lunes, 6 de enero de 2014

Células madre para curar la desesperanza - IntraMed - Puntos de vista

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02 ENE 14 | ¿Estafa, pseudociencia?
Células madre para curar la desesperanza
Cientos de familias gastan miles de dólares para viajar a clínicas chinas que ofrecen tratamientos con células madre no avalados científicamente.

EsMateria, España
 
La familia del joven argentino Gabriel Omar Santoro es una de ellas. Esta es la estremecedora historia de la lucha de su madre, dispuesta a seguir pagando un tratamiento millonario porque “las células madre curan”, y de otras familias como la suya.
Por Andrés Grippo (Buenos Aires)

Gabriel Omar Santoro tiene 17 años, pesa 20 kilos y vive en San Justo, una localidad bonaerense ubicada a 19.711 kilómetros de Pekín, China. Pero a pesar de la distancia, Gabriel ya estuvo dos veces en esa ciudad asiática y no por placer. Tiene parálisis cerebral desde el día en que nació y en Pekín —concretamente, en la clínica Wu Stem Cells Medical Center— le realizaron múltiples implantes de células madre. Para hacer los dos viajes y someterlo a un tratamiento que la comunidad científica califica de “experimental”, tuvo que juntar más de 60.000 dólares y debió trajinar un circuito por el que pasan cientos de chicos argentinos. Los medios dan cuenta de este itinerario: las consignas “Todos por Santino”, “Todos por Lola” y “Thiago te necesita” —entre otras— encierran historias de algún modo idénticas. En todos los casos se trata de chicos que necesitan “hacerse un tratamiento que solo se hace en China” y para ello —al igual que Gabriel— deben juntar una pequeña fortuna.


Gabriel, junto a su madre y la enfermera de la clínica Wu.
Gabriel vive con su madre, Alejandra, su padre, Guillermo, y su hermana de 12 años, Milagros. Su casa es humilde. Tiene dos pisos construidos sobre un taller mecánico donde trabaja Guillermo y que es la fuente de ingresos principal de la familia. Toda la entrevista con Alejandra transcurrirá con Gabriel en sus brazos. Durante dos horas no lo soltará ni cuando se levante a atender el teléfono. Ahora el chico está tomando la merienda: un licuado de duraznos al natural, leche y medicamentos que le es suministrado a través de una sonda conectada a su estómago que Alejandra llena con una jeringa gigante. Gabriel apenas se mueve. Recorre todo con los ojos, y emite sonidos roncos cuando su madre lo menciona directamente.

“Los médicos me decían que iba a haber otras complicaciones, que cada vez iba a tener más problemas, que teníamos que resignarnos y que debíamos entender que él iba a tener una fecha de vencimiento como cuando vos vas a comprar un sachet de leche”, dice Alejandra mientras recarga la jeringa con el licuado.

Alejandra buscó durante años mejorar las condiciones de vida de Gabriel. Nunca creyó los pronósticos ni aceptó la “fecha de vencimiento” de su hijo. No sabe explicar si fue la fe o la fuerza de voluntad. Solo recuerda lo que le dijo a Gabriel cuando nació.
     Ni Alejandra ni Gabriel habían viajado nunca en avión. Pero ahora tenían que recorrer 19.711 kilómetros. Ida y vuelta. Dos veces en menos de un año. Y no tenían un peso.
“Yo le prometí que lo sacaba adelante”, dice. “Y no sabía qué pasaba. No había nada concreto, él estaba recién nacido”.

Ella siempre estuvo investigando y prestando atención a los avances de la medicina. Empezó a entusiasmarse una noche, mirando el mismo televisor que ahora sintoniza Los Simpsons, programa del que Gabriel, dice Alejandra, es “fanático”.

“Una noche, mirando el canal Discovery vi que hacían piel a partir de células madre y me agarró un ataque”, recuerda. “Te estoy hablando de hace como seis o siete años atrás. Dije ‘bueno, primer paso’. Después al tiempo vi que en Brasil se había hecho un corazón humano a partir de células madres. Humano, no de vaca. Y dije ‘guau, no sabía que se estaba haciendo eso’”.

Alejandra decidió en ese momento que Gabriel tenía que tratarse con células madre. Comenzó una búsqueda internacional a través de internet —estos tratamientos están prohibidos en Argentina— y llegó a la clínica Wu en Pekín, China. Entró a su página, vio la media sonrisa del doctor Like Wu en la portada debajo de la imagen de un complejo quirófano, se detuvo en las fotos de chicos parecidos a Gabriel  —según Alejandra, en su última visita había cinco argentinos y en la primera, siete— y clicó en “envíenos sus consultas”. Ingresó los síntomas de su hijo en un formulario y, una semana después, recibió confirmación sobre la posibilidad de tratarlo allí. Le solicitaron que enviara todos los estudios médicos previos en formato digital. Quince días después tenían fecha y presupuesto. Ni Alejandra ni Gabriel habían viajado nunca en avión. Pero ahora tenían que recorrer 19.711 kilómetros. Ida y vuelta. Dos veces en menos de un año.

Y no tenían un peso.

Las células madre son células con la capacidad de convertirse en muchos tipos de células del organismo. No hay manera más simple de explicarlo sin incluir la palabra célula al menos tres veces en una sola frase. A pesar de los notables avances que se publican día a día sobre experiencias en laboratorio, nada garantiza que sirvan para, por ejemplo, reconstruir un órgano dañado. De hecho, en todo el mundo sólo se reconocen como válidos dos tipos de intervenciones: el, a esta altura, típico trasplante de médula con sangre de un donante,  o el autotrasplante. Las dos variantes pueden curar ciertos tipos de cáncer como la leucemia, los mielomas y otras enfermedades de la sangre.

Pero ningún otro tratamiento con células madre está aprobado a nivel mundial para su aplicación en pacientes. Esto convierte a cualquier oferta de curación en experimental y, como tal, debe cumplir ciertos requisitos: pacientes informados correctamente, estricto protocolo de control, aprobación por parte de un comité de ética y gratuidad. Dicho de otro modo, uno puede dejar que experimenten con su cuerpo, o el de su hijo, pero jamás debería pagar por eso.
Buscando en internet

Sin embargo, cualquier persona puede probar a combinar en un buscador de internet los términos “cura” y “Alzhéimer”, “cura” y “Parkinson”, “cura” y “distrofia muscular”, “cura” y “síndrome de West” o “cura” y “esclerosis”. Lo más probable es que los primeros resultados estén relacionados con las células madre y con institutos que prometen —previo pago de varios miles de dólares— una cura o un paliativo para estas enfermedades. Se trata de centros dedicados a los tratamientos con células madre que no están avalados abiertamente ni siquiera por el Gobierno chino. Así y todo, según una investigación de la revista científicaNature ya hay más de cien clínicas de este tipo en el país.

Los costos por cada tratamiento pueden llegar a los 50.000 dólares por inyección e incluyen alojamiento del paciente, de los acompañantes y sus traslados. A simple vista no parece una suma exorbitante para curar la esclerosis múltiple o ver a Gabriel Santoro caminando.

“Estos lugares dan tratamientos como si estuvieran aprobados y hubieran superado todas las fases de la investigación clínica y no es así”, dice Fernando Pitossi, jefe del Laboratorio de Terapias Regenerativas del Instituto Leloir, en Buenos Aires, cuya línea de investigación reprogramando células es la misma que le valió el Nobel al investigador japonés Shinya Yamanaka el año pasado. Una de esas clínicas en China ofrece usar las mismas células  madre para curar 35 enfermedades, incluida la caída de cabello.
    Una de esas clínicas en China ofrece usar las mismas células madre para curar 35 enfermedades, incluida la caída de cabello.
Hace unos meses, en Beverly Hills, una mujer de 60 años pagó 20.000  dólares para inyectarse sus propias células madre en los párpados. Quería que desaparecieran sus arrugas, las comúnmente llamadas “patas de gallo”. Pero después de tres meses empezó a sentir que algo hacía click cuando parpadeaba. Le habían crecido huesos en el ojo.

“Durante una reunión de la Sociedad Internacional de Células Madre, el ministro de Salud chino dijo que iba a mandar a fusilar a todos los que hicieran tratamientos clandestinos y que le iba a cobrar la bala a la familia”, cuentaGustavo Sevlever, director de Docencia de la Fundación para la Lucha contra las Enfermedades Neurológicas de la Infancia (FLENI) de Argentina.

En el sitio Luckygunner, una bala calibre 38 cuesta 55 centavos de dólar. El tratamiento de Gabriel, 100.000. La cuenta parecería justificar el riesgo, al menos para las clínicas.

Durante 2012 se publicaron en medios nacionales, provinciales y locales argentinos más de cien noticias relacionadas con colectas para realizar tratamientos en China con implantes de células madre. En su gran mayoría se trataba de campañas destinadas a chicos y adolescentes de bajos recursos con terribles e irreversibles enfermedades degenerativas. Los títulos de las campañas eran siempre los mismos, sólo variaba el nombre propio: “Todos por Thiago”, “Todos por Santino”, “Todos por Chiara”, “Todos por Lola”. Sin embargo, y a juzgar por la condición irregular y costosa de los tratamientos, el título más adecuado sería “Todos por China”.
    “El ministro de Salud chino dijo que iba a mandar a fusilar a todos los que hicieran tratamientos clandestinos y que le iba a cobrar la bala a la familia”.
“Me dijeron ‘esto vale 30.000 dólares’ y casi me caigo muerta”, dice Alejandra. “Después de la primera impresión, terminás de leer y te dicen que tendría fecha para el mes que viene. ¿De dónde saco 30.000 dólares, más pasaje, más comida, más medicación, todo en un mes?”

La clínica Wu le ofrecía un plan de cuatro implantes de células madre, a razón de uno por semana. El servicio incluía hospedaje para el paciente y dos acompañantes, lavandería, enfermería, insumos descartables y la medicación que el paciente requiriera dentro del establecimiento. Antes de juntar un solo dólar, Alejandra sabía que debían ser dos viajes. Por lo tanto ya no eran 30.000 sino 60.000.

“Les expliqué que yo no tenía ese dinero, blanqueé desde el principio que yo iba a necesitar de la solidaridad de la gente. Creo que nunca entendieron lo que era. Cuando llegué y les mostré en la notebook cómo Gabriel llegó allá… la doctora lloraba. No les entraba en la cabeza que se hubiera hecho eso”.

El “eso” al que se refiere Alejandra es una recaudación de fondos en tiempo récord y que excedió sus expectativas. Comenzó pidiendo colaboraciones en el barrio, después organizó rifas y poco después ya estaba en el programa de televisión Intrusos de Jorge Rial.

“Al principio yo ponía la plata acá arriba de la mesa y empezaba a contar y habíamos juntado mil pesos [unos 125 euros]. Y te agarraba una desesperación terrible porque decías ‘no llego nunca más, no llego más’”. Alejandra tiene los ojos húmedos. Cuenta que la desesperación se convirtió en una idea. Juntar tapitas de plástico y venderlas. En ese momento les pagaban 2,5 dólares por cada kilo recolectado.
El taller del padre de Gabriel, lleno de botellas y tapitas donadas por la gente.
Lo primero que hizo fue sacar fotocopias con la cara de su hijo y la leyenda “Gabriel te necesita, juntamos tapitas”. Puso una dirección de correo electrónico y las llevó a los colegios del barrio. Abrió una cuenta de Facebook a nombre de él y esperó.  Al poco tiempo, el taller mecánico estaba lleno de bolsones de tapitas. Se llevaban cinco o seis bolsones por semana. Les llegaron donaciones desde todas partes. Santiago del Estero, Caleta Olivia, Colombia.

Saca cientos de comprobantes de depósitos bancarios y lee los nombres, escritos con lápiz en el reverso, de por lo menos treinta. Muestra los balances que iba a pedir al Banco Provincia de San Justo donde la suma sube y sube hasta llegar al número mágico: 30.000 dólares. A fines de 2011 ya habían reunido 80.000.

Podían viajar

Gabriel nació el 8 de marzo de 1996 en el Policlínico de San Justo y de inmediato quedó internado en la terapia intensiva de neonatología. El diagnóstico fue “parálisis cerebral producto de una cianosis de la membrana mucosa, apnea e hipoxia”. Gabriel, desde los primeros minutos de vida, necesitó ayuda. No podía comer porque no tenía reflejo de succión. Todo su cuerpo estaba agarrotado. No se movía, producto de la cuadriparesia —parálisis de los cuatro miembros— causada por la falta de oxígeno.
50.000 dólares por inyección es el coste del tratamiento en China, que incluye alojamiento del paciente, acompañantes y traslados.
Es notable la cantidad de instrumental médico del que depende Gabriel —tubos de oxígeno en el comedor, un equipo para medir la cantidad de oxígeno en la sangre al lado de la cama, una especie de nebulizador para aspirar el moco que podría ahogarlo sobre la mesa— y es llamativa la cantidad de profesionales de la salud que lo asisten desde hace 17 años.

Alejandra, Gabriel y su padrino, quien hizo de segundo acompañante —el padre tuvo que quedarse en Buenos Aires trabajando— llegaron a Ezeiza —rumbo a China— el sábado 24 de marzo de 2012. A las once de la noche despegó el avión de Qatar Airlines hacia Pekín. A las pocas horas aterrizó en Sao Paulo, Brasil. Volvió a despegar. Aterrizó en Doha, Qatar, diez horas después. Volvió a despegar. Aterrizó por última vez catorce horas más tarde en China. Fueron veintiocho horas de vuelo. 19.711 kilómetros recorridos por aire con un nene en brazos, una mochila de oxígeno al lado y un aspirador de mucosidad —la reciente traqueotomía de Gabriel lo requería— bajo el asiento.
Una eterna rutina

En el aeropuerto de Pekín los esperaba Lisa Sang, empleada de la clínica Wu y la asistente durante los días que pasaron en la institución. Apenas ingresados los médicos revisaron a Gabriel —electrocardiograma, saturación de oxígeno en sangre, signos vitales— y lo acompañaron junto a la familia a una habitación de un ambiente.

“Estar en China no te hace gracia porque estás lejos de tu casa, la comida aunque compres los mismos ingredientes no es igual y la carne es horrible, no se puede comer. Esa noche preparé algo para comer, nos bañamos y nos fuimos a dormir. No dábamos más”.
     El contenido de las bolsas que le administraban a Gabriel estaba compuesto por “medicamentos, células madre, minerales y vitaminas”.
Al día siguiente comenzó la rutina que se extendería por casi un mes. Todos los días a las 7 de la mañana una enfermera tomaba la temperatura y daba sus remedios y el desayuno a Gabriel. Desde la primera mañana y hasta la última le colocaron una vía —la administración de sustancias líquidas directamente en la vena a través de una aguja— por la que él recibió medicamentos con etiquetas escritas en chino, incomprensibles para la familia. Según pudo saber Alejandra, el contenido de estas bolsas del  tamaño de una botella de gaseosa de medio litro estaba compuesto por “medicamentos, células madre, minerales y vitaminas”. Gabriel tuvo que soportar seis por día, durante veinticinco días.

Después, la rehabilitación. Una terapeuta ocupacional, una quinesióloga y una fonoaudióloga hicieron su parte. Fue igual que en San Justo pero con miles de kilómetros y de dólares de diferencia. El resto del día era Alejandra la que seguía con ejercicios junto a Gabriel.

Nada de turismo. Nada de plaza de Tiananmen, nada de Gran Muralla China. Alejandra tenía prohibido abandonar la clínica con un paciente. Podía irse sola, pero Gabriel se quedaba dentro. Por lo que Alejandra prácticamente no salió.
    La historia clínica de una argentina fallecida, a diferencia de la de Gabriel y otros casos “exitosos”, no figura en la página web de la institución.
El viaje se repitió un año después. La colecta había sido lo suficientemente exitosa como para costear las dos visitas sin esfuerzo adicional. La rutina fue la misma. Otra vez las inyecciones. Otro mes de ejercicios de lunes a domingo.

“Lo empecé a sentar y una mañana me queda sentadito solo”, cuenta Alejandra, otra vez con los ojos llorosos. “Me quedé helada. Un día lo dejé de sostener y se quedó solo. No lo podía creer. Yo no lo suelto porque se llega a caer y ¡pum!, desbarranca. Él no tiene reflejo de defensa y va a pasar mucho tiempo hasta que lo pueda tener… si es que algún día lo puede tener. Yo no me conformo. Yo voy por más. Porque yo sé lo que él puede dar”. Hace una pausa y le acaricia el pelo a Gabriel. “Ojalá esto hubiese llegado antes para él. A lo mejor hubiéramos podido sacar mejores cosas”.

El Centro Médico en Células Madre Wu está ubicado en la calle Fengbao 198, distrito Fengtai, en Pekín, China. Pero si se introducen esos datos en el mapa deGoogle las coordenadas corresponden al Museo de las Tumbas de la Dinastía Han Oriental. Alejandra asegura que ahí está.

La clínica Wu es dirigida por el doctor Like Wu.  Se presenta como jefe de Neurología y manager director del instituto. Tiene representantes en Indonesia, Irán, Irak, Kazajistán, Corea, Malasia, Omán y Rusia, entre otros países.
    “Yo no me conformo. Yo voy por más. Porque yo sé lo que él puede dar”, dice la madre de Gabriel
Según su sitio de internet, Wu Stem Cells Medical Center trata, mediante el uso de células madre, distintas condiciones físicas como el párkinson, la esclerosis múltiple, la esclerosis lateral amiotrófica, lesiones cerebrales, parálisis cerebral, síndrome de Batten, atrofia muscular múltiple, ataxia cerebelosa, distrofia muscular, accidente cerebrovascular, epilepsia, encefalomielitis, diabetes, alzhéimer, lesiones de la médula ósea y —su último lanzamiento— tratamientos antiedad.

Fotomontaje del equipo médico de la clínica Wu. Like Wu, su director, está a la derecha.
Contactarlos no es difícil. Para hacerlo solo hay que completar un formulario con los datos del paciente, seleccionar a partir de un menú desplegable la enfermedad sobre la que se desea recibir información y esperar una semana la respuesta de la clínica solicitando más información por correo. Después de enviar la historia clínica, no pasan más de 20 días hasta que la persona es aceptada y se le da una fecha de recepción en Pekín. Esa aprobación viene con otro dato: el costo en dólares del tratamiento.

Además de a Gabriel Santoro, la clínica Wu asegura haber tratado más de 2.000 pacientes desde 2005. Entre ellos están Paula Agustina Torres —quien viajó en noviembre de 2009— y Tamara Alexia Godoy, quien lo hizo en septiembre del mismo año y nuevamente en marzo de 2010.
     ”Cobran muy caro y usan a los niños como conejillos de Indias, probando en ellos cientos de medicamentos”
Paula vive en José C. Paz —también en el conurbano bonaerense, también a miles de kilómetros de Pekín— y tiene lipofuscinosis, también conocida como enfermedad de Batten. Se trata de un trastorno del sistema nervioso, mortal y hereditario. Los síntomas aparecen durante la niñez con problemas de visión, convulsiones, lentitud en el aprendizaje y demencia. Quienes la sufren no suelen llegar a los 20 años.

En el caso de Paula, la enfermedad se manifestó a los cuatro años. Once después, su madre, Norma Alicia Santos —docente— y su padre Óscar Alejandro Torres —conductor de autobús— pudieron juntar 40.000 dólares para llevarla a la clínica Wu el 1 de noviembre de 2009. Poco más de dos años después, su hermana publicó un duro post en la red social Taringa: “Uno va con con mucha expectativa, y se encuentra con enfermeras que no saben sacar sangre, médicos que parecen no ser médicos, y demasiados medicamentos que el enfermo va a recibir. Cobran muy caro, y usan a los niños como conejillos de Indias, probando en ellos cientos de medicamentos”.
    Los profesionales chinos le dijeron a Alejandra que Gabriel debía regresar porque estaban sorprendidos con las mejoras. Ahora necesita 30.000 dólares más.
Los padres de Paula se enteraron de las posibilidades de tratar a su hija en China mediante un contacto con el padre de Tamara Alexia Godoy, Juan Bautista. La enfermedad era la misma. Las promesas orientales, también. Tamara fue una de las pioneras argentinas en viajar al Wu Stem Cells Medical Center y lo hizo desde Ushuaia, donde vivía con sus padres.  Fueron dos viajes. Murió este año. La historia clínica de estas dos argentinas, a diferencia de la de Gabriel y otros casos “exitosos”, no figura en la página web de la institución.

Gabriel y Alejandra volvieron de China el pasado 24 de abril. Era su segundo viaje. Un día antes de irse, los médicos le habían avisado a Alejandra que iban a tener que volver. Cuando escuchó este anuncio Alejandra se derrumbó. Iba a necesitar 30.000 dólares más. Pero para Alejandra el esfuerzo valía —y vale— la pena: los profesionales chinos le dijeron que Gabriel debía regresar porque estaban sorprendidos con las mejoras. Eso fue suficiente. En el camino al aeropuerto Alejandra pensaba en los 30.000 dólares que no tenía —ni tiene aún— pero sin olvidar que su hijo se había quedado sentado por primera vez.

“No sé cómo voy a hacer, pero algo voy a hacer. Lo voy a llevar como sea. Porque la vida de él lo vale. Cualquier cosita, un uno por ciento o un cincuenta por ciento es mucho. Y este tratamiento sirve, la célula madre sirve. Te lo digo sin lugar a dudas, fueron las células madre. Porque Gabriel tuvo los mejores terapeutas desde que nació y en 16 años nunca se sentó… fueron las células madre”.

Alejandra saca la sonda que alimenta a Gabriel. A través de ella le hizo pasar la merienda. Por primera vez  se separa de su hijo. Lo lleva hasta el colchón que está en el piso, frente al televisor donde pasa la mayor parte del día. La pantalla donde ella misma apareció —Crónica, Canal 7, Canal 9— pidiendo ayuda. Pidiendo dólares.

Después me acompaña hasta la puerta.

“Acordate que se aceptan donaciones. Si conocés algún famoso mandalo para acá”.

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