Un arma eficaz contra la resistencia a los antibióticos
Científicos daneses descubren cómo alternar entre los fármacos adecuados erradica a las bacterias más pertinaces
Los antibióticos fueron uno de los grandes avances de la medicina moderna y, en justa correspondencia, su pérdida de eficacia es uno de los grandes problemas de la contemporánea. Cuanto más usamos –y abusamos de— los antibióticos, más resistentes se hacen las bacterias a ellos, hasta el extremo de que buena parte de la mortalidad hospitalaria se debe a agentes infecciosos refractarios a cualquiera de estos fármacos o sus combinaciones. Científicos daneses presentan ahora una solución asombrosamente simple: alternar entre ciertos pares exactos de antibióticos.
No vale alternar cualquier antibiótico con cualquier otro, como ya saben muchos que lo han hecho. Por ejemplo, el cloranfenicol puede alternarse con la polimixina B, pero no con la fosfomicina ni con la rifampicina; la tetraciclina puede alternarse con la colistina, la nitrofurantoína o la estreptomicina, pero no con la kanamicina o la amoxicilina. Cada par de antibióticos útil para combatir la resistencia es un mundo, y no podía predecirse a partir de primeros principios. Ahora, hay que usar la lista de los biólogos daneses.
Cambiar al paciente de un antibiótico a otro es una práctica obvia y extendida cuando surgen resistencias –aunque no siempre eficaz—, pero el trabajo de hoy va mucho más allá, al identificar las secuencias de fármacos exactas que permiten erradicar la resistencia y al desarrollar un sistema racional. Lejla Imamovic y Morten Sommer, del departamento de biología de sistemas de la Universidad Técnica de Dinamarca, en Lyngby, presentan hoy en Science Translational Medicine, —la subsidiaria de la revista Science dedicada a investigaciones de evidente o inmediata utilidad médica— una lista de los pares de antibióticos cuya alternancia evita la aparición de resistencias en las bacterias.
Los autores reconocen que sus resultados no pueden llegar a la práctica clínica sin superar antes los ensayos clínicos que demuestren su seguridad y eficacia. Sus experimentos se han llevado a cabo in vitro, con una bacteria modelo de laboratorio –Escherichia coli, un habitante tradicional del intestino humano— y técnicas de evolución artificial para hacerla resistente a cada uno de los 23 antibióticos más utilizados en la práctica médica.
También han confirmado sus resultados con dos cepas bacterianas aisladas de pacientes, ambas recogidas en los hospitales daneses por constituir casos notables de multirresistencia, o resistencia simultánea, a media docena de los antibióticos más valiosos. Y sus conclusiones se mantienen con ese material más realista: utilizar los pares de antibióticos correctos suprime la resistencia. ¿Hay posibilidades, entonces, de abordar los ensayos clínicos a corto plazo?
“Sí”, responde Sommer a EL PAÍS, “creemos que este concepto, el ciclo de sensibilidad colateral, será directamente aplicable para el tratamiento de pacientes, puesto que los antibióticos que hemos usado en nuestro estudio ya están aprobados por los reguladores sanitarios; obviamente, estos ensayos requieren que el médico evalúe su validez clínica; en el caso de las infecciones crónicas, pensamos que los ciclos de sensibilidad colateral tienen un fuerte potencial de impactar en la práctica clínica”.
La “sensibilidad colateral” a la que se refiere Sommer es el concepto central de su investigación y se trata de lo siguiente. Cuando una población de bacterias se ve atacada por un antibiótico, lo habitual es que intente adaptarse a él. Este proceso, aparentemente dotado de un propósito presciente, se basa en realidad en la más ciega lógica darwiniana: las meras variantes aleatorias que, por casualidad, resultan vivir un poco mejor en el nuevo ambiente tóxico causado por el fármaco sobreviven y se reproducen más que el resto; la repetición de este proceso durante muchas generaciones –y una generación de bacterias puede durar tan poco como 20 minutos— acaban generando una población de bacterias resistentes al antibiótico en cuestión.
El descubrimiento de Imamovic y Sommer es que ese proceso de adaptación para resistir a un antibiótico genera siempre una hipersensibilidad a otro antibiótico. No a cualquier otro, sino a un antibiótico concreto de una lista de 23, o a lo sumo a unos pocos de esa lista. La explicación es bien curiosa: que la adaptación a los antibióticos se basa en el ajuste fino de una red de genes interrelacionados: una red genética que, literalmente, se ocupa de bregar con los desafíos químicos del entorno. Y al tocar la red para resistir a un antibiótico, a la bacteria le resulta inevitable hacerse muy vulnerable a otro.
En la lógica profunda de las redes metabólicas y de los circuitos genéticos que las codifican –o las significan— yace una balanza que imparte una suerte de justicia bioquímica. Siempre es posible adaptarse a una agresión, pero nunca sale gratis.
Las resistencias a los antibióticos llevan décadas creciendo en los entornos hospitalarios, y cada vez más en cualquier otro entorno. La razón es el uso extensivo —en el caso de los hospitales— o directamente el abuso –en el de la recetitis con que se viene tratando la soledad en estos tiempos duros— de estos fármacos esenciales, que junto al saneamiento de las aguas se han podido apuntar el grueso de la duplicación de la esperanza de vida que han conseguido las sociedades occidentales en el siglo XX. Y de la que esperan alcanzar los países en desarrollo en el XXI, y mejor antes que después.
El trabajo de los científicos daneses se centra en los antibióticos, pero la aparición de resistencias no es ni mucho menos una peculiaridad de estos fármacos: lo mismo ocurre con los tratamientos para la tuberculosis, los paliativos de la malaria o la quimioterapia contra el cáncer. Sommer cree que su estrategia de ciclos de “sensibilidad colateral” puede tener relevancia también en esos campos alejados de su experimentación.
“En el caso del cáncer”, sigue diciendo a este diario, “se sabe también que el desarrollo de resistencia a la quimioterapia en el tumor puede resultar en sensibilidad colateral (hipersensibilidad a un fármaco distinto); de acuerdo con esto, también vemos un potencial notable para aplicar los ciclos de sensibilidad colateral a los tratamientos del cáncer”.
En la variedad no solo está el gusto: también la vida.
No vale alternar cualquier antibiótico con cualquier otro, como ya saben muchos que lo han hecho. Por ejemplo, el cloranfenicol puede alternarse con la polimixina B, pero no con la fosfomicina ni con la rifampicina; la tetraciclina puede alternarse con la colistina, la nitrofurantoína o la estreptomicina, pero no con la kanamicina o la amoxicilina. Cada par de antibióticos útil para combatir la resistencia es un mundo, y no podía predecirse a partir de primeros principios. Ahora, hay que usar la lista de los biólogos daneses.
Cambiar al paciente de un antibiótico a otro es una práctica obvia y extendida cuando surgen resistencias –aunque no siempre eficaz—, pero el trabajo de hoy va mucho más allá, al identificar las secuencias de fármacos exactas que permiten erradicar la resistencia y al desarrollar un sistema racional. Lejla Imamovic y Morten Sommer, del departamento de biología de sistemas de la Universidad Técnica de Dinamarca, en Lyngby, presentan hoy en Science Translational Medicine, —la subsidiaria de la revista Science dedicada a investigaciones de evidente o inmediata utilidad médica— una lista de los pares de antibióticos cuya alternancia evita la aparición de resistencias en las bacterias.
Los autores reconocen que sus resultados no pueden llegar a la práctica clínica sin superar antes los ensayos clínicos que demuestren su seguridad y eficacia. Sus experimentos se han llevado a cabo in vitro, con una bacteria modelo de laboratorio –Escherichia coli, un habitante tradicional del intestino humano— y técnicas de evolución artificial para hacerla resistente a cada uno de los 23 antibióticos más utilizados en la práctica médica.
También han confirmado sus resultados con dos cepas bacterianas aisladas de pacientes, ambas recogidas en los hospitales daneses por constituir casos notables de multirresistencia, o resistencia simultánea, a media docena de los antibióticos más valiosos. Y sus conclusiones se mantienen con ese material más realista: utilizar los pares de antibióticos correctos suprime la resistencia. ¿Hay posibilidades, entonces, de abordar los ensayos clínicos a corto plazo?
“Sí”, responde Sommer a EL PAÍS, “creemos que este concepto, el ciclo de sensibilidad colateral, será directamente aplicable para el tratamiento de pacientes, puesto que los antibióticos que hemos usado en nuestro estudio ya están aprobados por los reguladores sanitarios; obviamente, estos ensayos requieren que el médico evalúe su validez clínica; en el caso de las infecciones crónicas, pensamos que los ciclos de sensibilidad colateral tienen un fuerte potencial de impactar en la práctica clínica”.
La “sensibilidad colateral” a la que se refiere Sommer es el concepto central de su investigación y se trata de lo siguiente. Cuando una población de bacterias se ve atacada por un antibiótico, lo habitual es que intente adaptarse a él. Este proceso, aparentemente dotado de un propósito presciente, se basa en realidad en la más ciega lógica darwiniana: las meras variantes aleatorias que, por casualidad, resultan vivir un poco mejor en el nuevo ambiente tóxico causado por el fármaco sobreviven y se reproducen más que el resto; la repetición de este proceso durante muchas generaciones –y una generación de bacterias puede durar tan poco como 20 minutos— acaban generando una población de bacterias resistentes al antibiótico en cuestión.
El descubrimiento de Imamovic y Sommer es que ese proceso de adaptación para resistir a un antibiótico genera siempre una hipersensibilidad a otro antibiótico. No a cualquier otro, sino a un antibiótico concreto de una lista de 23, o a lo sumo a unos pocos de esa lista. La explicación es bien curiosa: que la adaptación a los antibióticos se basa en el ajuste fino de una red de genes interrelacionados: una red genética que, literalmente, se ocupa de bregar con los desafíos químicos del entorno. Y al tocar la red para resistir a un antibiótico, a la bacteria le resulta inevitable hacerse muy vulnerable a otro.
En la lógica profunda de las redes metabólicas y de los circuitos genéticos que las codifican –o las significan— yace una balanza que imparte una suerte de justicia bioquímica. Siempre es posible adaptarse a una agresión, pero nunca sale gratis.
Las resistencias a los antibióticos llevan décadas creciendo en los entornos hospitalarios, y cada vez más en cualquier otro entorno. La razón es el uso extensivo —en el caso de los hospitales— o directamente el abuso –en el de la recetitis con que se viene tratando la soledad en estos tiempos duros— de estos fármacos esenciales, que junto al saneamiento de las aguas se han podido apuntar el grueso de la duplicación de la esperanza de vida que han conseguido las sociedades occidentales en el siglo XX. Y de la que esperan alcanzar los países en desarrollo en el XXI, y mejor antes que después.
El trabajo de los científicos daneses se centra en los antibióticos, pero la aparición de resistencias no es ni mucho menos una peculiaridad de estos fármacos: lo mismo ocurre con los tratamientos para la tuberculosis, los paliativos de la malaria o la quimioterapia contra el cáncer. Sommer cree que su estrategia de ciclos de “sensibilidad colateral” puede tener relevancia también en esos campos alejados de su experimentación.
“En el caso del cáncer”, sigue diciendo a este diario, “se sabe también que el desarrollo de resistencia a la quimioterapia en el tumor puede resultar en sensibilidad colateral (hipersensibilidad a un fármaco distinto); de acuerdo con esto, también vemos un potencial notable para aplicar los ciclos de sensibilidad colateral a los tratamientos del cáncer”.
En la variedad no solo está el gusto: también la vida.
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