Un estudio vincula defectos de la placenta con el riesgo de autismo
El tratamiento temprano es clave para mejorar el estado de los pacientes
Jaime Prats Valencia25 ABR 2013 - 16:21 CET1
Es frecuente que el diagnóstico de un trastorno autista no llegue hasta que el niño cumple los tres o cuatro años. Y, sin embargo, los tratamientos más eficaces son los que se reciben durante el primer y el segundo año de vida del paciente. De ahí la importancia de contar con procedimientos de detección precoces, como el que acaba de presentar un equipo de investigadores de la Escuela de Medicina de la Universidad de Yale que describe cómo a partir del análisis de la placenta en el momento del nacimiento se puede determinar el riesgo de desarrollar autismo del bebé.
El estudio, que publica este jueves la edición electrónica de la revista Biological Psychiatry, se centra en dos aspectos del órgano del que parte el cordón umbilical y que hace de enlace entre la madre y el feto: la presencia de pliegues irregulares y, sobre todo, una proliferación irregular de un tipo de células denominadas trofoblastos (las primeras que se diferencian una vez se fecunda el óvulo y que forman la capa externa del blastocisto) que provoca que estén presentes en zonas donde no deberían aparecer.
Hasta el momento, el mejor indicador que existe para determinar si un niño tiene riesgo de desarrollar un trastorno autista tiene que ver con la historia familiar. Si ya tiene un niño afectado, la probabilidad de que una pareja vuelva a tener un hijo con el mismo problema se multiplica por nueve respecto a los padres que no tengan estos antecedentes.
Para llegar a los dos marcadores predictivos que describen en el trabajo, los investigadores de la Universidad de Yale, dirigidos por Harvey Kliman, y sus colaboradores del instituto de neurociencias Mind de la Universidad Davis de California sometieron a estudio a 117 placentas de bebés con hermanos afectados y, por ello, con alto riesgo de desarrollar trastornos autistas. Compararon los resultados de sus observaciones con los datos que extrajeron de otras 100 placentas que formaban el grupo de control y el resultado fue que en las placentas obtenidas de los niños considerados de riesgo encontraron hasta 15 inclusiones de trofoblastos (la presencia de estas células en zonas de la placenta donde no deberían estar) mientras que esta irregularidad solo se dio como máximo dos veces por placenta en el grupo de control. El riesgo serio comienza a partir de las cuatro inclusiones, según plantea Kliman en el trabajo.
“Es un estudio interesante”, comenta Fernando Mulas, jefe del servicio de neuropediatría del hospital La Fe de Valencia, “parece bastante contundente”. Mulas, que también es miembro del grupo de expertos en trastornos del espectro autista del Instituto de Salud Carlos III, vinculado al Ministerio de Sanidad, insiste en la importancia de comenzar el tratamiento de estos menores a la menor edad posible.
“Generalmente, si la familia ya tiene un niño afectado se practica un seguimiento estrecho al recién nacido para poder reaccionar ante los menores signos de alarma”, relata. Desde los seis u ocho meses ya se puede comenzar a detectar si el pequeño evita la mirada, si no responde a su nombre o no señala con el índice. Si estos indicios se confirman con un diagnóstico en firme, los especialistas recomiendan comenzar con una intervención temprana que consiste, básicamente, en sesiones de tratamiento conductual. “Es entonces, a edad temprana, cuando la plasticidad cerebral es mayor y los resultados son mejores”. La terapia se dirige fundamentalmente a potenciar las relaciones sociales, las capacidades comunicativas, el lenguaje y mejorar el comportamiento del menor.
Con métodos de diagnóstico precoces como el presentado por el grupo estadounidense, se podría realizar un mejor seguimiento de los casos con elevada probabilidad de desarrollar el problema, lo que implicaría una reducción de los tiempos de respuesta en el comienzo del tratamiento, explica Mulas. El especialista recuerda que uno de cada 100 niños desarrolla un comportamiento autista, en sus distintos grados y manifestaciones.
El estudio, que publica este jueves la edición electrónica de la revista Biological Psychiatry, se centra en dos aspectos del órgano del que parte el cordón umbilical y que hace de enlace entre la madre y el feto: la presencia de pliegues irregulares y, sobre todo, una proliferación irregular de un tipo de células denominadas trofoblastos (las primeras que se diferencian una vez se fecunda el óvulo y que forman la capa externa del blastocisto) que provoca que estén presentes en zonas donde no deberían aparecer.
Hasta el momento, el mejor indicador que existe para determinar si un niño tiene riesgo de desarrollar un trastorno autista tiene que ver con la historia familiar. Si ya tiene un niño afectado, la probabilidad de que una pareja vuelva a tener un hijo con el mismo problema se multiplica por nueve respecto a los padres que no tengan estos antecedentes.
Para llegar a los dos marcadores predictivos que describen en el trabajo, los investigadores de la Universidad de Yale, dirigidos por Harvey Kliman, y sus colaboradores del instituto de neurociencias Mind de la Universidad Davis de California sometieron a estudio a 117 placentas de bebés con hermanos afectados y, por ello, con alto riesgo de desarrollar trastornos autistas. Compararon los resultados de sus observaciones con los datos que extrajeron de otras 100 placentas que formaban el grupo de control y el resultado fue que en las placentas obtenidas de los niños considerados de riesgo encontraron hasta 15 inclusiones de trofoblastos (la presencia de estas células en zonas de la placenta donde no deberían estar) mientras que esta irregularidad solo se dio como máximo dos veces por placenta en el grupo de control. El riesgo serio comienza a partir de las cuatro inclusiones, según plantea Kliman en el trabajo.
“Es un estudio interesante”, comenta Fernando Mulas, jefe del servicio de neuropediatría del hospital La Fe de Valencia, “parece bastante contundente”. Mulas, que también es miembro del grupo de expertos en trastornos del espectro autista del Instituto de Salud Carlos III, vinculado al Ministerio de Sanidad, insiste en la importancia de comenzar el tratamiento de estos menores a la menor edad posible.
“Generalmente, si la familia ya tiene un niño afectado se practica un seguimiento estrecho al recién nacido para poder reaccionar ante los menores signos de alarma”, relata. Desde los seis u ocho meses ya se puede comenzar a detectar si el pequeño evita la mirada, si no responde a su nombre o no señala con el índice. Si estos indicios se confirman con un diagnóstico en firme, los especialistas recomiendan comenzar con una intervención temprana que consiste, básicamente, en sesiones de tratamiento conductual. “Es entonces, a edad temprana, cuando la plasticidad cerebral es mayor y los resultados son mejores”. La terapia se dirige fundamentalmente a potenciar las relaciones sociales, las capacidades comunicativas, el lenguaje y mejorar el comportamiento del menor.
Con métodos de diagnóstico precoces como el presentado por el grupo estadounidense, se podría realizar un mejor seguimiento de los casos con elevada probabilidad de desarrollar el problema, lo que implicaría una reducción de los tiempos de respuesta en el comienzo del tratamiento, explica Mulas. El especialista recuerda que uno de cada 100 niños desarrolla un comportamiento autista, en sus distintos grados y manifestaciones.
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