miércoles, 14 de octubre de 2009

El hallazgo de la telomerasa, una misión molecular



14 OCT 09 | El hallazgo de la telomerasa, una misión molecular
Los científicos explican los Nobel: Medicina
El descubrimiento abre más posibilidades para frenar el crecimiento de tumores.
El País, Madrid
MARÍA BLASCO


En los años setenta del siglo XX la investigación puntera en biología molecular estaba centrada en la secuenciación de genes. Fred Sanger acabada de desarrollar métodos que permitían leer el contenido de ADN de los genes, lo que ayudaba a desvelar su función. Por sus trabajos en secuenciación, Sanger recibió su segundo Premio Nobel de Química en 1980. Entre los cazadores de genes del laboratorio de Sanger en Cambridge (Reino Unido) se encontraba Elizabeth (Liz) Blackburn, una joven australiana fascinada por la investigación como modus vivendi (según sus propias palabras, en el mundo de la investigación se sentía segura).

Tras finalizar su tesis doctoral y convertirse en una experta en la tecnología de la secuenciación, Liz dio el paso, habitual en la carrera científica, de hacer una estancia postdoctoral en Estados Unidos. Eligió el laboratorio de Joe Gall en la Universidad de Yale, que estaba centrado en el estudio de los cromosomas.

Gall ya era famoso por aquel entonces por ser uno de los pocos científicos del momento que se tomaban un interés especial en apoyar la carrera de las mujeres investigadoras. El equipo investigador de Gall estaba formado por algunas de las mujeres que luego serían los pilares fundacionales del campo de la investigación en los telómeros (Elizabeth Blackburn, Ginger Zakian, Marie Lou Pardue) y también algunos hombres notables como Tom Cech (destacado investigador en telómeros y telomerasa, Premio Nobel en 1989 por el descubrimiento de las ribozimas).

El proyecto de Blackburn consistía en secuenciar los telómeros de un organismo unicelular bastante exótico, llamado Tetrahymena, que tiene la particularidad, muy ventajosa en este caso, de tener cientos de pequeños cromosomas. Los telómeros habían sido descubiertos en los años cuarenta del siglo XX por los investigadores Hermann Müller y Barbara McClintock, quienes estudiaban la estabilidad de los cromosomas de la mosca del vinagre (Drosophila) y del maíz, respectivamente. Éstos observaron de manera independiente que la parte del final de los cromosomas (telómero, del griego telos -parte- y meros -final-, término acuñado por Müller) tenía una naturaleza especial que evitaba que los cromosomas se fusionaran o degradaran.

Ambos investigadores recibieron el premio Nobel años después, aunque no por el descubrimiento de los telómeros sino por sus trabajos sobre los efectos mutagénicos de la radiación en el caso de Müller y por la descripción de los elementos genéticos móviles en el caso de McClintock . Desde los años cuarenta hasta que Blackburn se dispuso a secuenciar los telómeros transcurrieron más de 30 años, durante los cuales los telómeros estuvieron en el olvido más absoluto.

En 1978, tanto Blackburn como Gall quedaron un tanto decepcionados al ver por primera vez la secuencia de los telómeros de Tetrahymena. Se trataba de una secuencia repetida (TTGGGG) y heterogénea en longitud, algo que ciertamente no daba muchas claves sobre su funcionamiento. Además, no era lo que esperaban: por aquel entonces estaban de moda unas estructuras del ADN en horquilla al final de los cromosomas lineales de algunos virus, lo que les permitía resolver el problema de la replicación terminal. Este problema es famoso en biología y lo identificó James Watson, el descubridor de la estructura del ADN. Consiste en el hecho de que las enzimas que sintetizan el ADN son incapaces de copiar los extremos lineales del ADN.

Al ser el único telómero secuenciado, y además tratarse de un organismo tan freaky (en palabras de Blackburn), no estaban seguros de como de universal era su descubrimiento. Así, la primera descripción de la naturaleza de los telómeros se publicó en una revista modesta. Tras abandonar el laboratorio de Gall para establecer su propio grupo de investigación, Blackburn decidió centrarse en el estudio de los telómeros. Evidencias de varios grupos, incluidos los propios trabajos de Blackburn y su colaborador Jack Szostak, sugerían que tenía que haber una actividad capaz de sintetizar telómeros de novo. En 1982, Blackburn y Szostak propusieron que tendría que tratarse de una transferasa terminal, un enzima ya descrito por aquel entonces que era capaz de añadir secuencias a los extremos de ADN de novo. Independientemente, los laboratorios de Blackburn y Szostak se embarcaron en la búsqueda de la transferasa terminal de los telómeros.

En 1984, Liz consiguió convencer a una jovencísima Carol Greider de que realizara su tesis doctoral en su laboratorio. Su proyecto consistiría en el descubrimiento del enzima que alargaba los telómeros. Por lo arriesgado del proyecto, Liz había tenido dificultades en conseguir la atención de los estudiantes predoctorales, pero Carol no lo dudó ni un segundo. A los pocos meses, el 25 de diciembre de 1984, Carol obtuvo la primera evidencia de que tal enzima existía. Por aquel entonces apenas tenía 23 años y había hecho un descubrimiento trascendental que ahora se ha reconocido con el premio Nobel. Poco después se dieron cuenta de que no se trataba de una transferasa terminal, sino de una transcriptasa en reverso, que necesita de una molécula de ARN para su funcionamiento y a la cual denominaron telomerasa. La telomerasa era, por tanto, el mecanismo de mantenimiento de los extremos de los cromosomas eucarióticos. Ya fue sólo una cuestión de tiempo demostrar su predicha importancia para el cáncer y el envejecimiento.

En 1990, Cal Harley, Bruce Futcher y Carol Greider demostraron por primera vez que los telómeros se acortaban asociados al proceso de envejecimiento y propusieron la hipótesis telomérica, según la cual las células normales tienen dormido (silenciado) el gen de la telomerasa y, por tanto, sus telómeros se acortan progresivamente hasta que finalmente determinan el final proliferativo de las células. En contraste, las células cancerosas despiertan el gen de la telomerasa y gracias a ello pueden mantener sus telómeros indefinidamente y así multiplicarse sin límite.

Una explosión de estudios por multitud de laboratorios verificó en pocos años que esta hipótesis era correcta. Hoy en día la telomerasa tiene un interes biomédico doble. Por un lado, se intenta eliminar de las células tumorales para así frenar el crecimiento del tumor y, por otro lado, su reactivación se ve como una promesa para alargar la vida de las células.

Tras los laureles del Nobel, todos los investigadores en este campo esperamos que algún día la investigación en telomerasa sirva para hacer más efectivo el tratamiento de enfermos de cáncer y de aquellos que sufren enfermedades asociadas al envejecimiento. ¿Y por qué no soñar? Quizás estemos ante la fuente de la eterna juventud.

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