sábado, 23 de mayo de 2015

SÍNTOMAS ► IntraMed - Arte y Cultura - "Síntomas"

IntraMed - Arte y Cultura - "Síntomas"





Un relato que pone en escena las dificultades de la comunicación en medicina | 18 MAY 15
"Síntomas"
Un cuento que le hará reflexionar acerca de los límits del lenguaje y del peligro de responder automáticamente a las demandas de los pacientes.
 (1)
Autor: Alberto Astorga Fuente: IntraMed 
Un vaso que se rompe, una camisa sin un botón, una mancha en la corbata o como aquella mañana no haber oído el despertador. Tonteras así, cosas que a cualquiera le parecerían nada a veces para Hugo eran un mundo y le hacían pensar en algo irremediable dentro suyo.

Tarde otra vez.

Llegó al hospital y se escurrió hasta su consultorio con el sigilo de un preso en fuga. Allí se puso el guardapolvo, se colgó el estetoscopio al cuello y sintió que parecer un médico lo curaba.

Entreabrió la puerta y espió la sala de espera. Cada mañana, como si fuera la primera vez, cedía al asombro por todas esas vidas allí reunidas en suspenso y sin más propósito que él las nombrara por el apellido. De tanto en tanto, sin malicia, con la única intención de sumar una variable a las tantas que determinaban la arbitrariedad de toda esa gente allí sentada, cambiaba el orden de llamado de los pacientes. Le parecía que no todo estaba perdido cuando una inofensiva señora de tapado con botones enormes, retomaba el control de su vida y se encocoraba poniendo el grito en el cielo porque era su turno ya que tenía bien claro que Sánchez, a quien no conocía pero sí al gordo morocho de jogging que se levantó cuando dijeron Sánchez, había llegado mucho después que ella. Si, como casi siempre, nadie reaccionaba, todo aquello pasaba a ser un exceso, una broma idiota y sabía que nunca le creerían que no había querido burlarse de toda esa gente que parecía no tener cura.

Romantino era en aquella mañana el primer nombre de la lista.

- Romantino, Luis Romantino - llamó Hugo y un hombre que se derramaba desde su silla se levantó con esa resignación que tanto nos apena de las vacas. Fue apenas verlo que Hugo supo que Romantino era uno de esos casos en los ni bien le diera los buenos días tendría que calzarse un guante de látex en su mano derecha, lo que siempre hacía de modo ampuloso, riéndose para sus adentros, levantando el brazo y moviendo la mano en lo alto como un torturador que presume con sus pinzas.

- Puede vestirse, Romantino – le dijo Hugo al terminar dándole una palmada con la mano sin enguantar.

Transcurrieron un par de horas y con ellas una decena de apellidos. Llegó el turno de Alderete, Hugo miró el reloj y vio que ya no tenía retraso.

- Mabel Alderete - llamó Hugo sin levantar los ojos de la lista que tenía en la mano.

- ¡Presente!… yo soy Alderete – dijo una mujer desde el fondo de la sala alzando la mano -¿Por acá doctor? – preguntó señalando una puerta y, sin esperar la respuesta, entró y  se sentó en la silla que enfrentaba el escritorio.

- ¿Alderete, no es cierto?... A ver, Alderete, cuénteme, ¿en qué puedo ayudarla? – dijo Hugo ya sentado frente a ella.

Mabel hundió su cabeza entre los hombros lo que la redujo más allá del metro y medio que quién sabe si llegaría a medir y curioseaba el lugar girando como un búho sus ojos redondos detrás de un par de cristales gordos que eran como dos peceras agarradas de su nariz.

- Cuénteme, Mirta – la animó Hugo

- Mabel, doctor – dijo con una vocecita repleta de alfileres que parecía salir de un lugar distinto a la boca –, creo que no lo voy a sorprender si le digo que estoy con una molestia. Imagino que todos vendrán por lo mismo.

Hugo ya tenía previsto lo que entonces habría de suceder, sabía la secuencia al detalle. Sería apenas una cuestión de una media palabra, de un gesto o, ni siquiera, simplemente de esperar en silencio para que esa mujer se sintiera habilitada para repetir y  repetir la palabra orina de modo desconsiderado. Hugo guardaba para sí un secreto: promediando su residencia en urología había desarrollado una especial aversión por la palabra orina o, más aún, la peor de todas: micción. Ya que no había forma de evitar el  escucharlas, como urólogo se había impuesto la hazaña de ejercer su profesión evitando al menos pronunciar esas palabras. Cuando llegaba el momento las reemplazaba con gestos y si no podía hacerse entender, poco menos que apostando al ridículo, se arriesgaba incluso a cierta onomatopeya con el clásico psssss... mientras hacía con la mano un movimiento inexplicable pero que claramente variaba según se tratara de un hombre o de una mujer. Cuando estos recursos fallaban, llegado el caso extremo de tener que pronunciar alguno de estos horrores, lo hacía sílaba por sílaba, casi recitando, cosa que quedara claro que lo que decía estaba amparado por comillas, que se trataba de una cita, de algo leído en un texto académico y no de palabras propias.

Pero en este caso sus previsiones fallaron. Hugo, que  había preparado sus oídos para lo peor, empezó a inquietarse en medio de un silencio obstinado, incómodo.  Mabel en vez de hablar se aplicó a tamborilear en el escritorio y tararear una melodía irreconocible.

- A ver, Mabel, cuénteme un poco más de esta molestia…

- Bueno doctor, le comento, yo fui docente. Ya me jubilé, hace unos meses, no por edad – le aclaró – sino en forma anticipada por una afonía crónica. Literalmente, doctor, me estaba quedando muda. ¿Qué digo?, si yo no lo vengo a ver por esto. Bueno, ¿cómo empezar?... yo tengo esta…  ¿molestia?… desde siempre, desde chica le diría. Si no consulté antes no ha sido por  desaprensiva es que no sabía que tenía esto; recién ahora que estoy retirada se me ha dado por pensar en mi misma y este asunto no me deja tranquila… – Mabel, hizo un gesto como si hubiera desistido de seguir hablando, cerró los ojos y se puso a tamborilear otra vez.

- Y, ¿entonces?, cuénteme Mabel… - se impacientó Hugo

- No sé doctor, a ver… ¿podría decirle que se trata de… de… un desasosiego…? eso, eso es, un desasosiego - dijo Mabel y dio un largo suspiro para seguir con su melodía.

- Un desasosiego – repitió Hugo como si tuviera un gajo de limón en su boca – un desasosiego…. Mirta, ¿podría ser más específica?… supongo que todo esto ocurrirá cuando va al baño…

- Mabel doctor, pero si ya le dije: Mabel doctor…. Sí, quizás tiene usted razón, en el baño puede ser que sea peor porque, ¿cómo decir?, allí una está sola y ¿vio? en fin, usted comprende, allí no es que haga algo indebido pero, claro, allí no hay nada que a una la distraiga de una misma y entonces el asunto se pone peor. Pero, como le dije, por estos días me estoy acordando de que yo ya de chiquita tenía estas sensaciones. Ya sabe, era de padecer esos desagrados menudos, esas neuralgias tenues, eso que es menos que un dolor pero claro, como en esa época no estaba atenta, enseguida se me confundía con el aburrimiento. Seguramente a usted le pasó.

- ¿Si a mí me pasó?, ¿lo del aburrimiento? Si, claro, algo así me pasa en las escaleras mecánicas… pero no, Mabel, ¿qué le parece si mejor me cuenta algo más de la molestía de la que me hablaba al principio…

- A mí me parece más interesante seguir con lo del aburrimiento pero, como usted diga, doctor… hablemos de la molestia entonces, aunque le advierto que es difícil. Usted vio que a veces uno sabe algo desde siempre pero nunca tuvo la necesidad o quizás la valentía de ponerle nombre y esa cosa se queda dando vueltas por quién sabe dónde. Bueno, yo creo que todo eso se me ha acumulado en un ridículo enorme. Lo que yo tengo, doctor, es un ridículo que se me va moviendo por el cuerpo.

- ¿Así que usted tiene un  ridículo que se le mueve por el cuerpo?... ¿por dentro o por fuera?

- No doctor… acá no estamos para hablar de cosas que se ven, yo no le hablo de andar con un sombrero verde o con un poncho en la playa…  a mi preocupa algo que no se ve. Mire, doctor… ¿doctor…?

- Consoli – dijo Hugo

- Mire, doctor Consoli – Yo no soy una ignorante, soy docente le dije; no se me escapa que esto de hacer de un adjetivo un nombre es casi un escándalo … pero lo que pasa es que recién ahora, casi a la vejez, he tenido la desgracia de darme cuenta de que este ridículo al que durante tantos años he creído predicado ahora resulta ser sujeto y anda ahí, suelto, siento que se me mueve para todas partes y, ¿sabe, doctor?, ahora en estos días me hace llorar mucho, porque tal vez sea tarde para poder hacer algo …

- ¿Cómo es eso, Mabel?

- Ahora que estoy jubilada no tengo otra cosa que yo misma y  me he dado cuenta de que hubo montones de cosas(a cada rato descubro una) a las que el pensamiento no se ha dignado a ponerles nombre y entonces han estado dando vueltas por años como murciélagos y me parece que me han ensuciado toda por dentro. Yo ya no sé si será por pereza o cobardía pero el pensamiento que lo único que tiene que hacer es ponerle nombres a las cosas no ve o no quiere ver ciertos asuntos y así es como todo se acumula, las causas de las cosas desaparecen y queda un enorme ridículo que una ya no sabe por qué es.

- Que curioso… así que usted me habla de un ridículo sin nombre…

- No pudo decirlo mejor. No hay duda, creo que la vergüenza es lo nuestro…

- No, Mabel, ¿qué le parece si me cuenta algo más de la molestia? Cuando sucede, ¿es antes, durante o después…? – insistió Hugo.

- ¿Antes, durante o después qué, doctor?

- No, sé… la molestia, la sensación, el ardor… supongo.

Mabel cerró un ojo, lo miró fijo con el otro que pareció agrandarse y movió la cabeza de un lado a otro como si quisiera negar algo. A Hugo le pareció reconocer esa mímica de pájaro pero Mabel en vez de piar estalló en una carcajada que dejo ver unos dientes filosos:

- ¿Ardor?... ¿cómo se le ocurre?... ¿desde cuándo el ridículo arde? No, doctor, ardor no, es lo contrario, justamente por no encontrarle un nombre es como si se me hubiera hecho una ausencia que se me mueve por todas partes del cuerpo.

- Olvídese del ardor entonces… ¿hace mucho que viene sintiendo esta… dificultad…?

- Bueno, si quiere usted llamarlo así… pongámosle dificultad… qué curioso que pretenda hacer sencillas las cosas justamente usando la palabra dificultad. Bueno, si insiste en esa palabra, le diría que sí, ya se lo dije, desde hace mucho tiempo que vengo sintiendo esta… dificultad, tanto que no podría decirle si algún día empezó… - explicó Mabel

- A ver, la voy a ayudar – dijo Hugo mientras entrelazaba los dedos de las manos, tratando de parecerse a un médico -  creo que la comprendo, el síntoma, esa dificultad a la que creo usted refiere Mabel, nosotros la llamamos vacilación urinaria…

- Ah, por fin veo que me comienza a comprender doctor, en especial por lo de la vacilación… en eso salgo a mi mamá…, pero si debo serle sincera… - Mabel bajó el tono de voz y se inclinó sobre el escritorio como si fuera a confiarle un secreto – si debo serle sincera, más que vacilación lo mío es perplejidad. Sí, perplejidad, porque si yo supiera al menos qué nombre ponerle a lo que me pasa. ¿Sabe?, a mi conocer el nombre de las cosas me da tranquilidad, por eso es que he resuelto ver a médicos a muchos médicos. ¿Quiénes sino ustedes para ponerle nombre a todo? Una los va a ver creyéndose sana, ustedes le ponen nombre a algo que no veíamos y salimos enfermos, apenas damos dos pasos que nos empieza a doler lo que antes no nos dolía. Otras veces nos creemos enfermos y ustedes nos curan dándonos un nombre distinto al que nosotros temíamos. ¿Usted sabe un nombre, doctor, para todo esto que le estoy contando?

- Ah… no, Mabel, aunque usted no lo crea los urólogos tenemos muchos menos cosas que el resto de la gente para ponerles nombre ¿qué nombre está usted buscando, Mirta?

- Mabel, doctor…

- Discúlpeme, señora…

- Señorita – corrigió Mabel

- Bueno, señorita… a ver si nos dejamos de adivinanzas – dijo Hugo ofuscado, casi sin aire - como no me ayuda demasiado, en primer lugar se me va a tener que hacer unos estudios… tenemos que hacernos una idea de qué anda pasando por ahí. Si como pienso, algún bichito anda molestando le damos el antibiótico adecuado…
Mabel se enderezó, puso sus brazos en jarra y otra vez la cara de pájaro:

- ¿Bicho?, ¿bichito?... ¿de qué bichito me está hablando?

– Haga de cuenta que no escuchó la palabra, tiene usted razón, es un modo idiota y muy poco profesional de referirse a las bacterias… ¡hágase estos análisis! – dijo Hugo mientras garrapateaba en su recetario de modo frenético algo que no parecían letras.

Mabel recibió el papel, lo acerco a dos o tres centímetros de los lentes y silabeó en voz alta lo que leía.

- Doctor ¿estos estudios, son de esos en los que hay que andar escondiendo un frasco? – preguntó Mabel.

- ¿Cómo que andar escondiendo un frasco?

- Si, doctor, por favor no haga que se lo explique… alguna vez lo he hecho y es así, una va con el frasquito y se anda escondiendo.

- ¿Sabe Mabel?, es cierto, tiene usted razón, la gente anda de lo más incómoda con los frasquitos ésos – respondió Hugo divertido.

- No es asunto de risa, doctor. De un tiempo a esta parte tengo la sensación que ando con lo peor mío a la vista y paciencia de cualquiera, como si caminara con un frasco de esos enorme con todo aquello dentro. Sin embargo parece que usted no ve nada.

- La verdad, señora… perdón, señorita, no veo como puedo ayudarla con este asunto del frasco – dijo Hugo volviéndole a dar la receta que había quedado sobre el escritorio.

- Doctor, dígame, a usted le parece… - Mabel se puso colorada, hizo una pausa mientras abría y cerraba la boca diciendo cada vez la primera sílaba de una palabra que parecía descartar por inapropiada.

- ¿Si? – preguntó Hugo para ayudarla a terminar la frase.

- Doctor Consoli - dijo Mabel con la receta en la mano y apoyándose contra el respaldo de la silla. – A ver, doctor Hugo Consoli, dígame, sacó sus lentes y sus ojos quedaron perdidos en su cara, bizqueando del tamaño dos lentejas – ¿tiene usted idea de lo que me anda pasando?

- No sé, Mabel

- Con todas esas palabras raras y esos aparatos que tienen. ¿Cómo es que no saben? Doctor, lo que yo tengo, por cómo se siente, es más real que los riñones que a usted seguramente tanto le preocupan y que yo no sé siquiera dónde están. Lo que yo tengo es tan contundente como los huesos o los pies ¿cómo es que no sabe? Voy al cardiólogo me muestra una tira con un jeroglífico y me dice que no hay nada, el traumatólogo después de encerrarme en un tubo inmenso me muestra lo que parece mi fantasma cortado en rodajas y me dice que tampoco vio nada, no le cuento las cosas que me hizo hacer el ginecólogo. ¿Dígame, doctor Consoli, piensa usted que mandándome a hacer eso adentro de un frasco se va a ver algo de todo lo que yo le digo?

- Allí se va a ver lo que podemos ver los médicos… para lo otro no sé lo suficiente - respondió Hugo.

- Ah, no doctor, si he sido clarísima. ¿Quiere saber más todavía? Yo podría contarle un par de secretos que tengo (le aseguro que ya no me quedan más que dos o tres) pero no creo que usted le sirvan y, aparte, yo ya lo sé, los secretos que adentro nuestro son tanto apenas se cuentan pasan a ser nada. No doctor, una no puede andar mostrándose así tan hasta el borde, hay que quedarse con algo para ¿vio? No me imagino vivir sin secretos, una así termina por creerse muy poca cosa.

- La verdad, señora… perdón, señorita, nunca había pensado esto, pero sinceramente no me imagino cómo puedo ayudarla – dijo Hugo dándole de nuevo la receta.

- Doctor, doctor Consoli dígame: ¿nada de lo que le he contado le resulta familiar?

Hugo guardo silencio.

- Hugo Consoli – dijo Mabel agitando la receta que le había dado Hugo – Hugo Consoli…  ¿sabe?, usted no habla demasiado, pero su mirada, hasta su letra, me cuentan que usted sabe bastante más de lo que me dice. Si entre nosotros no nos ayudamos…

- Lamento no poder hacer nada, Mabel

- No le creo. Hugo. ¿Puedo llamarlo Hugo?... Como veo que usted me entiende, le voy a contar algo más porque en esto hay una oportunidad. Yo acepto la vida que me toca, no me quejo. La otra noche me sorprendí yendo a dormir con apenas un té con leche y un par de tostadas y me dije es así Mabel, ya entraste en la edad en que cada vez más la cena se parece al desayuno y, ¿sabe?, no me importó demasiado. Tomo mi té sola en casa, prendo la radio y escucho por un rato esos programas a los que llaman mujeres solas y cuentan cosas mientras un perro que imagino lanudo ladra por detrás. Cualquiera que me viese pensaría que soy igual a esas mujeres, pero tengo la certeza de que no, de que soy distinta, que, justamente, ese ridículo, esa piedra que está dentro mío y por la que vengo preguntando últimamente es lo que me hace distinta. Es raro, doctor, pero eso por lo que le pregunto a veces no duele y me hace sentir muy feliz ¿Sabe de lo que le hablo?

- Tal vez, pero no tengo ni idea aproximada de cómo ayudarla – dijo Hugo mirando al escritorio.

- ¿Seguro?

- Seguro, Mabel.

- Qué pena. Con usted  ya perdí la cuenta de cuantos he ido a consultar y nadie parece saber nada… un misterio. Es tan visible para mi, tan duro, tan palpable que imaginé que sería asunto de casi todos.

- Yo creo, Mabel, que le conviene hacerse estos estudios así por lo menos descartamos algunas cosas – le dijo Hugo dándole otra vez la receta mientras se levantaba.

- ¿Cuáles, esos del frasco?

- Si, los del frasco - respondió Hugo ya desde la puerta.

Mabel se levantó de su silla y al pasar a al lado de Hugo estiró sus brazos y colgándosele de cuello alcanzó a darle un beso en la mejilla. Siguió caminando hacia la salida.

- Si, usted sabe, yo sé que usted sabe – le dijo Mabel cómo despedida desde el medio de la sala de espera.
Hugo miro a su alrededor para ver si alguien había reaccionado pero no, como siempre todas esas caras en suspenso, todos atentos como perros a que él les diga una palabra.

- González - llamó Hugo.

Sólo con ver a González supo qué debía hacer. No es nada González, lo tranquilizó Hugo. Pero entonces, otra vez, lo mismo. Podían ser tonteras, cosas que a cualquiera le parecerían nada, no haber oído el despertador como aquella mañana o esa Mirta o quien sabe cómo se llama. Cosas así eran las que a veces a Hugo le hacían creer que había dentro suyo algo irremediable.

- Puede vestirse, González – le dijo Hugo al terminar dándole una palmada con la mano sin enguantar.


El autor: Alberto Jorge Astorga. Nacido en Buenos Aires el 18/11/56. Abogado UBA 1983 especializado en cuestiones vinculadas a la producción audiovisual en cine y televisión. Ha desarrollado su actividad literaria como asistente a los talleres de narrativa de Hebe Uhart, Inés Fernández Moreno y Juan Martini.

No hay comentarios:

Publicar un comentario