordamos porque creemos que se trata de un instante carente de significado.
El profesional de la clínica necesita incorporar la perplejidad a sus hábitos sentimentales.
BIBLIOGRAFÍA
1. Ruiz M. Las caras de la memoria. Madrid: Prentice Hall; 2003.
2. Borrell F. Entrevista Clínica. Barcelona: Ed. SEMFyC; 2004.
3. Peirce Ch. The fixation of belief, 1877. Disponible en: http://en.wikisource.org/wiki/The_Fixation_of_Belief
4. Russell B. History of Western Philosophy and Its Connection with Political and Social Circumstances from the Earliest Times to the Present Day. New York: Simon and Schuster; 1945.
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