La vida sigue en la «zona muerta»
Veinticinco años después de la catástrofe, los habitantes de Chernobil sufren graves problemas de salud y temen por el futuro de sus hijos y por un nuevo accidente
Una máscara antigás junto a una muñeca en una guardería abandonada de la ciudad de Pripyat, en las proximidades de la central nuclear de Chernobil. / reuters
Anfisa Motora Nikitkova, periodista ucraniana de 28 años, relata en este reportaje las consecuencias de la peor catástrofe nuclear de la historia, la ocurrida cuando el 26 de abril de 1986 el reactor número cuatro de la central de Chernobil saltó por los aires. Ella tenía 3 años cuando sucedió y vivía a cientos de kilómetros de la ciudad maldita, pero, como ucraniana y como periodista, ha investigado sobre la tragedia y recogido testimonios de supervivientes, aunque confiesa que nunca ha estado en la «zona muerta», el área no apta para la vida que se extiende alrededor de la central y donde nacieron sus dos mejores amigos, Julia y Eugenio. Anfisa llegó a Asturias el pasado octubre, y en la Universidad de Oviedo estudia la lengua y la cultura españolas. Este mes termina sus estudios. Su meta es saber el suficiente castellano como para contar a los hispanohablantes la verdad sobre su país y popularizar la cultura eslava.
ANFISA MOTORA NIKITKOVA El 26 de abril de 1986, la Unión Soviética recibió una dura lección por su política de «alcanzar y adelantar» al mundo occidental, como rezaba el lema oficial. Pero el precio por dicha política lo pagaron el pueblo y la naturaleza. La conclusión fue que la superficie total de suelo contaminado por la catástrofe nuclear de Chernobil alcanzó aproximadamente los 130 kilómetros cuadrados. Resultaron particularmente afectados Ucrania, Bielorrusia y Rusia occidental. Además, estos países heredaron de la URSS la tierra muerta, y algo aun más terrible, el coste humano, que se sufrió en el pasado, se manifiesta en el presente y tendrá consecuencias en el futuro.
La Agencia Internacional para la Energía Atómica (AIEA) y la Organización Mundial de la Salud (OMS), al igual que hizo en 1986 la Unión Soviética, no reconocen el número real de víctimas y daños que provocó la tragedia de Chernobil en todo el mundo. Las organizaciones ecológicas independientes nos abren los ojos a los datos terribles: sólo durante los primeros 15 años de la tragedia, en Rusia murieron 60.000 personas; Bielorrusia y Ucrania perdieron otras 140.000 personas debido al accidente de Chernobil. En total, la quinta parte de un millón. Eso sin contar los que morirán en los próximos años como resultado de los daños sufridos.
Según los cálculos de la Academia de Ciencias de Rusia, cerca de 270.000 personas sufren de cáncer causado por esta tragedia, y de ellas más de 90.000 pacientes no tienen ninguna posibilidad de supervivencia... Para mi país, Ucrania, la realidad es más del 10% de la población infectada, o, lo que es lo mismo, 500.000 personas. De ellas, 24.000 sufren cáncer de tiroides, y 2.400 casos son mortales.
Ucrania ha declarado no apta para la vida una zona de un radio de 30 kilómetros alrededor de la central nuclear de Chernobil. Entre el día del accidente y el 5 de mayo de 1986, un total de 49.300 personas fueron evacuadas de 11.045 apartamentos y casas de Pripyat, Chernobil y las aldeas vecinas. Fíjense que la evacuación no finalizó hasta el 5 de mayo... ¿Qué vida llevaron durante esos 10 días las últimas personas evacuadas? Nada especial: trabajaban, se relajaban, llevaban una vida normal, porque no conocían la gravedad de la situación. Entonces, en un momento, llegaron autobuses con militares y policías. Obligaron a la gente a abandonar sus hogares y todo lo que aquellas personas poseían: sólo podían coger los documentos y el dinero. Los soldados les dijeron que podrían volver a sus casas dentro de tres días... Resulta difícil o incluso casi imposible imaginar lo que los pobres aldeanos podían sentir al tener que abandonar las casas que habían construido con sus propias manos, su tierra, su ganado, sus mascotas... Ni siquiera los hombres podían contener sus lágrimas. La mayoría de la gente estaba asustada porque no sabían qué les iba a pasar.
En los meses siguientes estas familias recibieron las llaves de nuevas viviendas. La mayoría se asentó en Kiev, y algunos se instalaron en otro extremo del país.
A los adultos se les daba un trabajo si todavía tenían capacidad para trabajar. A los niños se les enviaba a nuevas escuelas. A todo el mundo se le dio una pensión de por vida, alimentos para luchar contra los efectos de la radiación, atención médica, etcétera. Y se les ordenó que vivieron felices para siempre.
Al mismo tiempo, un amplio equipo de operarios, con aspecto similar al de los «cazafantasmas» de la película, efectuaba una limpieza radioactiva en la llamada zona muerta. Se trataba de un grupo especial de militares con mangueras y productos antirradiación. Lavaban los árboles y la tierra. Menos afortunados fueron muchos animales, como numerosos gatos y perros, que fueron cazados con armas de fuego. El ganado también tendría que haber sido sacrificado, pero... La carne de cerdos, vacas y caballos infectados llegó a las tiendas. Esto no es ficción, sino la dura realidad de aquellos tiempos en los que me tocó vivir.
Mi madre trabajaba como maestra de guardería y, por supuesto, conocía a todos los padres de sus alumnos. Una madre, que era vendedora en una carnicería llamó a mi madre y le dijo: «Olga, no compres la carne; esta semana hemos recibido un lote de Chernobil». Por supuesto, mi madre no quería poner en riesgo la salud de sus hijos, ni de nadie. Y advertía a todos los que conocía, pero en secreto, para que su amiga no fuera despedida de su trabajo. Por cierto, mi ciudad natal, Mariupol, se encuentra a setecientos kilómetros de Kiev.
En el Ayuntamiento había un reloj digital que mostraba la hora, la temperatura y los niveles de radiación. Cuando en julio de 1986, un contador Geiger, que mide la radiación, se volvió literalmente «loco» por los altos niveles que había, fue retirado para que la gente no tuviera pánico. Ese verano, una nube radiactiva recorrió no sólo el territorio de las repúblicas soviéticas, sino que también avanzó hacia el suroeste, hasta llegar a España.
No sólo el viento, las nubes y la lluvia transportaron la radiación por todo el mundo. Cientos de saqueadores aparecieron en la zona muerta y cogieron joyas, cuadros, iconos, muebles, juguetes, libros, ropa, etcétera. Unos criminales sacaban de la zona objetos con radioactividad, y otros criminales, con uniforme, permitieron el contrabando mortal. Otros aspectos terribles de la catástrofe de Chernobil fueron la irresponsabilidad y la codicia de la gente.
Toda la vida para nosotros se divide en «antes y después de Chernobil». Es cierto que todos los ucranianos y bielorrusos recuerdan dónde estaban el día 26 de abril de 1986. Sabemos lo que pasó, sentimos los efectos en nuestra salud y en la calidad de vida de nuestro país. Pero todavía quedan dos grandes preguntas: ¿Cuál es el precio real de la tragedia? y ¿cuántas generaciones tienen que pagar por el riesgo que tomaron sus antepasados?
Ahora bien, no es tan importante quién tuvo la culpa o cuál fue la principal causa de la explosión. Incluso entonces, el 26 de abril de 1986, lo principal era salvar del fuego el tercer reactor, para evitar una tragedia mayor. En los seis meses siguientes las consecuencias continuaron. Se construyó un sarcófago y se trató de minimizar el efecto contaminante de la radiación. En esa misión participaron profesionales y voluntarios de toda la antigua Unión Soviética: bomberos, médicos, mineros, ingenieros, científicos, soldados profesionales y jóvenes que cumplían el servicio militar. En total, más de 600.000 personas.
En el mundo occidental se cree que la mayoría de estas personas no sabían a lo que se exponían. Esto es injusto. Cada adolescente soviético estudió en la escuela la asignatura Seguridad de la Vida, que enseñaba detalladamente la situación y ejemplos de una posible guerra, lo que incluía una catástrofe nuclear. La gente sabía que casi no había probabilidad de supervivencia después de una radiación gamma, pero de todos modos acudió a la central nuclear para colaborar. A pesar de que sólo se logró meter al genio en una botella nueva y no acabar con el problema, quienes trabajaron esos días en la central y la zona muerta fueron llamados oficialmente «liquidadores», en una señal del régimen comunista por convencer a la gente de que se había eliminado totalmente la amenaza de una tragedia más terrible. Aquellos que realizaron el trabajo más crítico y peligroso se dieron cuenta de que realizaban una labor suicida para salvar millones de vidas.
Aquellos que sobrevivieron se quedaron inválidos para toda su vida. Hasta 1986, estos eran hombres jóvenes y sanos. Una vez al día subían al techo del reactor destruido para lanzar al abismo los restos radiactivos. Les llamaban «biorrobots». Las máquinas no podían trabajar con la radiación tan alta. Intentaron utilizar vehículos lunares para limpiar los edificios destruidos, pero se estropeaban. Entonces, la única solución era utilizar a personas. En un día cada «liquidador» permanecía en el techo como máximo 40 segundos. Durante este tiempo sólo podían hacer unos pocos movimientos con una pala, ya que no era fácil moverse con los trajes pesados de plomo-ácido. Después de esto, los supervivientes de Chernobil ya no fueron capaces de trabajar para alimentar a su familia. Se convirtieron en jubilados para el resto de su vida.
Chernobil no fue sólo una catástrofe ecológica, sino también económica. Para eliminar las consecuencias del accidente y la construcción del sarcófago se gastaron alrededor de 264 millones de dólares para el período 1987-1999.
Con el fin de apagar los otros tres reactores de Chernobil, Ucrania gastó de su presupuesto más de 370 millones de dólares. Cada año, Ucrania tiene que pagar casi un 25 por ciento de su presupuesto total para el mantenimiento de «las víctimas de Chernobil», de los liquidadores y sus familias, y también de los habitantes de las zonas contaminadas. Este año, el Estado debe gastar cerca de 7.000 millones de euros para la supervivencia y la recuperación de las víctimas.
¿Quién trabaja, cuyos impuestos van a las necesidades de las víctimas de Chernobil? Bueno, el aumento de la generación de esos niños y adolescentes cuya vida en 1986 se podría haber roto, pero sobrevivió y hay que seguir viviendo a pesar de las circunstancias.
Esta feliz pareja son mis mejores amigos. En el día del desastre de Chernobil Julia y Eugenio tenían casi tres años. El padre de Julia era un ingeniero especializado en energía que trabajaba en una central eléctrica en Kiev, y ni siquiera él sabía que se había producido una catástrofe en Chernobil. El padre de Eugenio era profesional en biomedicina e incluso él no tenía ni idea de nada. Ellos estaban viviendo su vida normal: respirando aire contaminado, comiendo alimentos contaminados, las familias con niños pequeños disfrutaban de paseos al sol de primavera. Hasta diez días después del accidente ningún periódico ni radio ni televisión empezó a hablar de lo que habido ocurrido en Chernobil.
En las fiestas de mes de mayo la gente salía en masa: miles de manifestantes de todas las edades, días de campo familiares, y la recreación al aire libre. En Kiev había una tradición: después del desfile y manifestación del Día del trabajo las familias iban a las casas de campo, donde cultivaban hortalizas. Los días siguientes al accidente todas las hortalizas estaban contaminadas con yodo 131, que provoca cáncer de la glándula tiroides.
Ahora el padre de Eugenio, con sólo 55 años, sufre de esta enfermedad. El padre de Julia ya no está vivo; murió este verano a los 60 años de edad.
Por culpa de Chernobil Julia sufre de asma grave desde hace cuatro años. Eugene tiene un montón de enfermedades crónicas del tracto gastrointestinal. A pesar de la mala salud, estos jóvenes ucranianos siguen viviendo una vida plena: crearon una familia, trabajan, viajan, leen libros, van a conciertos de rock y simplemente pasan el rato con los amigos. El verano pasado, Julia dio a luz un niño. Este bebé sano es la mejor prueba de que 25 años después del desastre de Chernobil la vida sigue.
Sin embargo, queda la pregunta: ¿en qué mundo va a vivir este niño? Después de cinco años, el sarcófago del cuarto reactor finaliza su vida legal. Nadie sabe que esta bomba puede ocurrir otra próxima vez. Está claro que todo el mundo prefiere asegurarlo con otra «matrioshka». Para construir un nuevo sarcófago hacen falta 600 millones de euros. Otros 140 millones son necesarios para la construcción del «cementerio» de residuos radiactivos. La Unión Europea se ha comprometido a prestar asistencia financiera a Ucrania para que el país eslavo haga la parada completa de todos los reactores. El Gobierno de Ucrania cerró el último reactor en diciembre de 2000. Durante diez años el fondo para financiar un nuevo sarcófago de Chernobil se congeló varias veces. Había tareas más importantes, como la crisis financiera. Mientras tanto, el tiempo pasa.
Debido a la urgencia del diseño de la construcción su precio ha aumentado considerablemente. Por fin la comunidad internacional en una conferencia dedicada al «trágico aniversario» resolvió financiar la construcción del nuevo sarcófago. El Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo ya ha confirmado su disposición a asignar 120 millones de euros. Mientras tanto, Ucrania cada año gasta 60 millones de euros para el mantenimiento de la central nuclear de Chernobil. La contribución de Ucrania al proyecto del «sarcófago» representa el 6,5% de su precio total.
Para completar la construcción de un nuevo sarcófago antes de que la «vieja botella libere al genio», es necesario fabricar grandes construcciones metálicas y empezar este proceso como máximo en otoño de 2011. El sarcófago actual ya está en muy mal estado. Si se produce su rotura, a continuación por toda Ucrania y toda Europa correrá una nueva nube de polvo radiactivo. Sólo hay que esperar que las preocupaciones comunes de los científicos, ambientalistas y la gente no se cumplan.
Hay que ser amargamente conscientes, porque es algo cierto. Todos estos años estamos cosechando los frutos de nuestra propia codicia. Aquí está el precio de la energía nuclear «barata». En lugar de construir un mundo mejor en la Tierra, ahora tenemos que cerrar las puertas del infierno después de jugar a ser Dios.
Por último, quiero decir que siento mucho lo ocurrido recientemente en Japón; la gente perdió a sus familias, casas, y el futuro seguro. Es más horrible vivir en la oscuridad del peligro.
Los rusos tienen un dicho: los tontos aprenden de sus errores; los inteligentes aprenden de los errores de los demás. Espero que el resto del mundo extraiga lecciones valiosas de nuestro ejemplo. Que seáis más inteligentes, que aprendáis de nuestros errores.
La vida sigue en la «zona muerta» - La Nueva España - Diario Independiente de Asturias
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domingo, 8 de mayo de 2011
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